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La cultura mata; los libros que pudieron acabar con nuestra vida
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La cultura mata; los libros que pudieron acabar con nuestra vida

Durante el siglo XIX surgió la creencia de que enfermedades contagiosas como la tuberculosis podían propagarse a través de los tomos prestados en bibliotecas

Foto: Foto: iStock.
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A los que no son muy aficionados a la lectura quizá les pueda matar de aburrimiento tener que acabar un tomo grande, pero es poco probable que realmente te vayas al otro barrio simplemente por pasar las páginas de una novela, por mucho que te cueste terminarla. Pero es posible, aunque suene a historia de Edgar Allan Poe. Hubo un tiempo en que el público temía que ese libro que estaba leyendo fuera, quizá, el último.

El Romanticismo, como no podía ser de otro modo, daba sus últimos coletazos. Corría el año 1895 cuando una mujer llamada Jessie Allan falleció de tuberculosis. Algo bastante común para la época, que no habría tenido más recorrido, si no hubiera sido porque se trataba de la bibliotecaria de la Biblioteca Pública de Omaha, por lo que la neurosis se propagó por la población, que creía que la enfermedad de Allan hubiera podido venir de algún tomo.

La muerte de una bibliotecaria en 1895 fue la que desató la alarma sobre si se podía propagar la enfermedad a través de los libros

"La muerte de la señorita Jessie Allan es doblemente triste debido a la excelente reputación que tenía en su trabajo y su personalidad extremadamente agradable, por la que todos los bibliotecarios que la conocieron sintieron gran afecto", decía un artículo publicado en el 'Library Journal'. "Su muerte da lugar, además, a una nueva discusión, la posibilidad de enfermedades contagiosas a través de libros de la biblioteca".

El gran susto del libro

La muerte de la bibliotecaria transcurrió durante el periodo que algunos historiadores han decidido denominar como "El gran susto del libro", en otras palabras, un pánico frenético a finales del siglo XIX y principios del XX que contaminó a todos aquellos que cogían libros, particularmente los prestados por las bibliotecas, según relata 'Smithsonian'. Por primera vez se hablaba de los gérmenes, la población estaba concienciada y no creía que las enfermedades proviniesen de otra clase de males achacados a la brujería, y esto pasó factura. Los bibliotecarios estaban convencidos de que la muerte de Allan disuadiría a la gente de coger prestados los libros en las bibliotecas.

placeholder 'La niña enferma' de Edvard Munch.
'La niña enferma' de Edvard Munch.

Pensándolo fríamente, es bastante normal llegar a esa conclusión. Las epidemias de tuberculosis, viruela o escarlatina se cobraron miles de vidas en todo el mundo hasta bien entrado el siglo XX. La primera estaba tan normalizada y extendida entre la población que conocemos miles de casos de personas cuyas vidas fueron truncadas por la enfermedad, desde Kafka a Modigliani o Chopin, pasando por la Mimi de 'La Bohème' o los personajes de 'La montaña mágica'. Las mujeres ingerían vinagre para adquirir el aspecto que "la enfermedad de los poetas" dejaba en sus enfermos en su etapa terminal, conocido como "belleza alabastrina", que afinaba las facciones y alargaba las pestañas. Para una población que ya estaba al borde de las enfermedades fatales, la idea de que los libros contaminados pasaran de mano en mano se convirtió en una fuente importante de ansiedad.

Fobia e histeria

Este pánico alcanzó su punto álgido en el verano de 1879. Un bibliotecario de Chicago informó de que le habían preguntado si los libros podían transmitir enfermedades y, tras una investigación, localizó a varios médicos que afirmaban tener conocimiento de que los libros podían transmitir enfermedades. Como es lógico, se propagó la alarma, tanto es así que una legislación en Reino Unido trató de atajar el problema. Aunque la Ley de Salud Pública de 1875 no se refería específicamente a los libros de la biblioteca, sí prohibía prestar "trapos de ropa de cama u otras cosas" que habían estado expuestos a infecciones. La ley se actualizó en 1907 e incluyó los peligros de propagar las enfermedades mediante los libros, e incluso comenzó a multarse a los sospechosos de estar aquejados con algún mal, también se les prohibió pedir prestados, prestar o devolver libros a la biblioteca. En los Estados Unidos, la legislación para prevenir la propagación de epidemias a través del préstamo de libros se dejó a los estados.

Como es lógico, también se desinfectaron las bibliotecas y los libros que, se temía, pudieran ser culpables de portar enfermedades. Se utilizaron todo tipo de métodos, incluyendo mantenerlos en una solución de formaldehído o en cristales de ácido carbólico (fenol) calentados en un horno. En Nueva York se probó incluso con vapor, tal fue la locura generalizada. Un hombre llamado William R. Reinick decidió exponer a 40 cobayas a páginas de libros contaminados e incluso involucraron a varios monos, dándoles leche en un plato donde antes habían colocado un libro aparentemente contaminado. Las conclusiones: por pequeño que fuera el riesgo de infección de un libro, no se podía descartar por completo. Los periódicos tampoco ayudaron, precisamente, pues en sus artículos declaraban cómo las bibliotecas habían propagado las enfermedades y todos los artículos que debían retirarse de las habitaciones de los enfermos.

Se utilizaron todo tipo de métodos, incluyendo mantenerlos en una solución de formaldehído o en cristales de fenol calentados en un horno

Para 1900, la locura aumentó. En Pensilvania se ordenó a las bibliotecas detener la distribución de libros para prevenir la propagación de la escarlatina. El uso de productos químicos para esterilizar libros se hizo más común, a pesar de que también se pensaba que tales prácticas dañaban los tomos. Después de un tiempo de miedo, las aguas parecieron volver poco a poco a su cauce y el pánico comenzó a disminuir. La gente comenzó a preguntarse si no se había tratado más bien de un caso de histeria generalizada. En Nueva York, los intentos políticos durante la primavera de 1914 de desinfectar libros en masa fueron derrotados rotundamente después de las objeciones de la Biblioteca Pública de Nueva York y una amenaza de "protesta en toda la ciudad" y en Gran Bretaña un experimento tras otro realizados por doctores no reportaron que hubiera realmente posibilidades de contraer enfermedades.

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Tal y como llegó el pánico, también se fue, aunque la idea de que los libros podían propagar enfermedades persistió durante un tiempo. En los años 40 todavía se debatía, aunque las bibliotecas ganaron la batalla y se mantuvieron de pie. Siempre quedaba la opción, en caso de temer a los gérmenes, de leer un buen libro con unos guantes.

A los que no son muy aficionados a la lectura quizá les pueda matar de aburrimiento tener que acabar un tomo grande, pero es poco probable que realmente te vayas al otro barrio simplemente por pasar las páginas de una novela, por mucho que te cueste terminarla. Pero es posible, aunque suene a historia de Edgar Allan Poe. Hubo un tiempo en que el público temía que ese libro que estaba leyendo fuera, quizá, el último.

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