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Winston Churchill, el frívolo contable de vidas humanas
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NO TODO LO QUE FLOTA ES MADERA

Winston Churchill, el frívolo contable de vidas humanas

No vamos a desmontar nada que pueda perjudicar lo que representa Churchill para los ingleses, pero sí matizar un poco que no todo lo que flota es madera

Foto: Winston Churchill en 1940.
Winston Churchill en 1940.

A veces la falta de categoría se disimula con un buen smoking.

–Zenk

Nota: Álvaro Van den Brule contesta en este artículo a la defensa de la figura de Winston Churchill que el historiador Ángel Viñas firmó en este diario el pasado 30 de junio.

Si hay algo que nunca se podrá ocultar, es la evidencia. “Los políticos y los pañales se han de cambiar continuamente y por las mismas razones”, decía George Bernard Shaw. Los ingleses, en su enorme sabiduría democrática, saben cuándo llega un final de etapa; comportamiento este que en España parece que ya es un clamor.

Sobre Winston Churchill no vamos a desmontar nada que pueda perjudicar lo que representa como referente para el pueblo inglés, pero sí matizar un poco que no todo lo que flota es madera.

Cuando era mozo, lo mandaron a un prestigioso internado de mucho postín. El Dream Team del profesorado determinó que no era excesivamente intelectual. Todavía no apuntaba maneras. Era un díscolo exacerbado con una más que probable inquina hacia la autoridad.

Durante su vida, serviría bajo cuatro soberanos y llegaría a convertirse en uno de los políticos que más huella han dejado, esencialmente por su heroísmo y capacidad de liderazgo en el que sería a buen seguro el momento más crítico en la historia de su nación.

Pero esto no era todo. Su pragmatismo político bebía de las fuentes de aquel lúcido “senescal” de la Corona, Lord Palmerston, que un siglo antes aseguraba que Inglaterra no tenía amigos, sino solo intereses, frase muy elástica que ha dado lugar a muchas interpretaciones.

Patinazo en la Gran Guerra

En la I Guerra Mundial tuvo un cuestionado papel, debido a los problemas de mantenimiento y operatividad de la Royal Navy, además de abultados fallos en la conducción de la logística. Pero venía de buena familia y su estrella era resistente.

Un patinazo en la trágica campaña de Galípoli en febrero de 1915, al noroeste de Turquía, le sumó una estocada adicional. Centenares de miles de hombres se volatilizaron en medio de una masacre de antología a manos de los motivados turcos, asesorados convenientemente por espigados teutones de anchas mandíbulas, al cometer un “error de cálculo”, razón por la cual no le quedó otra que pisar la alfombra de la dimisión del Almirantazgo. Una decisión equivocada que con un mínimo de previsión habría evitado cientos de miles de huérfanos y viudas desconsoladas. Pero era Churchill, el mito.

Corría entonces la I Guerra Mundial y el control de los Dardanelos permitiría a las potencias occidentales revitalizar al oso ruso tras una hibernación muy prolongada. Era un momento en el que los Imperios Centrales estaban un poco alterados y había que pertrechar a aquel ejército para rebajar la presión en el oeste. Un acceso al Mar Negro se hacía indispensable, los muertos los ponía el pueblo.

Este hombre curtido en las apuestas más fuertes, reportero de guerra en el Sudán del Mahdi, que fue corresponsal durante la Guerra Hispano Cubana, sería reciclado a héroe nacional tras una rocambolesca captura y huida de sus enemigos declarados, los bóers.

De paso se dio una vuelta por la India y durante un levantamiento indígena en la frontera noroeste, escribió un libro en el que narraba sus experiencias. Su título, La historia de la Fuerza Expedicionaria de Malakand, se convirtió de la noche a la mañana en libro destacado y éxito popular en la Metrópoli.

Los extraños meandros de la historia lo llevaron, a principios de los años cuarenta del siglo pasado, a ocupar un puesto de mando para el que aparentemente no tenía buenas credenciales. Sería nombrado Primer Ministro al filo de los primeros bombardeos sobre Londres; sus arengas al pueblo británico en aquel trance, merecen ser recordadas. The few (Los pocos) resumen el sentido épico de la oratoria que caracterizaba a este político al que no arredraba reto alguno. Hay que recordar que sería Nobel de literatura.

No hay luces sin sombras

Su ambigüedad y posicionamiento más que sospechoso en la tramoya y prolegómenos del golpe de estado del año 1936 del lado de los militares sublevados en España, alentando y permitiendo un estilo de gobierno que más tarde tendría que combatir a muerte en otras latitudes, tuvo como corolario el reconocimiento de la dictadura. Su laxo concepto de la democracia para unos sí y para otros no, y los feroces e innecesarios bombardeos de alfombra o por saturación contra la población civil alemana, rehén de un aterrador régimen de horror cuando la guerra estaba claramente decantada contra la hidra nazi, alientan algunas dudas sobre el buen funcionamiento de esta brillante mente.

¿Honorable?, tal vez.

Es conocida y contrastada su incontinencia verbal proponiendo gasear cualquier tribu incivilizada; su apoyo al extermino de los aborígenes australianos y los pieles rojas, y sus perlas cultivadas sobre los judíos. No era un querubín precisamente la criatura.

