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"Sabía que era caro, pero era el sueño de mi futura mujer"
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CONTINÚA EL DESPILFARRO EN LAS BODAS

"Sabía que era caro, pero era el sueño de mi futura mujer"

Una paradisíaca luna de miel a cambio de la posibilidad de pasar 20 años entre rejas. Una mujer finge padecer cáncer terminal y pide donaciones para

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"Sabía que era caro, pero era el sueño de mi futura mujer"

Una paradisíaca luna de miel a cambio de la posibilidad de pasar 20 años entre rejas. Una mujer finge padecer cáncer terminal y pide donaciones para poder cumplir su “último” sueño: matrimonio y luna de miel por todo lo alto. Lo consigue. Su marido (uno de los engañados) descubre posteriormente el chanchullo (ella no muere, claro) y, despechado, la denuncia, entregando a la prensa la carnaza. Guión de culebrón de primera clase si no fuera porque la realidad se le adelanta en la figura de Jessica Vega, de 25 años, residente en el condado de Orange (California).

La palabra más utilizada por la prensa para describir el caso es “insólito”. Y sin embargo, si miramos a nuestro alrededor, no es difícil comprobar que –sin el componente macabro, quizá- el despilfarro y la temeridad rodean a menudo a las bodas, y no sólo las de los ricos y famosos. Raro es el que ha renunciado, en la España última, a subir al altar como un rico, aunque el pato lo tenga que pagar después durante años. Él o, mejor, su familia.

La boda sigue siendo una tradición ligada al honor

Un ejemplo al azar: cuando en 2006 Mauricio se casó, su sueldo mensual era de 1.700 euros y su mujer no trabajaba. Sin embargo el montante total de su boda ascendió a 100.000 euros que él ni tenía, ni tiene ahora, ni ha tenido nunca. ¿De donde salieron? De una hipoteca que asumieron sus padres y con la cual se puso en pie la carpa y se pagó el banquete, la limusina, el traje de novia (a lo Leonor de Aquitania), el del novio (a lo Kanye West), la orquesta de mariachis y otros despilfarros varios que lo envolvieron en impostado y opiáceo boato durante unas horas. ¿El problema? Un año y medio después ya estaba divorciado, y ahora, cuando llegan las vacas flacas, su sueldo se ha reducido y acude de nuevo a la familia, poco pueden hacer por él unos progenitores que aún abonan el olvidado menú en “cómodas” mensualidades.

Derecho inalienable a despilfarrar

“Yo sabía que era gastar demasiado”, se queja ahora Mauricio, “pero mi mujer siempre había soñado con algo así”. El sueño. Un sueño que el catedrático de psicología social de la Universidad Autónoma de Madrid, José Miguel Fernández Dols explica afirmando que “a menudo pagamos por símbolos más que por objetos materiales”. Para el psicólogo, el despilfarro en bodas “no deja de ser como comprar una camiseta de una marca determinada: pagamos por adaptarnos a ciertos patrones de moda y de consumo”, y en España se produce, explica “una pinza letal en la que por un lado está la tradición de las viejas sociedades de honor en la que el padre guardaba a la hija hasta el día de la boda y la entregaba entonces, con la dote y demás, y por otro la dinámica del libre consumo moderno. Y el peso que aquí siempre ha tenido la religión católica. Tradicionalmente la boda era una de las manifestaciones más importantes que se daban en la vida de una familia, y ahora ha sido reforzada por las exigencias de la sociedad de consumo”.

Hay una carrera entre el rico y el menos rico, y éste va ocupando cada vez más parcelas que eran exclusivas del primero

Joaquín, un abogado madrileño que se casó por lo civil y modestamente, en familia, eludiendo el derroche, que no el compromiso, comenta que “vivimos en el país de la burbuja inmobiliaria y todo lo ocurrido socialmente en los últimos años parece obedecer a un parecido espejismo, a un mismo tipo de ceguera autoinducida. La gente ha pensado, ha querido pensar, que podía vivir en un palacio y como un príncipe, y que para eso no hacía falta nada; que el dinero de papá y la hipoteca lo permitían, que era su derecho inalienable y fundamental… Y claro, no era así…”. “Sin embargo”, reflexiona, “eso no puede venir de la simple estupidez. Hay una tradición, una publicidad y un fomento del consumo desbocado que provocan que la gente acaba ahí. Como ovejitas en el matadero”.

