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Los franceses nos subestimaron: España y el principio del fin de Napoleón
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LA PRIMERA DERROTA DEL EJÉRCITO INVENCIBLE

Los franceses nos subestimaron: España y el principio del fin de Napoleón

La preparación del ejército francés durante la época del Primer Imperio (1804–1814) estaba basada en una estructura novedosa que le aportó una enorme movilidad. No contaban con los españoles

Foto: 'Defensa del Parque de Artilleria de Monteleón' de Joaquín Sorolla (1884).
'Defensa del Parque de Artilleria de Monteleón' de Joaquín Sorolla (1884).

El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada.

–Goethe

A principios del siglo XIX, el ejército napoleónico había dejado su sello indeleble en batallas como Ulm, Marengo, Austerlitz, Jena, y otras de menor entidad pero igual de trascendentes en el conjunto de la estrategia del emperador galo.

La preparación del ejército francés durante la época del Primer Imperio (1804–1814) estaba basada en una estructura novedosa que le aportó una enorme movilidad y que le permitiría enfrentarse y vencer a varios ejércitos ya fuera por separado e incluso simultáneamente. Los famosos cuerpos de ejercito de Napoleón no eran otra cosa que microejercitos de alta movilidad, totalmente autónomos y con las dotaciones de un gran ejército: infantería, caballería, artillería, logística, etc. Solían estar compuestos de alrededor de entre 10.000 soldados aunque en ocasiones se solapaban entre ellos. Napoleón dotó a estos mini ejércitos de una gran ventaja, tal que era que entre ellos en general había una distancia máxima de un día de marcha, lo que los hacía muy flexibles en caso de necesitar refuerzos.

Con estos mimbres, la conducción de la guerra por excelentes e ilustrados generales afines a la idea de la Revolucion y a su venerado líder, convertiría a una adormecida Europa en un incendio de gigantescas proporciones. Pero una arrogancia desproporcionada y retroalimentada por las credenciales obtenidas en los campos de batalla, había creado el mito de la invencibilidad de nuestros vecinos allende los Pirineos. Por ende, se estaban planteando nuevos objetivos y el que estaba más a mano, además de debilitado políticamente, era España.

La capital del reino, Madrid, estaba tomada por uno de esos cuerpos de ejército que tanto prestigio habían dado a Francia

Con el pretexto de que nuestros hermanos portugueses se habían erigido en proveedores de los ingleses y de que el control de los mares estaba en manos de estos, al pequeño corso no se le ocurrió otra cosa que invadir la península con argucias y artimañas de patio de colegio. Pero la valoración del principio de incertidumbre no estaba en la mente del gran estratega, o al menos no estaba lo suficientemente valorada.

Con los antecedentes del reciente Motin de Aranjuez y las disputas entre Carlos IV y su impresentable vástago Fernando VII, la nación estaba postrada y sin dirección. La capital del reino, Madrid, estaba tomada por uno de esos cuerpos de ejército que tanto prestigio habían dado a Francia y en los alrededores de la misma, pululaban alrededor de cuarenta mil soldados francos prestos a intervenir ante una situación de emergencia.

Y lo imprevisible ocurrió.

Un hito madrileño

Era el mes de mayo del año 1808, cuando se intentaba sacar sigilosamente del Palacio de Oriente al infante Francisco de Paula para acercarlo a Bayona donde nuestra decadente realeza estaba secuestrada. Eran las diez de la mañana y el pueblo de Madrid en armas, con una preparación militar cercana a la Edad de Piedra y con un armamento impropio de tal nombre, plantaba cara a Murat, que presto acudía a sofocar la rebelión de la enardecida multitud.

Entre la Puerta del Sol y la Plaza del Dos de Mayo cientos de franceses son cazados por la turba enardecida y pasan a mejor vida. Las mujeres vigilantes a la mínima oportunidad les obsequian con aceite hirviendo a los mamelucos descabalgándolos a base de faca y rematándolos en el suelo con una paliza soberana, cientos de féminas anónimas, ese día hicieron más grande su condición si cabe. Ahí estaba Manuela Malasaña con los fogones a pleno rendimiento para proveer del letal líquido a sus compañeras de vecindario.

