Es noticia
¿Dónde estabas tú cuando Tom Wolfe visitó Barcelona?
  1. Cultura
rey del Nuevo Periodismo, presenta ‘Bloody Miami’

¿Dónde estabas tú cuando Tom Wolfe visitó Barcelona?

Tom Wolfe lleva una hora sorbiendo el café solo de un pocillo minúsculo. Coge el asa diminuta con el mimo del entomólogo que pinza las alas

Foto: El escritor norteamericano Tom Wolfe. (Efe)
El escritor norteamericano Tom Wolfe. (Efe)

Tom Wolfe lleva una hora sorbiendo el café solo de un pocillo minúsculo. Coge el asa diminuta con el mimo del entomólogo que pinza las alas de un insecto exótico y vuelve a mojarse los labios. No comete la vulgaridad de pedir otro. Es probable que el líquido se haya acabado hace rato, pero ese gesto dice mucho de él y resalta la armonía de sus movimientos (y la escala de su cuerpo más bien menudo y siempre esquelético).

La tacita de café de la que bebe Tom Wolfe es de color blanco. Blanco como su traje blanco como su corbata blanca como su pelo (raya al lado tirada con cartabón) que fue color espiga de trigo y que ahora es blanco. También como el edificio modernista en el que está ofreciendo su charla en Barcelona: La Pedrera (“¿Esta sala maravillosa era el garaje? ¡No quiero ni imaginar cómo eran los vehículos que aparcaban aquí!”). Ese traje blanco como el de la película de la productora Ealing El hombre del traje blanco, en la que un científico descubría un tejido que jamás se gastaba. Una materia eterna como ese café solo, como la energía del escritor ya octogenario que habla pausado (campo peinado por la brisa) y escribe eléctrico (luciérnaga) hasta que lo sorbe una vez más antes de gritar:

  • Hazlo.
  • ¡Hazlo!
  • ¡¡Hazlo!!
  • ¡¡¡Hazlo!!!

Tom Wolfe, el novelista de éxito (hoy, pongámonos sinestésicos, viene a presentar una novela roja y café, Bloody Miami, bajo este techo blanco), el hombre que consagró el Nuevo Periodismo sesentero con la antología que él mismo editó en 1973, el dandy (en la más amplia acepción del término) de la prensa (con permiso de Gay Talese, también aficionado a las buenas historias, los trajes de tres piezas y los sombreros de ala estrecha) se ha alborotado de repente (como cuando alteraba la tipografía de sus textospara captar el fluir del pensamiento de un hippy drogado). Y eso es porque acaba de decir por qué, pese a todo, aún le gusta el periodismo: "no importa tu personalidad si trabajas para un diario. Siempre tendrás que preguntar cosas incómodas a gente que te odiará, pero eso es lo maravilloso. Ese es mi consejo:

  • ¡Haaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaazlo!"

Después de ese brote pasional, volverá a parapetarse detrás de la mesa como una cigüeña que, posada sobre un poste eléctrico, no se avergüenza del plumaje blanco como su traje (corazón) blanco (de esmalte), y sólo asomarán unas manos delgadísimas, aristocráticas y sonrosadas como las piernas de esa ave. Y entonces Tom Wolfe seguirá con su charla para embeleso de la audiencia; aguardará a la traducción y, con artes de don Juan, agasajará los oídos de la traductora, y dará otros pareceres, siempre a partir de la anécdota.

“Allá en Nueva York, Black Maria, te aseguro que me consideran casi un dandy. Pero al parecer una chaqueta azul de seda y una gran corbata con dibujo de payasos… y… un… un par de lustrosos mocasines negros no se ajustan demasiado al modelo aceptable para los drogotas de San Francisco”, Tom Wolfe, en 'Ponche de ácido lisérgico' (Anagrama).