Su pulso no tembló nunca cuando firmaba los infernales raids sobre la Alemania agonizante. Hay que recordar que Hiroshima o Nagasaki en su trágico holocausto, no tuvieron nada que envidiar en el dolor padecido a su hermanada ciudad allende las tierras. En el “énfasis” aplicado a Dresde, hay algo más allá y ajeno a la cordura. Los bombardeos anglo-norteamericanos de Dresde serán recordados como la apoteosis de la locura. Hoy está claro que si estos bombardeos se hubieran fijado como objetivo las áreas del extrarradio donde se concentraba la mayor parte de la capacidad industrial de Dresde (del orden de un centenar de fábricas de alta tecnología), se habrían conseguido objetivos estratégicos acordes con principios militares elementales y probablemente más justificados. Mientras que la historia oficial habla de cerca de treinta mil fallecidos bajo las bombas de fósforo, el historiador revisionista David Irving afirma con datos solventes que perecieron más de doscientas mil personas en aquel Apocalipsis, siendo el cien por cien de ellos civiles. Churchill volvía ufano de Yalta con una petición personal de Stalin para agitar un poco más el frente occidental. Quien firmó y toleró esos bombardeos que bien se podrían calificar de crímenes de guerra sabía perfectamente lo que hacía.

La vesania de la agresión a la marina francesa en Mers-el-Kebir en el norte de Argelia, con una política de hechos consumados que no permitiría un debate con rigor entre los oficiales franceses, desembocó en una carnicería sin parangón. Todavía hoy la marina francesa recuerda aquel dantesco episodio y rinde homenaje a los caídos en aquella villanía. Más tarde en Dakar, el Primer Ministro inglés repetiría su hazaña sin mayor remordimiento. La historia la escriben los vencedores.

El máximo responsable de los bombardeos británicos indiscriminados sobre ciudades alemanas comentó en una ocasión ante un público bien identificado que si perdían se les juzgaría como a criminales de guerra. Al menos este hombre tenía conciencia de lo que estaba haciendo.

Hay que aclarar que fondo y forma son dos partes de la misma moneda. Si la historia les hubiera sido adversa, y esa moneda se hubiera decantado por la otra parte, el viento habría cambiado la dirección del alea jacta est y Churchill podría haber pasado un mal trago.

Que Alemania se hubiese rendido y quedara aplastada por las bombas y dividida entre los vencedores, no les iba a devolver su antaño grandeza.

Victoria, sí, pero ¿a qué coste?

Buena parte de la población de las islas, y así lo entendieron los ingleses, que son ante todo un pueblo pragmático, pasó del mantra repetido hasta la saciedad en los periódicos de la época de un Churchill grandioso. No se podía entender que la guerra hubiera comenzado por la defensa de Polonia y que a la conclusión de esta, media Europa quedase en manos de Rusia. Los rusos, pueblo primitivo donde los haya, amenazaban después de tan macabro sacrificio a la Europa culta y arrasada. ¿Qué líder había dirigido a un país que se preparaba para una nueva guerra? ¿Qué clase de victoria era la que dejaba postrada a Inglaterra con una pérdida lacerante de sus territorios coloniales y un 80% de su flota mercante y militar desaparecida en las profundidades del océano?

Además, la situación financiera de Inglaterra, tras la guerra, era clamorosamente desastrosa. Norteamérica exigía la devolución de los préstamos de guerra y Gran Bretaña pasaría de ser un país netamente acreedor a ser un país deudor. ¿Qué clase de victoria era esa?

Pero lo más lacerante era el ingente número de muertos que la nación había perdido en aras de las veleidades del Primer Ministro. Cuando, con el transcurso de los años, hubo que gastar enormes cantidades de dinero en mantener la Guerra Fría contra la Unión Soviética y de paso detraerlas del crecimiento de la nación, las sospechas de la ciudadanía más preparada políticamente en toda Europa occidental, esto es, los griegos del oeste, no hicieron más que confirmar esta idea.

Finalmente, los votantes infligirían un sabio castigo a este frívolo contable de vidas humanas.

La política tiene estas cosas. Este empedernido bebedor de coñac y compulsivo consumidor de habanos, el día de la victoria aliada fue ovacionado hasta la extenuación en una tumultuosa asamblea parlamentaria. Los diputados se olvidaron de todas las formalidades rituales mientras Churchill permanecía impertérrito y unas lágrimas discretas rodaban por sus mejillas.

Algunos meses después dejaría la mullida y confortable moqueta del 10 de Downing Street para dedicarse apasionadamente a su otra afición, la escritura. Ya era un hombre cansado y con las espaldas sobrevenidas.

La muerte complaciente y muy suiza en sus compromisos terrenales, acudiría finalmente puntual a su cita para llevarse a este ídolo con pies de barro allá donde habita el imperio del silencio.

Era el año 1965, el siglo XX continuaba, y la humanidad vivía contraída y asustada después de enterrar a cerca de cien millones de sus congéneres en interminables guerras en las que de manera nítida e inapelable, los vencedores siempre eran los mismos.

El peso de la gloria a veces es caprichoso.

A veces la falta de categoría se disimula con un buen smoking.

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