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Medio siglo espiando a su propia familia
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LA FUNDACIÓN MAPFRE INAUGURA LA MAYOR RETROSPECTIVA SOBRE EMMET GOWIN EN EUROPA

Medio siglo espiando a su propia familia

Llega a la rueda de prensa con una cámara colgando del cuello y posa poco y mal, como dice la leyenda urbana que hacen siempre los

Llega a la rueda de prensa con una cámara colgando del cuello y posa poco y mal, como dice la leyenda urbana que hacen siempre los fotógrafos, cuando una pequeña tormenta de flashes se desata a su alrededor. Emmet Gowin se para ante sus jóvenes colegas de profesión, encoge los hombros y no sabe a dónde mirar. En su extensa obra –lleva haciendo fotos desde los años 60– hay muy pocos autorretratos y viéndole ante las cámaras en lugar de tras una de ellas uno se explica por qué. No le gusta, quizá como a los músicos no les suele gustar bailar. Aun así sonríe con sinceridad y da las gracias en todas direcciones juntando ambas palmas e inclinándose, un poco como quien reza. No es budista, japonés, new age ni nada por el estilo: simplemente no sabe hablar español pero no por eso se quiere resignar a no agradecer las atenciones que recibe.

Y recibe muchas, porque estamos ante "uno de los primeros fotógrafos" que en el mundo han sido en los últimos 40 años. Lo dice Pablo Jiménez Burillo, director general del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre, y nadie en la parroquia que le recibe alberga la menor duda. No es que la sala donde se oficia la presentación de Emmet Gowinla más completa retrospectiva sobre el autor jamás celebrada en Europa, en esta ocasión en el marco de PHotoEspaña– sea precisamente grande, pero las sillas se han acabado y hay quien ha tenido que quedarse de pie. A sus 72 años Gowin comienza a ser ya una leyenda viva de la propia historia de la fotografía y muy pocos se lo han querido perder.

Las más de 200 fotografías de la exposición, que se inaugura este miércoles, permanecerán hasta el próximo 1 de septiembre en la madrileña Sala Azca de la Fundación Mapfre y ofrecerán un recorrido que retrata, por sencillo, a su propio autor. Gowin gusta como gustan los genios inconscientes de serlo o que, al menos, saben guardar las formas y no darse importancia, y así ha obrado su comisario, Carlos Gollonet, a la hora de organizar el recorrido por su obra, fundamentalmente cronológico. Simple, legible y sin enredarse en diálogos y abstracciones. El inmueble no nos tiene que ayudar a entender a Gowin. Gowin, de hecho, se explica perfectamente.

"La primera vez que estuve en la televisión, en Nueva York, el presentador me dijo que había algo de incestuoso en fotografiar a la familia de uno", explicó este martes ante la prensa. "Yo no lo creo así. Me parece algo natural, lo más bello que se le puede ofrecer".

Este fotógrafo natural de Virginia comenzó precisamente así, retratando a su familia política, cuando perdió en parte el interés por el dibujo y el diseño –áreas en las que se licenció, por cierto–.  Fundamentalmente se trató de los parientes de su mujer y de ella misma, Edith, a partir de 1963 y hasta 1975. Fue "una manera deslumbrante de mirar a los seres queridos", según Burillo. Un ejercicio "de una sinceridad enormes", según Gollonet. Gowin se anda menos por las ramas y no recurre a la mística, incluso poco a la elaboración intelectual. Era, dice, lo que le pedía el cuerpo.

En el fondo, estamos ante un álbum familiar como el que cualquiera tiene en casa. "Anoche mi nieto de cinco años estaba viendo el libro –el completísimo volumen editado por Mapfre para la ocasión–, señaló una foto y preguntó que quién era la mujer retratada. Su madre le respondió que su abuela y él no podía creerlo. ¿No ves que tiene el mismo mentón que tú?, le dijo para convencerle. Hay una parte de ti en ella".

Para Gowin el gesto vale más que mil loas académicas y resume mejor que nada la verdadera quintaesencia del arte de la fotografía. "Es lo maravilloso que tiene: puedes ver en esa persona retratada algo que forma parte de ti", sentencia. 

