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Pegar una paliza a un economista y otras formas de ser feliz en el siglo XXI
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A FONDO: "¿PERO QUÉ HEMOS HECHO CON NUESTRA VIDA?"

Pegar una paliza a un economista y otras formas de ser feliz en el siglo XXI

Nassim Nicholas Taleb (Líbano, 1960) es un rico inversor, conocido mundialmente por las tesis que expuso en su exitoso ensayo El cisne negro. Es un tipo

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Pegar una paliza a un economista y otras formas de ser feliz en el siglo XXI

Nassim Nicholas Taleb (Líbano, 1960) es un rico inversor, conocido mundialmente por las tesis que expuso en su exitoso ensayo El cisne negro. Es un tipo de gran prestigio, al que le gusta el vino y le fastidia esa clase académica que llama soviético-harvardiana. Él es pragmático, le gustan los resultados, no las teorías (bueno, menos la suya) ni la palabrería, lo cual explica sus reticencias a la hora de aceptar la invitación de su editor italiano para debatir en un congreso con un académico. Taleb dice haberse dejado convencer por el placer de probar los vinos de Moscato, pero también tuvo que pagar un precio, el de discutir públicamente con un prestigioso y (a sus ojos) despreciable economista. Le resultaba tan molesto que pensó “¿Y si le doy una paliza, qué pasa?”. Al fin y al cabo, explica Taleb, “aquel economista tenía lo que se llama una tête a bouffe, una cara que invita a abofetearla, igual que un cannoli nos invita a darle un bocado”. 

Contento con la idea, preguntó a su editor sobre las consecuencias de esa posible agresión por simple placer. Tras sopesar la repercusión que podía tener el altercado (los diarios hablarían de ello profusamente, se generaría bastante polémica) su editor sacudió la cabeza y le confesó que no le gustaría que lo hiciera, pero que no perjudicaría en absoluto las ventas del libro. Taleb asintió satisfecho, porque sabe que “nada que pueda hacer como escritor y que salga en la primera plana del Corriere della Sera podrá ser perjudicial para mi libro. Prácticamente ningún escándalo puede dañar a un escritor”, como afirma en su nueva obra, Antifrágil (Ed. Paidós). Lo cual no parece mala cosa: puedes atizar a un economista y vender muchos más libros y eso se acerca mucho a la felicidad…

La anécdota que narra Taleb excede con mucho la boutade, porque refleja algunos de los cambios que se han instaurado en nuestra sociedad. Aquí aparecen la desconfianza creciente en los expertos (los académicos sólo emiten palabrería, pero no aportan resultados) el hedonismo, la divergencia entre lo éticamente adecuado y lo pragmático (no importa si está bien o mal, sólo si es útil) y la convicción de que ser un poco capullo termina por dar los mejores resultados.

Generación Paréntesis, la más desorientada

La Pantera Rosa y el Tigretón, el UHF, las máquinas Olivetti, los primeros ordenadores, Prince o The Smiths sonando en la radio y la sensación de que todo estaba por hacer. Ese era el telón de fondo en el que creció la Generación Paréntesis (Ed. Planeta), término que la periodista Joana Bonet ha otorgado a los nacidos entre 1960 y 1970. Nietos de la guerra, destinados a ser los padres del futuro de España, encarnan como nadie las contradicciones del nuevo mundo. Criados en los valores imperantes en el siglo XX, ven en su madurez cómo todo aquello en lo que confiaron ha perdido pie. El viejo mundo se ha ido, el nuevo no ha llegado del todo, y ellos están en medio, perplejos y desorientados, tratando de salir adelante con ilusión pero sin guía.

Somos la Generación Paréntesis. Carecemos de mapa y de guión. Intentamos improvisar, salir adelante mediante prueba y errorBonet fue consciente de la magnitud de esas transformaciones el día que se quedó sin empleo. En casa, en esa “extrañeza del vacío repentino”, se hace evidente cómo la crisis de identidad que provoca la pérdida del trabajo conserva un lazo invisible con los cambios a gran escala que han dado un nuevo rostro a nuestra sociedad. “Nuestra profesión nos construye, y la utilizamos frecuentemente como tarjeta de visita. Es una agarradero al que nos asimos y por eso, cuando nos quedamos sin empleo, nos sentimos más a solas que nunca”.

