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Los certificados de inmunidad ya existieron en el Gibraltar del siglo XIX: así actuaron ante un virus mortal
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Los certificados de inmunidad ya existieron en el Gibraltar del siglo XIX: así actuaron ante un virus mortal

Durante otras pandemias y plagas pasadas, la sociedad ya se vio sujeta a dar muestra de que poseía buena salud. La evidencia más temprana de pasaportes de inmunidad a una enfermedad se encuentra en el Gibraltar de hace 200 años

Foto: Fuente: BMJ Global Health
Fuente: BMJ Global Health

En los últimos meses, algunas de las palabras más resonadas en el vocabulario del día a día han sido "certificado COVID", o "pasaporte COVID", una medida que los países comenzaron a implementar a medida que las restricciones se iban estabilizando mientras el virus continúa mutando e infectando. En la actualidad, gobiernos y empresas siguen exigiendo este comprobante que muestre que las personas que acceden a ellos están vacunadas. La idea es gestionar el flujo de personas para controlar el contagio, de manera que solo quienes están protegidos contra el coronavirus pueden cruzar ciertas fronteras así como acceder a determinados espacios públicos. Parece una medida actual y, ante sus críticas, incluso novedosa, pero la historia demuestra lo contrario.

No, no es la primera vez que se promulga este tipo de documento, ni tampoco la primera vez que se utiliza. Durante otras pandemias y plagas pasadas, la sociedad ya se vio sujeta a dar muestra de que poseía buena salud. Siguiendo un artículo reciente publicado en la revista BMJ Global Health, la evidencia más temprana de pasaportes de inmunidad a una enfermedad se encontraría en el Gibraltar de hace 200 años.

Foto: Recorte de prensa de la época sobre la epidemia de gripe española

Ocurrió en 1804, cuando en la gran roca vivían entre 10.000 y 15.000 personas, según el 'Gibraltar National Museum'. Por entonces, aún no se hacían censos de población, pero los historiadores han determinado que murieron, en menos de cuatro meses, murieron entre 4.864 y 2.300 personas a causa de un virus que parecía no tener fin: la fiebre amarilla.

Un control más que sanitario

Conocida así por uno de los síntomas que provoca (coloración de la piel amarillenta, conocida como ictericia, pero también vómitos, sangrado de ojos, nariz y boca entre otros), nadie supo nunca cómo llegó al territorio. Según apuntan Lawrence Alexander Sawchuk y Lianne Tripp, “pudo haber sido introducida por alguien que venía de España, tal vez un santo u otro viajero que escapó a la atención de las autoridades médicas”. Sawchuk y Tripp señalan así que "cuando se adentró tras los muros de la fortaleza, el virus encontró una tormenta perfecta de condiciones que le permitieron proliferar con un efecto devastador".

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Fuente: Wikipedia

La escritora Brigit Katz explica en la revista 'Smithsonian' que a principios del siglo XIX, la ciudadanía de "el Peñón", como se conoce coloquialmente a Gibraltar, estaba completamente controlada bajo la autoridad absoluta de un gobernador militar británico. La ciudad se encontraba rodeada de los muros de una enorme fortaleza construida siglos atrás. Aquel muro servía de motivo para que la policía y el ejército vigilaran a la población a las puertas de la ciudad. Para salir necesitabas permiso. Para entrar necesitabas permiso. Las puertas a territorio británico se abrían al amanecer y se cerraban al anochecer.

La mayoría de gibraltareños, como sugiere su situación por entonces, no habían estado expuestos previamente a un virus así, por lo que no tenían inmunidad contra él. En principio, la fiebre amarilla resulta en un malestar leve, con síntomas parecidos a los de la gripe, pero a menudo los pacientes, una vez recuperados aparentemente, vuelven a recaer en una segunda fase mucho más tóxica que, según Katz, mata hasta al 50% de estos.

El mejor caldo de cultivo para un virus

Aunque se trataba de "un importante centro comercial y una ciudad cosmopolita, vibrante y concurrida", la dualidad de riqueza era el pilar de la piedra: cuenta Katz que sus residentes, muchos de ellos empobrecidos, se apiñaban en el interior de la fortaleza. Vivían en "patios" o edificios de múltiples inquilinos que compartían un área común abierta. El mejor caldo de cultivo para que de una picadura surgiera una plaga de muertes.

