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Ascenso e infortunio del mayor mito español de la guerra contra los franceses
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LA LEYENDA DEL EMPECINADO

Ascenso e infortunio del mayor mito español de la guerra contra los franceses

Un matrimonio del duro secano castellano sacaba adelante a una ingente prole de chavales. Entre ellos, uno especialmente tozudo pero comprometido con las labores

Foto: 'El empecinado' de Francisco de Goya.
'El empecinado' de Francisco de Goya.

"Los estados no son agentes morales; la gente, sí"

Noam Chomsky

Agazapados entre los matorrales, en el silencio más absoluto, no más de un centenar de hombres y mujeres aguardaban el momento oportuno. Las caballerías estaban a buen recaudo y alejadas prudentemente del lugar en el que se iba a producir la emboscada, no fuera a ser que un relincho inoportuno levantara sospechas. Mientras, un oficial del ejército regular reconvertido a miliciano, galopaba a uña de caballo hacia el bosque profundo. Traía un mensaje.

Una columna de avituallamiento del ejército francés, con suministros para Dupont, reforzada por un potente destacamento de caballería, se acercaba a la posición donde estaban ocultos los miembros de la partida de el Empecinado. Iban cómodos, seguros y confiados. Pero su marcha era lenta por la ingente cantidad de impedimenta y vituallas para aprovisionar a la descomunal tropa a la que abastecer.

Una bandada de ánades levantó el vuelo en dirección hacia los franceses, que solo entonces comenzaron a barruntar el alcance de lo que iba a suceder

A llegar al único vado accesible en la zona, tomaron algunas precauciones y enviaron una descubierta para tomarle el pulso a la situación. Nada por aquí, nada por allá. El camuflaje de los guerrilleros era perfecto, embarrados y tiznados hasta la coronilla, más bien parecían lagartijas campestres, que humanos con malas intenciones.

Fue en un instante. Una bandada de ánades que estaban cortejándose en una lagunilla próxima levantaron el vuelo en dirección hacia los franceses, que solo entonces comenzaron a barruntar el alcance de lo que iba a suceder. La descarga de fusilería de los partisanos de la cuerda de El Empecinado fue cerrada y atroz. Cuando ya había salido una salva, la otra ya estaba en camino. Cada uno tenía hasta tres fusiles por barba. Mientras unos se vaciaban, los otros eran recargados sin demora. Y así, una descarga tras otra, el desgraciado adversario teñía el rio del color rojo de la muerte.

Esto sucedía en las cercanías de Medina de Rioseco, donde meses más tarde se daría una batalla en toda regla contra las huestes francesas. Cerca de doscientos franceses perderían la vida en aquel cruento día y otros tantos caerían prisioneros junto con toda la impedimenta, vituallas, remesas de dinero para el pago de las tropas, etc. Una hecatombe en toda regla.

¿Y quién era el autor de ese desaguisado?

Un hombre terco en una lucha desigual

Con la tradicional abnegación que acompaña a la gente del campo, un matrimonio del durísimo secano castellano, sacaba adelante con notorio esfuerzo a una ingente prole de chavales. Entre ellos, había uno especialmente tozudo pero comprometido con las labores. Con buen criterio, los padres, que no veían futuro para el inquieto y rudo mozalbete, decidieron darle carta blanca para llevar a cabo sus aspiraciones y buscar mejores pagos donde desarrollar sus inquietudes. Era un militar de vocación.

El cieno verde de las aguas en descomposición, característico de las lagunas aledañas a Castrillo del Duero, lagunas sembradas de tierra pecina y excelente abono para el descanso en barbecho, alumbraría el mayor mito y mote de la Guerra de la Independencia, Juan Martin Diez, El Empecinado. Desde que hizo su puesta en escena, fue un quebradero de cabeza constante para los generales franceses, hasta que incluso, se dio el caso de que los invasores enviarían a uno de sus generales más prestigiosos (Leopold Hugo, el padre de Victor Hugo) a darle caza sin resultado alguno. El dominio y complicidad de los paisanos del campo y su extraordinaria habilidad táctica, le permitieron dar esquinazo a lo más granado del ejército teóricamente más poderoso de su tiempo.

Para 1811, ya era un aclamado héroe popular y sus acciones teñidas de audacia, habían llegado a las Cortes de Cádiz. Entonces ya comandaba un nutrido grupo de voluntarios que ascendía a más de 6.000 comprometidos resistentes con un dominio inapelable de las técnicas guerrilleras. Una y otra vez, se escabullía de las celadas tendidas por el muy superior adversario, que se veía impotente para neutralizarlo.

Pero la guerra, para bien, acabaría en 1814, y la enorme sangría humana para las partes solo daría tregua por unos breves años. El retorno de Fernando VII, supondría un enorme retroceso para las ambiciones liberales. El Empecinado estaba entre las filas de los que habían jurado La Pepa, y el rey felón, Borbón para más señas, hacía gala de un absolutismo enfermizo. El Empecinado, en su línea, le sugirió al monarca que asumiera la Constitución de 1812, cosa que a este último, le sentó como una purga. Y a partir de ahí, la historia del héroe se torna cruda.

En vano pidió que se le fusilara como militar que era (su último ascenso lo impulsó al grado de Mariscal)

Obviamente, esta reclamación legitima, sería denegada por el desmemoriado monarca, que ya había jurado anteriormente fidelidad a la misma. Entonces, este valedor de las libertades y derechos conquistados con tanta sangre derramada, tuvo que exilarse y sería condenado al ostracismo más que lacerante de la humillación y el olvido. Sería durante el trienio liberal, que en su esplendor como garante de la máxima expresión constitucionalista, combatiría las asonadas protagonizadas por los brotes absolutistas.

Era el año 1823, cuando el impresentable rey, convocaría a los Cien mil hijos de San Luis para defender su cortijo particular, esto es, la nación de todos los españoles. Detenido en Olmo (Valladolid) por los Voluntarios Reales, sería llevado hasta Roa de Duero en las cercanías de Burgos, en un viaje no exento de graves humillaciones. En medio de la canícula veraniega, un 19 de agosto del año 1825, se lo llevarían al cadalso donde le esperaba una recia soga.

En vano pidió que se le fusilara como militar que era (su último ascenso lo impulsó al grado de Mariscal). In extremis, conseguiría zafarse de sus captores, pero caería cosido por las bayonetas de los esbirros del peor monarca que ha tenido este país en siglos. Su cuerpo yermo y sin aliento, sería colgado para escarmiento público y aviso a navegantes para todos aquellos que osaran medirse con el tirano.

Era un hombre terco embarcado en una lucha desigual…

"Los estados no son agentes morales; la gente, sí"

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