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Pearl Harbor: ¿ataque a traición? Un punto de vista diferente para el 75 aniversario
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se sabía, pero nadie hizo nada

Pearl Harbor: ¿ataque a traición? Un punto de vista diferente para el 75 aniversario

La pugna entre los dos grandes bloques por los recursos del Océano Pacífico asiático condujo a una enorme colisión entre las dos potencias de referencia, Japón y EEUU

Foto: Foto clásica del ataque.
Foto clásica del ataque.

La decada de los años treinta del siglo pasado fue mucho más movida de lo que parece.

El imperio norteamericano ya se había hecho eco e impregnado profundamente de la doctrina Monroe ("América para los americanos y lo demás también") y el emergente imperialismo japonés parido en los estrechos de Tushima contra la humillada Rusia zarista estaba a rebosar de esteroides. Manchuria había sido arrasada y vista para sentencia y cerca de 8.000.000 de ánimas, que se dice pronto, habían pasado a mejor vida. La inaudita crueldad de los nipones había rebasado mediáticamente fronteras por deméritos propios, creando un escenario de salvajismo sobrecogedor. Formas de violencia de una ferocidad inusual se aplicaron de manera estructural, discrecional y sistemática. Con estos mimbres se barruntaba un choque de colosos.

Con el pretexto de aplicar un correctivo a los japoneses, el Departamento de Estado norteamericano implementó medidas encaminadas a desplazar de su área de interés estratégico al gigante nipón, y aplicó la clásica retórica para calentar motores con la consabida coletilla de que los del imperio del sol naciente eran muy malos y debían pasar por el diván. Los norteamericanos pasaban a la acción.

​Movimientos militaristas

Por aquel entonces los caladeros de suministros esenciales para el mantenimiento de la industria japonesa estaban a mucha distancia hacia el sur y el aprovisionamiento indispensable se encontraba en Indonesia, Indochina, y zonas de influencia aledañas. Hablamos lógicamente del esencial petróleo, del caucho para la industria automotriz, del imprescindible arroz, plato central de la gastronomía nipona, y de otras menudencias de las que el imperio del oeste carecía.

A todo esto hay que revisar someramente que Japón inició su carrera como rival de las potencias europeas a partir de la restauración de la dinastía Meiji en 1868; donde comienza la transición hacia el Japón moderno, basada en una industrialización rigurosamente planificada a la par que en la profesionalización del ejército. La reducida base geográfica nipona impulsó un movimiento militarista con el objetivo de buscar la expansión estratégica en Asia continental, esencialmente. Ya en 1937, el militarismo se había impuesto eliminando la participación de los partidos políticos en el gabinete y borrando el control parlamentario de un plumazo. Pero la cara oculta persistía en forma de espada de Damocles y el carburante era el talón de Aquiles del Imperio del Oeste.

Es realmente inquietante la compra de acciones por parte de los Rothschild y Rockefeller en el sector armamentístico antes de declararse la guerra

Por otro lado las condiciones internas de EEUU y un New Deal que no acababa de cuajar, favorecían claramente un supuesto bélico cada vez más real y con pingües beneficios a la postre para el que manejase el comodín de la locura. A la luz de los acontecimientos acaecidos posteriormente, es notoria e inquietante la compra de ingentes cantidades de acciones por parte de los Rothschild y Rockefeller en el efervescente sector armamentístico antes de declararse la guerra.

A todo esto, el Departamento de Estado norteamericano hacía lo posible e imposible para que desde las zonas de producción no llegaran los suministros esenciales al imperio nipón. La carencia de estos productos básicos estaba haciendo mella en la economía y en las mentes de los orientales y todo el parque móvil había visto recortado el uso del caucho de tal manera que lo que antaño eran sólidos neumáticos se habían convertido en tiras de recauchutado que impedían circular a más de 40 km por hora. Además había que añadir las restricciones de combustible que penalizaban seriamente el suministro, con lo que se condenaba al entero parque automovilístico a una situación próxima a la Edad de Piedra.

