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Muere el economista José Barea, una verdad incómoda para el primer Gobierno Aznar
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70 años al servicio del estado

Muere el economista José Barea, una verdad incómoda para el primer Gobierno Aznar

Lo primero que sorprendía al visitante cuando llegaba a casa de Barea era que la apretada estancia era algo así como un repaso a la historia económica de España

Foto: José Barea a la derecha, con muletas
José Barea a la derecha, con muletas

Lo primero que sorprendía al visitante cuando llegaba a casa de José Barea era que la apretada estancia –no por su reducida superficie sino por exceso de enseres y de libros, muchos libros– era algo así como un repaso a la reciente historia económica de España. Sus fotografías con todos y cada uno de los que han hecho la política económica en el último medio siglo –desde Ullastres hasta Boyer pasando por Navarro Rubio o Fuentes Quintana– estaban ahí, como un monumento a la memoria.

Primero, como un joven economista que colaboró con el Plan de Estabilización de 1959, y después como alto funcionario en los distintos planes de desarrollo. Y es que a José Barea se le podía cuestionar por algunas cosas –tampoco muchas–, pero nunca porno haberse comprometido con este país. No sólo en los tiempos buenos, sino también en los malos.

La mayor parte de la opinión pública lo conoció en su papel de Pepe Manostijeras durante la mitad de la primera legislatura de Aznar –no duró más de dos años en Moncloa–, pero detrás de esa imagen de viejo cascarrabias había no sólo una luminosa humanidad, sino, sobre todo, un sentido de la función pública que hoy está en trance de desaparecer. Casi ningún economista con la carrera ya consolidada estaría hoy dispuesto a presentarse ante la opinión pública como Mr. Recortes por menos de 70.000 euros al año, salvo el Barea de mediados de los años 90, cuando profesionalmente tenía todo el pescado vendido.

Y no porque le gustara el papel de poli malo o porque sintiera especial gusto por el masoquismo presupuestario, sino simplemente porque él pertenecía a esa generación de funcionarios formados durante la autarquía que se sentía obligada a servir al país sin falsas ideologías de cartón piedra, lo que explica que colaborara con la Dictadura (ala tecnócrata), con el tardofranquismo, con UCD, con el primer Gobierno de Felipe González (herencia de aquel pacto que firmaron los socialistas con la vieja guardia del INI –Claudio Boada–) y con José María Aznar. Los negocios privados nunca formaron parte de su universo intelectual.

¿Cambio de chaqueta?

Habrá quien piense que cambiaba de chaqueta, pero aunque cueste creerlo hubo un tiempo en el que los altos empleados de la función pública –y no los cargos elegidos a dedo– tenían algo que decir y hasta se les escuchaba, y eso explica su incombustible permanencia en áreas del Estado durante medio siglo: el Ministerio de Hacienda, la Seguridad Social, el Banco de Crédito Agrícola, Iberia y, por supuesto, su cátedra de Hacienda Pública. Trabajaba en el Estado no para acabar con él haciendo entrismo como muchos de sus colegas, sino para hacerlo más eficiente. Y con razón José Ángel Sánchez Asiaín llego a decir de Barea que era un hacendista “curtido y minucioso, cuyos únicos señores fueron el Estado, la ética, el rigor y la equidad”. Imposible mejor epitafio.

Esa amplia panoplia de altos cargos es lo que explica, sin duda, sus enfrentamientos con Rodrigo Rato en su etapa de ministro de Economía. Barea no le debía nada –fue elegido personalmente por Aznar y su nombre fue muy probablemente sugerido por José María Cuevas–, y eso le daba tanta libertad que a menudo cuestionaba los datos oficiales que ofrecía el exdirector gerente del FMI.

Su enfrentamiento llegó a ser tan evidente –sobre todo en materia de pensiones– que fue despedido por Rato con cajas destempladas acusándolo de filtrar papeles confidenciales al PSOE, lo cual era radicalmente falso. Lo que pasaba, simplemente, era que Barea no se creía las cuentas públicas en unos momentos en los que había que cumplir con Maastricht. No puede extrañar que Juan Velarde, su gran amigo, dijera en una ocasión que su patriotismo le llevó a “dimisiones ruidosas y a “advertencias molestas para los conformistas”. Y, sobre todo, “a un apostolado continuo en la prensa”.

Decir la verdad, ya se sabe, suele costar disgustos, y eso es, precisamente, lo que hizo un pequeño grupo de hacendistas liderado por Fuentes Quintana en los estertores del franquismo sobre la necesidad de una verdadera reforma fiscal que acabara con el obsoleto sistema de la Dictadura. Entre ellos estaban, además del propio Barea, el profesor Lagares o César Albiñana. Entre todos redactaron un Libro Blanco que supusounantes y un después en la Hacienda Pública española, y ahí es cuando comienza a emerger la pequeña figura de un Barea que nunca rehuyó ninguna polémica. Incluso cuando se equivocaba. Como ocurrió a mediados de los años 90, cuando no daba un euro por el sistema de pensiones que años más tarde ofrecería los mejores resultados de su historia.

Su contribución al pensamiento económico, sin embargo, no tiene que ver con su capacidad de análisis teórico o su obra científica, sino más bien con un portentoso rigor contable –la Ley General Presupuestaria es heredera de su trabajo– que le permitía escudriñar las cifras más recónditas de la contabilidad de las empresas y del propio sector público. No es para menos, teniendo en cuenta que ya en 1941 había ganado una plaza como auxiliar contable en el Ministerio de Hacienda. Setenta años después seguía dándole vueltas a lo mismo. Cómo conseguir una administración presupuestaria fiable.

Lo primero que sorprendía al visitante cuando llegaba a casa de José Barea era que la apretada estancia –no por su reducida superficie sino por exceso de enseres y de libros, muchos libros– era algo así como un repaso a la reciente historia económica de España. Sus fotografías con todos y cada uno de los que han hecho la política económica en el último medio siglo –desde Ullastres hasta Boyer pasando por Navarro Rubio o Fuentes Quintana– estaban ahí, como un monumento a la memoria.

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