Mientras en la Puerta del Sol miles de madrileños eran sitiados por las tropas de infantería del mariscal francés, en otro lugar de la capital, Pedro Velarde un capitán alzado contra las onerosas órdenes de no intervenir en la refriega, se dirigía al cuartel de Monteleon, donde una ingente cantidad de armas esperaban unas manos decididas que hicieran buen uso de ellas. Por el camino, unos cuarenta cadetes y un teniente amigo de la infancia, Jacinto Ruiz, ingresan en el cuartel como una exhalación.

Un oficial, Pedro Serrano, huye a uña de caballo a Móstoles y allá proclama el levantamiento junto con los dos alcaldes mostoleños

En el cuartel está el coronel Luis Daoiz que con el corsé de la obediencia debida no se atreve afrontar una insubordinación en toda regla contra las instrucciones recibidas. Velarde y Daoiz están en sintonía pero el segundo tiene un dilema importante; obedecer o desobedecer. Sin demasiada convicción con la desidia impuesta y con la alarma del goteo de mensajes que le llegan desde todos los puntos de la ciudad, se ve abocado a tomar las armas en consideración a los impulsos ineludibles en una situación tan extrema.

Las cicatrices de la historia

Encerrados con cerca de quinientos soldados y civiles afines, resueltos y decididos a dar testimonio de grandeza ante un hecho que los ponía en situación de inferioridad de condiciones manifiestas, resisten durante dos horas heroicamente el ataque de más diez mil soldados de infantería de Murat que les embiste desde todos los flancos. Es una marea de uniformes azules que cubre todas las calles aledañas. En apariencia toda resistencia es inútil, pero ellos deciden vender cara su vida ya tomada la decisión última de combatir a muerte.

Las cargas de caballería francas se suceden imparables sobre el cuartel de Monteleon, durante dos horas de incesante fuego por ambas partes, la erosión contínua de los artilleros francés que tiraban a placer, siega las vidas de los españoles a centenares, finalmente los últimos resistentes caen exhaustos y sin vida. El patio del cuartel es el apocalipsis, las bayonetas se hunden en los cuerpos de los que todavía sobreviven. Luego, el silencio…

Un oficial, Pedro Serrano, huye a uña de caballo a Móstoles y allá proclama el levantamiento junto con los dos alcaldes mostoleños. Incendia con sus soflamas a todos los pueblos por el camino, desde Talavera a Caceres, etc., se copian las proclamas y se distribuyen entre los oficiales desperdigados con instrucciones de echarse al monte y hacer la guerrilla a muerte a los invasores.

La inercia de los acontecimientos llevaría aquel julio de 1808 a que el sibarita y atildado Dupont sufriera la primera y más escandalosa derrota contra el invencible ejército francés en los llanos de Bailén, el General Castaños le aplicaría un severo correctivo. Más de 500.000 españoles de una población de 12.000.000 de ciudadanos en total, civiles la mayoría, se habían dejado el alma con el freno de mano echado en aquellos aciagos años. Ya no era un tema de guerrillas camufladas en cuevas y bosques, era formalmente la Guerra de la Independencia, probablemente la Gran Guerra Patria.

La primera de las tres grandes derrotas de Napoleón se produciría a manos de una población civil altamente motivada (la española), la segunda en las estepas de Rusia contra otro pueblo decidido, los rusos, y la tercera contra un joint venture de ejércitos, que combinados, le darían el finiquito a su extraordinaria trayectoria militar. En el caso de España, quizás fue demasiado osado subestimando a una nación que presumía fácil presa.

El luminosos tenebrismo del primer impresionista nos deja en los fusilamientos del Tres de Mayo un mensaje inequívoco de grandeza en la tragedia. Como los anillos de un viejo olmo, la historia nos va dejando su huella y sus cicatrices; confiemos que para ser más sabios.

España, cuando quiere, funciona.

El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada.

Napoleón Móstoles
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