Como explica el catedrático de psicología social de la Universidad Autónoma de Madrid, José Miguel Fernández Dols, hemos entrado en una sociedad que exhibe nuevos signos de identidad, con prioridades y certidumbres diferentes y el ámbito laboral es el mejor de los ejemplos, porque confluyen en él, de manera muy insistente, los dos aspectos clave de nuestro tiempos, la identidad y la autoestima. En un pasado no tan remoto, y la Generación Paréntesis puede dar fe, “te enseñaban de pequeño que para ser algo en la vida debías tener una vocación, a partir de la cual te desarrollabas. Te medías con tus compañeros de carrera, otros profesionales te valoraban y tu autoestima crecía. Eso ha desaparecido hoy. Las trayectorias profesionales ya no existen, y el único criterio para ser tenido en cuenta es el estrellato, lo cual distorsiona por completo todo aquello que significaba una carrera próspera y feliz”.

En tanto esos elementos desvinculados del éxito ya no están operativos, los elementos materiales y simbólicos de estatus juegan un papel esencial a la hora de  aumentar la autoestima. Perder el trabajo, por tanto, es uno más de esos desencadenantes que nos puede llevar a la crisis de identidad, la enfermedad de nuestro tiempo, esa que tiene que ver con la crisis espiritual, ideológica o de valores en la que nos desenvolvemos. En esos contextos “Carecemos de mapa y de guión. Intentamos improvisar, salir adelante mediante prueba y error. Estamos ante un cambio de sistema, por lo que todo lo que nos había valido hasta ahora está desvaneciéndose”.

En este contexto, hay estratos sociales y de edad que lo pasan peor, y probablemente sea esa generación paréntesis la que más afectada se vea, en tanto los cambios le resultan traumáticos, porque van en contra de lo que habían creído y esperado acerca de la vida.

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“Para una generación como la nuestra”, asegura Juan Carlos Jiménez,  profesor de sociología de la Universidad CEU San Pablo, “la adaptación al nuevo mundo es bastante complicada, y no porque nos cueste acostumbrarnos a los cambios, sino porque hay mucha gente con una preparación y una experiencia muy importantes que ven con escepticismo y desdén las transformaciones que se les proponen". Según Jiménez, se produce una suerte de quiebra de sentido cuando a gente de una determinada edad y que tiene un conocimiento bastante amplio de su oficio, se le dicen que no encajan y que tiene que hacer otras cosas. “Cuando te dicen que lo que estás haciendo no vale, te cabreas y piensas, entonces, ¿qué llevo haciendo durante 35 años? ¿Qué diferencia hay entre lo que hacía y lo que quieren que haga ahora, si es más o menos lo mismo?  Eso cabrea mucho, nos parece una imbecilidad manifiesta derivada de esa necesidad de cambiar todo permanentemente. El resultado final es una vida llena de ansiedad, con una continua sensación de inseguridad”.

Incertidumbre que quizá se haga más patente en lo material, pero que ha penetrado grandes parcelas de nuestra existencia. Quizá el área más significativa sea la amorosa, un reducto que esperábamos que permaneciese inmune a esa deriva líquida que configura nuestra sociedad y que, sin embargo, es donde con mayor insistencia se está manifestando. Según Bonet, “hablamos de la crisis del amor y de la pareja, pero lo que está en crisis son sus formas. En primera instancia, señala la periodista, por factores coyunturales, derivados del alargamiento de la esperanza de vida, que complican el proyecto de compartir toda la existencia con la misma persona. Pero también aparecen aspectos típicos de la época, como es “esa promesa de intensidad que se ha convertido en un valor absoluto y que nos lleva a buscar continuamente nuevas emociones”, o la amenaza que se cierne sobre la pareja a partir de sus propios pactos (“nuestra sociedad suele desvincular la felicidad de la fidelidad, con lo cual el tener otras relaciones se toma en ocasiones como un acicate para reavivar la pasión en la pareja”) o de su indolencia (“esas personas que no se separan, que viven en la misma casa, que se relacionan correctamente y que intentan llevarse bien por los hijos”). Por unos u otros motivos, “ese fundamento del amor del que hablaba Rilke, el de dos soledades que se acompañan, se protegen y se limitan, se tambalea enormemente”.