Pero la gota que colmó el vaso y la dignidad japonesa fue la derivada del boicoteo en origen a los exportadores de arroz. Una ley de 1939 había reducido las raciones de este cereal por persona a una magra presencia, casi simbólica en las escudillas de los nipones. Y claro, esto era de facto 'casus belli'; vamos, imaginemos que nos prohíben la fabada y la paella, hasta ahí podíamos llegar. Lo cierto es que al otro lado del Pacífico algunos se estaban frotando las manos.

La opinión pública del país oriental había sido maleada durante tiempo para un eventual conflicto y el conflicto en cuestión estaba al caer y con las fauces bien abiertas. El severo nacionalismo nipón –con su dios emperador Hirohito a la cabeza–, había convertido cualquier conato de reflexión en tabú y a los disidentes en herejes susceptibles de comprobar la eficacia de las dispuestas y revitalizadas 'katanas' del ejército imperial.

Las puertas del infierno comenzaron a batir movidas por un extraño viento.

Estados Unidos estaba inmerso en una crisis económica y no acababa de salir del bucle de la recesión. Roosevelt, su presidente, era un convencido de que la mejor manera de terminar la crisis era entrando en la II Guerra Mundial, pero no tenía coartada suficiente para justificar tamaña decisión. Además se había creado una imagen de pacifista contumaz, hecho que el futuro desmentiría. Casi el 90% de la población estadounidense se oponía a entrar en la guerra, por lo que, por enrevesado que parezca, solo cabía la opción de provocar a un país para que atacara al Gran Imperio, cosa que al final funcionó. Esto era más que un encaje de bolillos, una práctica ya conocida por España en el contencioso de Cuba y que sucesivos gobiernos norteamericanos han practicado en etapas posteriores y en diferentes latitudes, con alambicados argumentos y excelentes resultados.

En Washington y Honolulu lo sabían y nadie hizo nada. Era más rentable un cementerio de miles de grises lápidas que el dolor de las viudas y huérfanos

El primer paso fue forzar a Alemania. En los albores de la II Guerra Mundial Estados Unidos ya había provocado de numerosas formas a Alemania, pero quizás la más destacada fue la de enviar 50 destructores a Gran Bretaña bajo la ley de Préstamo y Arriendo. Alemania no entraría al trapo, ya que la entrada de América en la I Guerra Mundial desequilibró la balanza en contra de los teutones.

El infierno

Provocar a Japón sería el siguiente objetivo de Estados Unidos. Como ya hemos mencionado, el embargo de productos clave para la economía nipona (caucho, petróleo, acero, carbón, mijo, arroz y otros varios) eran vitales para los orientales. Es probable que el expansionismo de estos estuviera si no forzado, tal vez condicionado por este embargo. En consecuencia, la invasión de China e Indonesia para conseguir estos productos sería la reacción.

Tal vez los japoneses, para mantener su vapuleada dignidad, cogieron su fusil. Pero Norteamérica volvía a apostar a caballo ganador...

En Washington y Honolulu estaban advertidos y nadie hizo nada por evitarlo. Era más contundente y rentable un cementerio lleno de miles de grises lápidas que el dolor desconsolado de sus propias viudas y huérfanos.

Hoy en día sabemos que el código diplomático japonés había sido reventado y que la inteligencia norteamericana estaba al tanto del ataque a Pearl Harbor. También sabemos que buques pesqueros y submarinos de la armada, así como las estaciones de radar y de radio situadas en la parte septentrional de la isla, advirtieron con suficiente antelación de la que se avecinaba de manera diáfana y meridiana. ¿Por qué no se actuó en consecuencia? Es un enigma, a mi modo de ver, con una sola interpretación; el resto es historia.

La decada de los años treinta del siglo pasado fue mucho más movida de lo que parece.

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