Tom Wolfe está acostumbrado a pasearse por despachos de moquetas granate y muebles caoba con el mismo look con el que se patea callejones de barrios marginales. Sus trajes parecen como la cámara del reportero que le permite poner distancia con lo que captura, como las gafas de sol de alguien muy tímido o muy turbio. “Estás ahí correteando por la puta Italia con ese asqueroso traje blanco, cobrando mil chotos al día y soltando toda clase de chorradas y gilipolleces a esos pobres canelonis”, le escribía su amigo y compañero de escena Hunter S. Thompson en una de las cartas recopiladas en El escritor gonzo (Anagrama).

En teoría, hoy se pasea (por primera vez) por Barcelona para hablar de esta novela ambiciosísima y, sin embargo, hilarante hasta la asfixia, en la que retrata las corruptelas y los ritmos de Miami, “la única ciudad que yo conozco en la que una comunidad de inmigrantes conquista política y culturalmente una ciudad”. Wolfe no puede esconder con su facha (como no puede hacerlo uno de los protagonistas del libro, un periodista de ojos centelleantes y modales de Ivy League) que pertenece a la élite aria de su nación.

Hoy mismo podría haber viajado de Nueva York, donde vive, hasta Barcelona en el mismísimo Mayflower del siglo XVII y uno diría que llegaría con el traje como recién planchado (¿La línea del pantalón? ¡No la toques, podrías cortarte!). Y, sin embargo, antes de comenzar a teclear la titánica Bloody Miami se sintió fascinado por la inmigración: “Se escribe sobre cómo llega la gente, pero a mí me interesaba qué pasaba después. Primero pensé en las comunidades de vietnamitas en California, pero me encontré con el obstáculo del idioma. Miami, en cambio, era perfecto. No hay un crisol como esa ciudad”. Wolfe, que bautizó a su alter ego en esta obra como John Smith no sin cierta nostalgia, había viajado antes a Cuba.

Un nombre especial

“Me encanta ese nombre, John Smith. No puede ser más americano… Es el que era más habitual hace un tiempo. Ahora sería… ¿Pedro Rodríguez?”, fruncido de nariz, sorbito de café. “¿Allí también llevabas un traje blanco?”, le pregunta su editor desde hace cuatro décadas, Jorge Herralde, que antes lo ha comparado con Balzac (sorbito de café) y con Zola (sonrisa), incluso con Gaudí, y ha dicho de su mirada (literaria, se entiende) que es como un rayo láser.

placeholder

“Yo estudié cuatro años de español en la universidad, pero no se enseñaba para hablarlo, sino para leer en original Don Quijote. Ni siquiera ahora podría hacerlo. El Washington Post decidió enviar a ese chiquillo a Cuba justo cuando el levantamiento de Fidel Castro. Pensé que lo más adecuado sería un traje azul y un sombrero de paja… Cuando empecé a bajar del avión la gente me gritaba: ¡Rudy Vallee! ¡Rudy Valleeeee! Por lo visto me parecía mucho a ese cantante”, recuerda. “También llevaba paraguas, eso me convirtió en un hombre marcado. Era el único blanco que iba a todas las manifestaciones. Al principio pensaba que me iban a matar, pero luego me veían como algo exótico. Aprendí un montón de esos diarios de acción, de sus historias y noticias. Y la verdad es que nunca pensé que me vería elogiando la prensa comunista”.

De ese destino pudo sacar cierto conocimiento de los cubanos, que ahora ha aplicado en Miami, una de las ciudades más neuróticas y cambiantes en la actualidad. En su seno traza la historias de anglosajones ricachones que se dan cenas opulentas, de mulatas que derrapan en coches deportivos, de orgías en cubiertas de barcos a ritmo del bip-bip-bip de los teléfonos móviles, de cuerpos femeninos rotundos y de cuerpos policiales corruptos, hasta de marchantes de arte estafadores (el arte y su carácter especulativo como metáfora, un tema al que ya se había acercado en su libro de no ficción La palabra pintada, incluso en ¿Quién teme al Bauhaus feroz?). También de policías cubanos que se ven expulsados de su comunidad por acatar órdenes de anglosajones y de periodistas con hambre que los emborrachan para sonsacarles titulares.

“Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a provocar un pánico, a destronar la novela, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo (…) Malditos sean todos, Saul Bellow, han llegado los Bárbaros…”, Tom Wolfe en el prólogo de su antología ‘El nuevo periodismo’.

Wolfe, rey del Nuevo Periodismo durante los años más movidos y francachélicos de EEUU, no cree que puedan volver esos reportajes largos, de alta ambición literaria, que firmaban en Esquire, en Rolling Stone o en aquellas revistas contraculturales agrupadas en el Underground Press Syndicate, pero admite que no está tan al día como para afirmarlo.

Si con Gay Talese, que se fogueó escuchando historias en la trastienda de la sastrería paterna, compartía el gusto por la novela decimonónica, con Hunter S. Thompson potenciaba la cosa testimonial y el mojarse hasta el tuétano con cada historia. Dos de las mejores obras del Nuevo Periodismo, Ponche de ácido lisérgico y Los Ángeles del infierno, firmadas cada una por uno de ellos, se cruzan en un momento mágico.

Pero los defendió tanto a ellos como a otros majaras talentosos como Terry Southern, porque ponían el foco donde los titulares no lo hacían y porque servían para pulsar una sociedad a la carrera, proteica, que las novelas firmadas por académicos judíos ni siquiera olisqueaban. Que veían pasar como se mira con hipocondría a una chica muy guapa que te rebasa en una bicicleta veloz.

John Smith, el periodista de Bloody Miami, intenta hacer algo parecido, pero se topa con su editor, que piensa: “Está el periodismo y están las consecuencias (…) Si se quiere conseguir poder a través de las palabras en el periodismo, el genio retórico no es suficiente. Se necesita contenido, nuevos elementos informativos... Y hay que buscarlos personalmente”.

El futuro del periodismo

Wolfe habla con cierto achaque melancólico del periodismo en Bloody Miami y su discurso en Barcelona no está libre de cierta nostalgia: “Mi primer reportaje fue entrevistar a la viuda de un gánster en Nueva Jersey. Era una casa que metía miedo, como las de las películas. Había un hombre enorme y amenazante, pero al final pude entrar porque detrás de mí llegó un reportero famoso de la televisión. En la televisión se hacen preguntas idiotas siempre, pero gracias a eso entré y al final acabé haciendo una entrevista maravillosa de hora y media descubriendo que al gánster le gustaba incluso la ebanistería. Su sala de herramientas era terrorífica”, bromea (sorbito de no-café).

Eso dice también en su última novela uno de sus personajes: “Si hay una buena historia ya la conoce todo el mundo por la radio o la televisión o la ha leído en internet. Así que, cuando salimos, todo el mundo dice: “¿Qué es esto? ¿El periódico de ayer? Pero nosotros fuimos los únicos que fuimos a ver al policía y lo entrevistamos”. ¿Y para qué leer, el periódico de ayer?, se preguntaba Héctor Lavoe en una de sus mejores canciones.

placeholder

En esas mismas páginas, Wolfe expone una teoría que vuelve a explicar en su charla: “Los periodistas siempre son aquellos queen el patio del colegio eran humillados, o, al menos, apartados de los más populares, por lo que tenían queobservar desde lejos para acabar teniendo informaciónpara poder integrarse. Aunque tengo que aclarar que yo jugaba bien al béisbol”, se atusa el pelo.

El hombre del traje blanco siempre eleva categorías a partir de la anécdota, que es como se escribe bien. Otra más: “Que los hombres son diferentes que las mujeres lo ves en cómo se comportan en el lavabo. Un hombre jamás hablará a otro en un baño porque le a-te-rro-ri-za que puedan pensar que es gay. Bien, pues yo he tenido que hacerlo en más de una ocasión”. ¡Hazlo!