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Lo cual lleva a situaciones paradójicas, señala Bonet, porque nos señala cómo las fantasías románticas de ese amor bello y para toda la vida que nos siguen alentando, y que dan sentido a la existencia, entran en crisis a causa de lo utilitario, de lo instrumental y del exceso de individualismo.

Esa contraposición entre nuestros deseos y necesidades y la insistencia en no apegarnos a lo sólido que caracteriza a las sociedades occidentales del siglo XXI va, sin embargo, mucho más allá de transformaciones en la duración de nuestras relaciones. El nuevo mundo fluido ha traído nuevas reglas de juego y nuevas convicciones, para cambiar radicalmente nuestra existencia. Entre ellas figuran las siguientes:  

1. La razón y lo racional ya no sirven de nada. Importa lo empático, lo instintivo, lo pragmático. No tenemos que perder tiempo intentando explicar las cosas, lo que importa es conseguir que funcionen.

2. No es el talento ni el trabajo lo que se valoran, sino aspectos como “la fama, la belleza, la oportunidad o que la gente compre”. Lo  esencial es haber tenido éxito: la profesionalidad, el conocimiento o el esfuerzo son irrelevantes si los resultados no acompañan.

3. El "nosotros" desaparece. Ascenso radical del individuo. Los nuevos tiempos están haciendo realidad aquello que dijo Margaret Thatcher: “There’s no such thing as society”.

4. El amor cambia de rostro. Las fantasías de dominio y sexo sadomaso han sustituido a las viejas aspiraciones románticas de amores eternos. El príncipe azul es hoy visto como irremediablemente cursi, pero un cuarentón atractivo que tiene mucho dinero y te maltrata (un poco) parece mucho más excitante, como prueba el éxito de novelas como 50 sombras de Gray.

5. La autoayuda sustituye a la religión y a la filosofía como fuente de consuelo, de igual modo que el pensamiento positivo sustituye a la psicología que buscaba causas profundas a la hora de abordar los problemas personales.

6. Las pretensiones de estabilidad son vistas como negativas. El mundo es fluido y hay que saber surfear a través de los cambios en lugar de apegarse a lo enraizado. Nada dura mucho, y es bueno saberlo, porque no se puede ir contracorriente.

7. El conocimiento suele convertirse en un problema. Tanto en el trabajo como en lo personal, cuanto más sabes de algo, más pierdes. Te vuelves más infeliz. Para los apologistas del nuevo mundo, las teorías sólo sirven para malgastar el tiempo.

8. Lo que te distingue de los demás no es tu cerebro, sino la apariencia y las experiencias. El placer no viene de la mente, sino de los placeres comedidos y diferentes. Una persona cultivada es aquella que ha ido a las ciudades, a los hoteles, a los restaurantes y las tiendas precisas.

9. Hemos vivido muy bien hasta ahora, y toca rebajar el nivel de vida y acostumbrarse a estrecheces, lo cual será bueno porque nos habíamos acomodado. Más estrés viene bien para crecer.

10. La presión social no viene del lado del pecado, como ocurría en otro tiempo, sino del fracaso. Lo que causa vergüenza y descrédito no es haber obrado mal o haberse comportado de forma contraria a las normas, sino haber perdido. El fracaso es la peor de las pesadillas.

Nassim Nicholas Taleb (Líbano, 1960) es un rico inversor, conocido mundialmente por las tesis que expuso en su exitoso ensayo El cisne negro. Es un tipo de gran prestigio, al que le gusta el vino y le fastidia esa clase académica que llama soviético-harvardiana. Él es pragmático, le gustan los resultados, no las teorías (bueno, menos la suya) ni la palabrería, lo cual explica sus reticencias a la hora de aceptar la invitación de su editor italiano para debatir en un congreso con un académico. Taleb dice haberse dejado convencer por el placer de probar los vinos de Moscato, pero también tuvo que pagar un precio, el de discutir públicamente con un prestigioso y (a sus ojos) despreciable economista. Le resultaba tan molesto que pensó “¿Y si le doy una paliza, qué pasa?”. Al fin y al cabo, explica Taleb, “aquel economista tenía lo que se llama una tête a bouffe, una cara que invita a abofetearla, igual que un cannoli nos invita a darle un bocado”.