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Un premio Pulitzer explica cómo la industria alimentaria logra que no paremos de comer
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"saben que son culpables de la obesidad"

Un premio Pulitzer explica cómo la industria alimentaria logra que no paremos de comer

El periodista Michael Moss, autor de 'Adictos a la comida basura', ha investigado durante décadas los entresijos de las grandes multinacionales. Y esto es lo que ha descubierto

Foto: Michael Moss. (Daniel Sheenan)
Michael Moss. (Daniel Sheenan)

El 8 de abril de 1999 una larga hilera de limusinas y taxis se detuvo en la puerta de un complejo de oficinas de Mineápolis. De ella descendieron los jefes de las mayores empresas alimentarias de Estados Unidos: Nestlé, Kraft, Nabisco, General Mills, Procter & Gamble, Coca-Cola… Entre todos ellos controlaban a 700.000 empleados y 280.000 millones de dólares en ventas anuales.

La reunión secreta, sin actas ni grabaciones, se había convocado para tratar un solo asunto: la epidemia emergente de obesidad y cómo actuar frente a la misma. Por suerte, el periodista de 'The New York Times' y premio Pulitzer Michael Moss, logró, tiempo después, hablar con alguno de los protagnistas de una cita que podría haber cambiado el devenir de la industria.

Según ha revelado Moss, James Behnke, un alto cargo de Pillsbury –una marca que elabora harina para pasteles y productos de repostería–, ejercía como anfitrión del encuentro. Él y otros cuantos ejecutivos de la industria, conscientes de que la gente empezaba a hablar sobre impuestos sobre el azúcar y de que la presión sobre las empresas alimentarias iba en aumento, habían trazado un plan de acción para asegurar su futuro.

Ningún experto creíble atribuiría el aumento de la obesidad exclusivamente al descenso de la actividad física

En una completa exposición, Michael Mudd, vicepresidente de Kraft, advirtió a los consejeros delegados de la industria alimentaria de que sus empresas podían haber ido demasiado lejos a la hora de maximizar el atractivo de sus productos por la vía de añadir cada vez más grasa, azúcar y sal a los mismos. En su opinión, la industria alimentaria no podía quedarse de brazos cruzados ante el problema de la obesidad y debía cambiar alguna de sus prácticas para atajarla.

“Si hiciéramos un gráfico con las categorías de publicidad alimentaria, en especial de aquella dirigida a los niños, y lo comparáramos con la pirámide de nutrición óptima, la pirámide quedaría cabeza abajo”, dijo. “No podemos fingir que la alimentación no forma parte del problema de la obesidad. Ningún experto creíble atribuiría el aumento de la obesidad exclusivamente al descenso de la actividad física”.

Mudd aseguró entonces a los ejecutivos que, si no se tomaban cartas en el asunto, la industria alimentaria acabaría como la del tabaco: acosada por regulaciones e impuestos y con una imagen pésima. En su opinión, las empresas allí presentes debían afrontar la epidemia de obesidad realizando un esfuerzo sincero para formar parte de la solución, desactivando las críticas, en su opinión justificadas, que se estaban levantando contra los productores de alimentos.

En cuanto Mudd terminó su alocución, Stephen Sanger, jefe de General Mills, se levantó de su asiento en la primera fila, le miró con reprobación y se dirigió al resto de directivos presentes en la sala. Su empresa, aseguró, no pensaba dar marcha atrás. En su opinión, los consumidores son volubles, y sus preocupaciones sanitarias variables, pero casi siempre compran lo que les gusta, y les gusta lo que tiene buen sabor: “No me habléis de nutrición. Habladme de sabor, y si estas cosas saben mejor, no vayáis por ahí tratando de venderme cosas que no saben bien”.

La respuesta de Sanger puso punto final a la reunión y 17 años después sabemos que su postura fue la ganadora.

Enganchados para siempre

Con esta impactante narración comienza 'Adictos a la comida basura' (Deusto), el aclamado libro de Michael Moss que se acaba de publicar en España en el que desvela cómo las grandes multinacionales alimentarias llevan décadas manipulando de forma consciente sus productos para que sean adictivos, a sabiendas de que están provocando en muchos consumidores graves problemas de salud.