Admite que nadie leería ahora, como se hacía antes, un texto de 10.000 palabras como los de su colega Thompson. “Para empezar, ahora no se podrían pagar las dietas y salarios que requería una buena pieza de nuevo periodismo de aquella época”. Y critica el mecanismo del flujo de información actual: “Estamos ante un problema serio. Marshall McLuhan ya dijo en 1968 que el equilibrio sensorial de una generación se había visto alterado por la televisión. Como resultado, detectaba un comportamiento más tribal: si le das un papel a alguien, automáticamente desconfía. Y creo que eso sucede aún más en la actualidad. La gente se fía más del que te chiva algo al oído que de la palabra impresa. Y eso son la gran mayoría de blogs: no se chequean las informaciones. En 1940 se cubrían más noticias que ahora, simplemente había más reporteros. El futuro es toda una incógnita”.

“Ese gigantesco Pantera Negra del vestíbulo, el que estrecha la mano de la misma Felicia Bernstein, el del abrigo de cuero negro y las gafas oscuras y el absolutamente increíble pelo afro, es él, un Pantera Negra, el que toma un bocadito de queso rebozado con nuez molida de la bandeja que porta una doncella uniformada”, Tom Wolfe, en ‘La izquierda exquisita’

La cigüeña que pinza noticias y encara nuevos horizontes incluso a sus 83 años (aunque él dice tener al menos 104) se muestra preocupada por la situación de la Eurozona, incluso lanza una votación a mano alzada para sondear la opinión de los presentes. Y, ya de paso, defiende determinadas cualidades estadounidenses, obviando los múltiples rasgos oscurísimos de su democracia.

Una sociedad en la que, según él, Thomas Jefferson abolió determinados privilegios de clase (explica la historia de cuando retiró todas las mesas rectangulares de la Casa Blanca, que implican un cabeza que manda y un protocolo para sentar al resto, y las cambió por mesas redondas en las que debatir ideas) y donde, a día de hoy, ese afro que volvía chalupas a los judíos ricos de su magnífica crónica sobre una velada de los Panteras Negras en un tríplex de la más adinerada zona de Manhattan ha fascinado a los habitantes que han votado por Di Blasio como alcalde con un 75% (y por su hijo Dante). “Se disparaban las audiencias cada vez que salía su esposa afroamericana, que había confesado su lesbianismo o sus hijos con sus peinados”, apunta con una extrañeza que podría parecer puritana pero que esconde una fascinación genuina por el fenómeno.

La crónica de la fiesta de la izquierda exquisita salió publicada en un diario. Fue entonces, concretamente con la escena en la que los Panteras lanzan un discurso sobre la especulación inmobiliaria y Leonard Bernstein asiente puño en alto desde su piano de cola, cuando empezó a pensar que aquel sería el mejor capítulo para una novela.

“Siempre me picaban con la idea de que no me enfrentaba al gran tema: la novela. Así que pensé, bueno, allá voy. Entonces La hoguera de las vanidades fue un gran éxito, e hice la segunda, y la tercera, y la cuarta…”. Hasta Bloody Miami, aunque confiesa que ahora trabaja en una obra de no-ficción sobre la teoría de la evolución: “En EE UU hay como una Inquisición, los que la niegan se tienen que esconder”.

Existe una anécdota de propina para deslizar de nuevo su alergia a la pomposidad de unos y otros, “quizás vosotros no la entenderéis, porque claramente soy el más anciano de esta sala”. Recuerda, no sin sorna: “Cuando algunos izquierdistas se llenaban la boca, una frase recurrente era decir: ¿Dónde estabas tú cuando cayó Barcelona? No valía estar escuchando la radio, la cuestión era saber hasta dónde se había implicado”.

¿Dónde estabas tú cuando Tom Wolfe visitó Barcelona?

Tom Wolfe lleva una hora sorbiendo el café solo de un pocillo minúsculo. Coge el asa diminuta con el mimo del entomólogo que pinza las alas de un insecto exótico y vuelve a mojarse los labios. No comete la vulgaridad de pedir otro. Es probable que el líquido se haya acabado hace rato, pero ese gesto dice mucho de él y resalta la armonía de sus movimientos (y la escala de su cuerpo más bien menudo y siempre esquelético).

El redactor recomienda