 

El autor, seguramente sin darse cuenta, ilustra esta noción más allá del ejemplo al convertirse por un momento en su propio nieto de cinco años y emocionarse –advirtió de que podía ocurrir– al hablar de la fotografía como si no fuera, que lo es, maestro de maestros y uno de los fundamentales en la segunda mitad del siglo XX. En su experiencia, sin embargo, arte, intelecto y experiencia estética no tienen valor alguno si lo comparamos con el verdadero poder de una cámara de fotos: el de conservar, sin más, "lo más valioso que tenemos". Por eso sostiene que si retratar a su familia hubiera sido una decisión intelectual seguramente habría fracasado en ella y recuerda que esta etapa de su obra coincidió en tiempo, más o menos, con la Guerra de Vietnam. "Me dije a mí mismo: tengo que poder ofrecer algo a la gente que ha ido a la guerra cuando regrese", asegura.

También por esa razón al autor, un hombre de "inteligencia visual" deslumbrante, según Gollonet, y un virtuoso de la técnica, no se le cayeron los anillos a la hora de cambiar de tema y pasarse a asuntos tan amateur, en principio, como el paisajismo, la fotografía aérea y hasta la científica. Incluso viajó a principios de los 80 a Petra, en Jordania, y se dedicó allí a hacer fotos a diestro y siniestro como un turista más solo que firmando, en su caso, una espectacular serie que también podremos encontrar en Madrid, justo después de su paso por Italia y por la erupción del Santa Helena y antes de que comenzase su interés por la fotografía aérea o las mariposas de Panamá.

Porque todo, absolutamente todo es fotografiable. "Lo desconocido", dijo Gowin este miércoles ante la prensa, es por su propia condición siempre "friendly", es decir, abierto o amigable. Y resulta, por descontado, mucho más interesante. "Siempre estoy trabajando para aquello que no entiendo", explicó sin remarcar –acaso quizá sin darse cuenta de ello– el poderío de su propia máxima. Cuando entiende algo, deja de hacerle fotos. "A lo mejor por eso no suelo repetirme", bromeó.

Es también por esa razón que Gowin brilla en el trabajo de campo, lo que le ha permitido acometer el gran valor añadido de esta exposición, que son sus fotos inéditas de Andalucía. "Cuando Mapfre me propuso hacer fotos en dos días les dije que no, que era imposible hacer algo bueno", explicó el autor, que sin embargo aduce el éxito en la experiencia al genio singular de la tierra andaluza. "Llegamos e hicimos casi 20 fotos buenas en dos horas", sentencia.

Según el comisario de la exposición, Carlos Gollonet, la experiencia permite así comprender mejor la relación que Gowin mantiene con el tema medioambiental, singular porque "no documenta en el sentido tradicional, no transmite un juicio" y, sin embargo, habla "de la devastación natural y de los estragos de la acción humana".

Y singular porque Gowin hace así con los campos de Andalucía lo que antes con el Santa Helena de Washington tras explotar, con Petra tras sucumbir a los siglos o como retrató a su mujer a través de las décadas. Al final las aéreas de Morris sobre campos de golf en construcción, sus mariposas depredando hojas y sus fotos de los niños Morris, hoy adultos, nos hablan siempre de los mismo: de la digestión de todo en el tiempo y de la necesidad moral, a la par que obligación estética, de fotografiarlo antes de que desaparezca. Tan simple como esto suene, tan trascendente como es en realidad.

Llega a la rueda de prensa con una cámara colgando del cuello y posa poco y mal, como dice la leyenda urbana que hacen siempre los fotógrafos, cuando una pequeña tormenta de flashes se desata a su alrededor. Emmet Gowin se para ante sus jóvenes colegas de profesión, encoge los hombros y no sabe a dónde mirar. En su extensa obra –lleva haciendo fotos desde los años 60– hay muy pocos autorretratos y viéndole ante las cámaras en lugar de tras una de ellas uno se explica por qué. No le gusta, quizá como a los músicos no les suele gustar bailar. Aun así sonríe con sinceridad y da las gracias en todas direcciones juntando ambas palmas e inclinándose, un poco como quien reza. No es budista, japonés, new age ni nada por el estilo: simplemente no sabe hablar español pero no por eso se quiere resignar a no agradecer las atenciones que recibe.