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Un pueblo musulmán a 10 kilómetros de la Puerta del Sol
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Un pueblo musulmán a 10 kilómetros de la Puerta del Sol

Un asentamiento de marroquíes pegado a una urbanización de la periferia de Madrid congrega a cerca de 3.000 personas que viven aisladas y apegadas a sus costumbres

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Adnam tiene un diente dorado, aunque no exactamente de oro, una chilaba verde chillón y un niño muy pequeño sujeto de la mano derecha. Tiene 63 años. Está quieto en un terraplén embarrado, justo en la encrucijada que forman tres casas sin cristales en las ventanas. Es uno de los más de 3.000 habitantes de este pueblo marroquí que brotó hace años a 10 kilómetros de la Puerta del Sol. Un conjunto de casitas de adobe pintadas de colores, o aún con el gris del cemento al aire, al sureste de Madrid, que ha duplicado su población en los últimos años.

Una comunidad en la que se mezclan tres generaciones de inmigrantes musulmanes y que tiene como principal particularidad que ha surgido al abrigo de una gran ciudad. Lo normal es que las grandes concentraciones de marroquíes se produzcan en ámbitos rurales, agrícolas o ganaderos. O en ciudades del extrarradio en las que conviven con españoles e inmigrantes de otras nacionalidades, sin constituirse en un 'gueto' aislado, como Parla o Mataró. Aquí conforman una comunidad bien diferenciada, como si fueran una aldea trasplantada de la región del Atlas, en el Magreb, aunque estén pegados a la urbanización Comunidad de Viviendas Baratas de Rivas-Vaciamadrid (Covibar), a una autopista y unos descampados llenos de guijarros que miran hacia Vallecas.

Es un asentamiento único en España, donde el patrón de la inmigración musulmana es muy distinto al que se registra en Francia

Ángeles Ramírez, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y experta en migraciones, concede lo que de único y singular tiene esta aglomeración de marroquíes cercana a un territorio urbano en España. "El patrón de asentamiento en España es muy distinto al de Francia, y es raro que se junten de manera aislada inmigrantes de una misma nacionalidad, lo normal es que sigan una búsqueda de casas baratas".

“Aquí, sobre todo, somos albañiles, aunque también hay panaderos y de todo”, explica Abdul, que viste con vaqueros y chupa de plástico marrón. La única indumentaria que lo identifica es una especie de gorrito oscuro y estriado que llevan casi todos los varones del lugar. “¡Aquí, sobre todo, hay parados!”, se ríe Suleyman contradiciéndole. Los hombres se sientan en corrillos frente a un café o un té en el bar Al-Andalus. Las mujeres, cubiertas con moderación salvo excepciones, caminan hacia las tiendas o pasean carritos de bebé. "Los marroquíes han sido el colectivo de inmigrantes más tocado por la crisis", recalca Ramírez.

El tendero cartero

Una de esas tiendas es la de Jamal. Una carnicería. Por supuesto, todos los productos que vende han sido sacrificados según los preceptos tolerables por los musulmanes. Destacan una especie de salchichas (obviamente, no de cerdo) metidas en unos plásticos. También hay decenas de especias importadas. Jamal es muy conocido, pero no solo porque su tienda es la más frecuentada por los musulmanes de la zona, sino porque ejerce de cartero desde hace más de una década. Las familias dan su dirección (la tienda está en una plaza de Rivas) y después él reparte las cartas al tiempo que cobra los comestibles en la caja. “Han puesto un buzón para todos, pero está lejos y es un rollo, preferimos seguir usando la tienda de Jamal”, dice Abdul.

Abdul compró su casa a cambio de 3.000 euros. Por supuesto, sin escrituras. El sistema es publicitar las ventas como 'traspasos'. Ya no queda casi ninguna familia española en la zona. En 2011 quedaban seis. Ninguna de las construcciones del pequeño pueblo es legal. No hay asfalto y huele a tierra mojada. Pero a esa tierra húmeda de las ciudades, ácida. El alcantarillado es muy rudimentario y muchos de los vecinos están conectados a un poste de la luz. Hay contenedores volcados en las cunetas, algún olivo en pie que cuidan los ancianos, gatos vagabundos (por supuesto, ningún perro, animal poco apreciado por los musulmanes) y dos hombres que atraviesan el camino lleno de socavones con un camión cargado de chatarra. Antes ningún marroquí se dedicaba a ese negocio. “Ahora, con la crisis, algunos han tenido que hacer cualquier cosa para sobrevivir”.

Cuando alguien tiene una necesidad, se hace una colecta, pero no son solo los familiares los que ayudan, sino todos los vecinos

En la casa, a la que para entrar hay que descalzarse, se sirve té. La mesa circular ocupa casi todo el salón. Los hombres se sientan alrededor. Las mujeres aguardan en la cocina. “La solidaridad es muy importante entre los marroquíes”, cuentan. “Cuando alguien tiene una necesidad, entre todos se hace una colecta y se intenta ayudar a los que peor lo están pasando”. No son solo los familiares, sino todos los vecinos. La sensación de pertenencia a una comunidad es muy fuerte, aunque los jóvenes muestran otras tendencias. La casa colindante, de Abdellah, está vacía. “Murió su padre y regresó a Marruecos para hacerse cargo de su familia”, es la explicación.