"Los muertos se acumularon tan rápidamente que solo se podían fabricar ataúdes para uno de cada cuatro cuerpos, así que los cadáveres se amontonaban en carros que recorrían la ciudad, un recordatorio inquietante para los vivos de que estaban rodeados de muerte", afirma la escritora.

En la actualidad, sostienen Sawchup y Tripp, la sociedad sabe que la fiebre amarilla se transmite de persona a persona por medio de la picadura del mosquito hembra, el transmisor intermedio del virus que en ciencia se conoce como vector, pero dos siglos atrás, aún se desconocía.

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Fuente: Wikipedia

Enfermos encerrados en Zona Neutral

Solo con la llegada del invierno y el frío, la propagación se frenó. Fue entonces cuando, seguidas por dos hipótesis, las autoridades locales que habían sido sorprendidas por la oleada de enfermos establecieron una Junta de Salud Pública en busca de soluciones: creían que la enfermedad pasaba directamente de persona a persona o que se dispersaba a través de la condensación del aire que envolvía a la ciudad con su suciedad.

Para la llegada de nuevos brotes en 1810, se había preparado un plan de actuación basado en alejar a los contagiados. Espacialmente hablando, aquello no era fácil. Sin más terreno que el istmo entre Gibraltar y España, un área conocida como el Terreno Neutral, allí se levantó un campamento de cuarentena.

"Rápida y secretamente, en la oscuridad de la noche, las autoridades golpearon las puertas de los hogares afectados por la fiebre amarilla y escoltaron por la fuerza a los enfermos hasta el Campo Neutral. Permanecieron allí, secuestrados en tiendas de campaña y vigilados por guardias, hasta que la epidemia se desvaneció", describe Katz. Alejados de sus familiares y amigos, de sus casas, de su trabajo, permanecieron allí hasta la implantación de los documentos que acreditaban que una persona se había recuperado. Solo de esta forma los supervivientes de la fiebre amarilla podían salir del campamento.

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Fuente: BMJ Global Health

Décadas antes de la Revolución bacteriana

Si bien es cierto que los pasaportes de salud ya existieron aún mucho antes, en el siglo XV, aquellos documentos creados durante las epidemias de peste "certificaban que una persona podía viajar libremente porque provenía de una ciudad libre de la enfermedad", mientras que los certificados que determinaron a la población de "El Peñón" cuatro siglos después significaban que el titular ya no era susceptible a la fiebre amarilla, con un planteamiento muy similar al del certificado COVID actual. Este pequeño papelito se siguió utilizando durante décadas.

De hecho, sostienen Sawchup y Tripp que estas estrategias fueron muy novedosas para la época, cuando aún quedaban décadas para que se produjera la llamada revolución bacteriana durante la década de 1860, cuando entre los círculos científicos comenzó a surgir el conocimiento sobre los agentes de enfermedades, desmontando así la creencia hasta el momento que vinculaba como motivo principal de ello al mal aire de los espacios muy concurridos.

No obstante, así como en la actualidad los pasaportes de vacunas han generado la dualidad de agravar las desigualdades ya existentes entre la población, la historia de estos documentos no ofrece un relato favorecedor: "Después de todo, el Gibraltar del siglo XIX claramente no era un lugar libre. Incluso antes de su racha de epidemias (continuaron en 1813, 1814, 1828 y 1835), el movimiento de los ciudadanos estaba controlado mediante los permisos necesarios para entrar y salir de la fortaleza. Los pasos de fiebre pueden muy bien haber parecido algo normal para los residentes de la 'ciudad de la guarnición'".

En los últimos meses, algunas de las palabras más resonadas en el vocabulario del día a día han sido "certificado COVID", o "pasaporte COVID", una medida que los países comenzaron a implementar a medida que las restricciones se iban estabilizando mientras el virus continúa mutando e infectando. En la actualidad, gobiernos y empresas siguen exigiendo este comprobante que muestre que las personas que acceden a ellos están vacunadas. La idea es gestionar el flujo de personas para controlar el contagio, de manera que solo quienes están protegidos contra el coronavirus pueden cruzar ciertas fronteras así como acceder a determinados espacios públicos. Parece una medida actual y, ante sus críticas, incluso novedosa, pero la historia demuestra lo contrario.

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