Es una industria que está tratando que no solo nos gusten sus productos, sino que queramos más y más

“En realidad no veo a la industria alimentaria como un imperio malvado que se ha propuesto de forma intencionada hacernos gordos o enfermarnos de otro modo con sus productos”, puntualiza Moss en respuesta a las preguntas de El Confidencial. “Son compañías haciendo lo que todas las compañías quieren hacer: ganar el máximo dinero posible vendiendo el máximo de productos como sea posible. El problema radica en su profunda dependencia del uso de enormes cantidades de sal, azúcar y grasa para hacer sus productos baratos, cómodos e irresistibles”.

El periodista, que da muchos datos al respecto en su libro, asegura que muchos directivos son plenamente conscientes de su culpabilidad en los problemas de obesidad y diabetes pero, “pese a esto, han rechazado los intentos de sus propios empleados por cambiar los métodos que utilizan y así reducir el impacto en la salud de los consumidores”.

En muchas ocasiones, apunta, basta con autoengañarse: "Mucha gente [de la industria] prefiere ver esto como culpa de los consumidores, que son los que, al final, deciden qué compran y qué comen. Otros sostienen que los productos de sus empresas contribuyen solo a una pequeña parte de la dieta de una persona, y por lo tanto sienten que no son culpables de los problemas de salud que las comidas procesadas causan de forma colectiva. Así que creo que hay mucha gente dentro de la industria que sencillamente no piensan que lo que están haciendo está mal”. Pero eso no significa que no lo esté.

En opinión de Moss, existe la suficiente evidencia científica para asegurar que muchas de las comidas grasientas y azucaradas que se exponen en los lineales del supermercado pueden provocar que la gente pierda el control y coma de manera compulsiva. “La industria de la comida procesada, sin embargo, ni siquiera necesita la palabra “adictivo” para describir sus esfuerzos para maximizar el atractivo de sus productos”, apunta. “Hablan de la creación de 'crave-ability' (“anhelabilidad”), 'snack-ability' (“aperitivilidad”) y 'more-ishness' (“quieromásidad”). Y esa es la abrumadora sensación que se obtiene tras leer los documentos y entrevistas que forman mi libro: que es una industria que está tratando que no solo nos gusten sus productos, sino que además queramos más y más”.

Aprendiendo de las grandes tabacaleras

Cuando se comparan los métodos de la industria alimentaria con los de la industria del tabaco mucha gente se lleva las manos a la cabeza, pero, como explica Moss en su libro, sus vínculos van incluso más allá de lo que podríamos pensar. La relación de la industria de la comida y el tabaco comenzó hace mucho tiempo, en 1985, cuando R. J. Reynolds adquirió Nabisco, y alcanzó niveles épicos unos años más tarde, cuando el mayor fabricante de cigarrillos, Philip Morris, se convirtió en la primera empresa alimentaria al adquirir General Foods y Kraft.

Moss ha tenido acceso a documentación oficial de la industria tabaquera que, asegura, “revela que altos representantes de Philip Morris estaban guiando a los gigantes de la alimentación en sus momentos más críticos, desde el rescate de productos cuando las ventas se hundían hasta el diseño de una estrategia para tratar con la creciente preocupación del consumidor por su salud”.

Las directrices nutricionales no ejercen demasiada influencia en lo que la gente come realmente. Es la industria alimentaria la que tiene más peso

Para Moss las similitudes entre las estrategias de ambas industrias son evidentes: “Algunas estimaciones aseguran que el coste de la obesidad solo en Norteamérica supone una pérdida de 300.000 millones de dólares al año en costes sanitarios y pérdida de productividad. Y desde la lucha contra el tabaco no hemos visto que se cite una cifra tan grande como coste público de un producto. El sistema de salud está empezando a sufrir enormemente por esto, y pienso que vamos a empezar a ver como el Gobierno argumenta que la industria alimentaria debería pagar parte de este coste, y no solo los consumidores y los contribuyentes”.