Moha lleva el clásico gorro de francotirador que se estila en la zona, pero con un aporte propio: está adornado con dos tibias y una calavera. También por la palabra inglesa 'danger' (peligro). “Yo ya no vivo por aquí, pero vengo a ver a la familia”, dice mientras se aleja. Está muy delgado y algunos dientes empiezan a estar corroídos y grises. “Vivo por aquí y por allá, me busco la vida, soy un callejero”, explica al tiempo que saluda a otro chico que camina a buen paso con una maleta: “¡Dónde vas, si por ahí no se va a ningún lado!”, exclama. “Sí se va. Me voy a quedar un rato en el descampado”, responde mientras le guiña un ojo. “Pregunte a los mayores, ellos son los que saben cosas de Marruecos y eso”, se despide definitivamente Moha. "Los jóvenes no se identifican para nada con sus padres, como en cualquier cultura hay conflicto generacional, además de que en este caso tienen la diferencia de que han nacido en España y han absorbido la costumbres españolas desde la escuela", puntualiza Ramírez.

Rigurosos, pero no fanáticos

Los marroquíes que viven en España, más de 750.000, no son fanáticos religiosos, aunque muchos de ellos sí que son bastante rigurosos con los preceptos islámicos suníes. En España hay 1.800.000 musulmanes. Aquí, los más estrictos son los de mayor edad. Pero es precisamente ese perfil de hombre o mujer de cierta edad y muy tradicional el que nunca se ve envuelto con hechos violentos en Europa. No, al menos, como actor directo.

“Casi la mitad del total de detenidos en España desde 2013 hasta el 15 de noviembre de 2015 por su implicación o presunta implicación en actividades relacionadas con el terrorismo yihadista es de nacionalidad española”, escriben Fernando Reinares y Carola García-Calvo en un documento del Real Instituto Elcano. Casi todos ellos son jóvenes, nacidos en el país de acogida de sus padres o abuelos y criados en un entorno urbano. En total, hay menos de 100 personas detenidas por estos motivos.

Lo cierto es que en esta zona de Madrid se puede aplicar lo que desarrolla el doctor en Sociología por la Universidad de Oxford Héctor Cebolla: "La asimilación segmentada". Este concepto remite a que cada grupo de inmigrantes se integra en su país de acogida, pero "en el entorno en el que se mueve". "En este caso, si los jóvenes de esa zona tienden a la marginalidad, la asimilación será con tendencia a la marginalidad, pero en absoluto tendrá nada que ver con la religiosidad de cada comunidad", apunta Cebolla, que incide "en lo singular de que haya tantas personas de una misma nacionalidad más o menos aisladas. Eso no sucede en España casi nunca".

La Brigada de Información controla todos los centros religiosos de la zona, sabe dónde, cómo y cuántos se reúnen... Y lo que piensan

“Por supuesto que esa zona está siendo vigilada estrechamente por el Cuerpo Nacional de Policía”, confirma un altísimo mando policial de Madrid. La Brigada de Información controla todos los centros religiosos de la zona, sabe dónde, cómo y cuántos se reúnen. Y lo que piensan. Por eso, saben que muchos salen “más de la delincuencia callejera que de las mezquitas”.

En este pequeño, estrecho y alargado pueblo marroquí, hay un centro islámico, An-Nur (La luz de Alá). Está vacío un viernes a las 12:00. Una repisa deja ver unas chanclas azules abandonadas. En ese lugar celebran durante todo el curso el año árabe, bajo la dirección del imán Samir ben Abdellah, confeso partidario de “la convivencia sana y pacífica entre religiones”. Acuden muchos niños, aún bajo control de sus padres y, sobre todo, de sus abuelos.

Hay malos y buenos

Uno de esos abuelos, chilaba negra hasta los pies cubiertos con unas chanclas, lleva viviendo en el asentamiento desde mediados de los ochenta. Sin embargo, su español es difícil de entender. Quizá no quiera hablar mucho. En este pequeño pueblo, nadie tiene formas violentas ni desagradables. Todos son extremadamente educados. Pero algunos son más habladores que otros. Y este hombre pertenece a la categoría de los callados. “Algunos de los que viven al otro lado de la calle son malos y otros buenos, así somos todos los humanos”, es su razonamiento cuando se le pregunta por los frecuentes problemas de convivencia con los vecinos de Covibar, muchos de ellos de origen rumano. Ahora, precisamente, tiene que salir "del pueblo" y subir el pequeño terraplén escalonado que lo separa de la urbanización (20 metros) para ir a recoger a su nieto al colegio.

Adnam tiene un diente dorado, aunque no exactamente de oro, una chilaba verde chillón y un niño muy pequeño sujeto de la mano derecha. Tiene 63 años. Está quieto en un terraplén embarrado, justo en la encrucijada que forman tres casas sin cristales en las ventanas. Es uno de los más de 3.000 habitantes de este pueblo marroquí que brotó hace años a 10 kilómetros de la Puerta del Sol. Un conjunto de casitas de adobe pintadas de colores, o aún con el gris del cemento al aire, al sureste de Madrid, que ha duplicado su población en los últimos años.

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