Para Fernández Dols, en el país de Cervantes y las bodas de Camacho, “somos un poco más ingenuos que otras sociedades más individualistas y estamos un poco menos preparados como consumidores”. “Existe”, dice, “una carrera entre el rico y el menos rico. Este último va ocupando más y más parcelas que eran exclusivas del rico, que tiene que inventar nuevos elementos de exclusividad”.

‘Pobre hombre’

El resultado no es una tendencia, sino algo que se siente como una verdadera obligación: “El padre que no tira la casa por la ventana y no se arruina en la boda de un hijo es visto no ya como una mala persona -eso ahora importa menos- sino como un ‘pobre hombre’ en el sentido amplio del término: el concepto mismo de vergüenza ha sufrido en nuestra sociedad una transmutación”. Y es que, explica el psicólogo social, comportamientos reprobables como el robo pueden ser afrontados con cierta altanería que recubrirá nuestros quince minutos de fama, pero “no poder tener el coche de moda o realizar una boda por todo lo alto sí constituye una vergüenza”.

¿Hubo alguna vez otra vía? Parece que en los setenta se atisbaron comportamientos alternativos, apunta: “En aquella época al menos los ‘progres’ veían un poco con malos ojos este tipo de comportamientos. Se desarrolló una cierta mística de lo contrario, pero eso se ha perdido casi por completo, hasta el punto de que hoy hasta las primeras comuniones parecen demenciales bodas en miniatura”.

Cuando se tiene estatus se demuestra, y cuando no, se intenta demostrar

Francisco, de 69 años, notario, quien se casó en el setenta, sin avisar a la familia y frente a dos testigos, amigos íntimos, fue uno de esos ‘progres’ que pusieron en solfa la necesidad de la ortodoxia y el gasto. Más de cuarenta años después, lo considera “una equivocación”, o al menos eso dice cuando le preguntan sus hijas aún solteras (quizá temeroso de que a alguna se le ocurra imitarlo). En privado su explicación del fenómeno es pragmática y social: “una boda es una demostración de estatus, quizá la demostración de estatus por excelencia. Y el estatus cuando se tiene se demuestra y cuando no se tiene se intenta demostrar. Las dos opciones fuera de esa ley vienen de la pobreza extrema o de un sentido de estar por encima de la norma que raramente se da”.

En todo caso, esa demostración/obligación se ha convertido en fuente de negocio. “Los comerciantes”, dice Dols, “saben explotar nuestras compulsiones emocionales. Sucede por la misma razón por la cual la Navidad ahora empieza en octubre”. Y no parece que la crisis esté vapuleando al sector con la mima fiereza que a otros. Por supuesto, ahora abundan más las webs de “cómo conseguir tu gran boda por un precio asequible” pero, como dice Margarita, que trabaja en el gremio, la gente “no renuncia a su sueño”, y ese sueño, religioso o civil, sigue incluyendo sables, tartas, ligas, coches muy muy grandes y cada vez más elementos perfectamente inútiles en esa mezcla de kistch y formalidad que ha sido prensada y reprensada por el cine y la literatura hasta componer casi un género en si mismo.

Amortizar la ‘inversión’

María, que tiene otra empresa de bodas y banquetes, afirma que, aún en crisis, el precio medio de una boda está en torno a los  22.000 euros y con una media de 138 comensales (a 144 euros el cubierto). “Se nota un poco la crisis pero no es demasiado reseñable”, afirma. “En los dos primeros años, el número de comensales que fallaban pasó del 10 por ciento al 30, y ahora las bodas se han ido reduciendo en número, pero se sigue trabajando bien”. En cuanto a las hipotecas, comenta, “supongo que habrá menos por razones obvias, pero en todo caso es un dinero que a menudo se amortizaba con el mismo que se obtenía en la celebración con los regalos”.

“Casamiento y mortaja, del cielo baja”, rezaba el viejo dicho español. La parca quizá siga viniendo del mismo sitio, pero la boda, está claro, viene del banco, de papá y mamá y de nuestra propia tendencia enfermiza a tratar de ser aquello que no seremos jamás.

Una paradisíaca luna de miel a cambio de la posibilidad de pasar 20 años entre rejas. Una mujer finge padecer cáncer terminal y pide donaciones para poder cumplir su “último” sueño: matrimonio y luna de miel por todo lo alto. Lo consigue. Su marido (uno de los engañados) descubre posteriormente el chanchullo (ella no muere, claro) y, despechado, la denuncia, entregando a la prensa la carnaza. Guión de culebrón de primera clase si no fuera porque la realidad se le adelanta en la figura de Jessica Vega, de 25 años, residente en el condado de Orange (California).