En opinión del periodista, es una buena idea poner impuestos a los refrescos azucarados y usar el dinero para financiar programas de salud pública. “Se ha demostrado que estos impuestos empujan a la gente a beber menos, algo que solo puede ser beneficioso”, apunta. Pero cree que ni los impuestos ni las campañas informativas son suficientes para atajar el problema.

Con independencia de que las recomendaciones nutricionales actuales sean o no adecuadas –“la ciencia no es solida en ninguno de los bandos sobre el debate acerca de la grasa”–, el periodista asegura que “las directrices nutricionales no son la mayor influencia en lo que la gente come realmente. Es la industria alimentaria”.

“Cuando el Gobierno empezó a recomendar a la gente reducir su consumo de grasas saturadas, la industria láctea no decidió tirarla a la basura, la convirtió en queso procesado, que se desliza de nuevo en nuestra dieta como el ingrediente de muchas comidas”, explica Moss. “Así que nuestro consumo de queso se ha triplicado y el de grasa sigue siendo alto. Puede ser que el consumo de azúcar sea el mayor problema, pero la grasa y la sal son elementos importantísimos a la hora de empujarnos a comer en exceso”.

En busca de una alimentación más saludable

Moss cree que, poco a poco, las empresas están tratando de producir comida más sana o, al menos, menos mala: “Hoy en día todas las compañías se están moviendo en esta dirección, después de que los consumidores que están decidiendo comer más sano les hayan obligado a hacerlo”. Pero nuestra desconfianza, asegura, no debería disminuir: “Gran parte de este esfuerzo se limita a reducir los ingredientes malos. Están teniendo muchos más problemas para agregar cosas buenas a sus productos, como es el caso de las verduras. Gran parte de lo que vemos hoy en los supermercados es lo que llamo “lavado saludable”: cosas que se hacen pasar por mejoras significativas pero en realidad solo esconden ligeros cambios, lo que podría dar a la gente la falsa ilusión de que están comiendo mejor”.

“El precio que pagamos por la comodidad que nos brinda la comida procesada es la nutrición y la salud”, prosigue. “Es más, creo que estamos exagerando lo cómodos que son estos alimentos. Una comida sencilla puede prepararse a partir de cero en no mucho más tiempo, y el proceso de cocción te hace más consciente de lo que estás comiendo, lo que es un 'win-win'”.

Michael Moss explica cómo nos engancha la industria alimentaria.

Desde que escribió el libro, el periodista reconoce que cocina más, intentar reducir los desperdicios de sus compras –“cuando las verduras se están pasando los meto en el congelador para hacer caldo”– y trata de comprar su comida a provedores locales que traten bien a sus trabajadores y sus animales.

¿Qué debemos hacer para mantener a raya nuestro peso? “El cuerpo de cada persona es diferente y no hay una sola dieta que funcione para todo el mundo”, explica Moss. “Pero básicamente suscribo la formula de Michael Pollan: comer comida real, no demasiada y, en su mayoría, de origen vegetal”. Las dietas, asegura, sirven de poco: “La mayoría de las dietas funcionan hasta que fallan y fallan por que son demasiado extremas. Algunos de los programas más inteligentes de los que he oído hablar implican empezar poco a poco, cambiando solo una o dos cosas en la dieta. Me gusta quitarme todas las calorías de las bebidas, incluidos los refrescos y los zumos. Estos programas tienen además sistemas para ayudarte a saber qué estas comiendo, como usar un diario. Y, por supuesto, todo el ejercicio que puedas hacer va a ayudarte”.

El 8 de abril de 1999 una larga hilera de limusinas y taxis se detuvo en la puerta de un complejo de oficinas de Mineápolis. De ella descendieron los jefes de las mayores empresas alimentarias de Estados Unidos: Nestlé, Kraft, Nabisco, General Mills, Procter & Gamble, Coca-Cola… Entre todos ellos controlaban a 700.000 empleados y 280.000 millones de dólares en ventas anuales.

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