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Orgías desbocadas y sexo sin fin: los privilegios de los más poderosos
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TRANGRESIÓN Y SENSACIÓN DE IMPUNIDAD

Orgías desbocadas y sexo sin fin: los privilegios de los más poderosos

Casos como el de Strauss-Khan o Bill Cosby desvelan que en el comportamiento de muchos ricos hay una mezcla de impunidad, narcicismo y necesidad de trangresión

Foto: Los hábitos sexuales de los más ricos no se parecen demasiado a los del resto de humanos. (Corbis)
Los hábitos sexuales de los más ricos no se parecen demasiado a los del resto de humanos. (Corbis)

“Hay una mujer tumbada en la cama, desnuda e inmovilizada. Es guapa y joven todavía. Esa mujer se parece mucho a la actriz y modelo Kate Upton, el mismo pelo rubio, los mismos ojos azules, la misma nariz, el mismo lunar insinuante encima del labio, la misma boca. Y los mismos dientes, el mismo mentón, la misma silueta, los mismos pechos, el mismo problema de estrechez en las caderas, pero no es ella, por razones obvias, no es la misma persona”. Este es un fragmento de Karnaval, la novela que Juan Francisco Ferré dedicó, en clave delirante, a Dominique Strauss-Khan, que estos días está siendo juzgado por un tribunal francés acusado de proxenetismo.

“El enmascarado da vueltas alrededor de la cama comprobando como un maníaco que todo está en orden. Todo tiene que estar como él quiere, en esa posición y no en otra, como le han dicho”. Por supuesto, no se trata de un reportaje sobre Strauss-Khan, sino una deformación ficcional del poder absoluto (el autor se refiere a él repetidamente como el “Dios K”) y sus prácticas sexuales que, a juzgar por los testimonios que se están escuchando estos días en las cortes, no se encuentra tan lejos de la realidad.

“Carnicería” o “matanza” son algunas de las palabras que los testigos han utilizado para definir las fiestas sexuales del antiguo presidente del FMI, frente al “libertinaje” esgrimido por el acusado. “Una carnicería con colchones apilados en el suelo” es una de las frases que aparecen en el sumario. Otros testigos afirman no haber visto un cliente tan irrespetuoso como Strauss-Khan. Pero, ¿qué lleva a uno de los hombres más poderosos del planeta a convertirse en el presunto eje de una trama de prostitución?

En la mente del agresor

Recientemente, Estados Unidos ha sido sacudido con el caso del humorista Bill Cosby, tierno padre en su popular telecomedia que ha acumulado en los últimos tiempos un gran número de acusaciones de violación. Su modus operandi era siempre similar: drogaba a las mujeres y, posteriormente, abusaba de ellas. Una de las investigaciones canónicas sobre la psicología de los violadores, publicada en 1977 en el American Journal of Psychiatry, señaló la importancia del poder y la furia en estos crímenes sexuales.

Raramente, explicaba el estudio, una violación tiene motivos únicamente sexuales. Por el contrario, la mayor parte de agresiones se ponen al servicio de otras necesidades no necesariamente sexuales. De entre todas ellas, la más importante era la del poder, que a su vez se dividía en dos subcategorías: la violación reafirmante, en la cual el agresor consideraba su acto como una expresión de su virilidad, control y dominación; por otra parte, la violación como confirmación del poder, en la cual el violador intenta resolver sus dudas sobre su masculinidad o suficiencia sexual.

La fórmula es muy distinta cuando hablamos de un político o un actor, personajes que, en teoría, son los menos proclives a albergar dudas sobre sus capacidades. Al fin y al cabo, se les hace notar constantemente sus capacidades, prestigio y capacidad de influencia. Aunque pueda haber un trasfondo de inseguridad –muchas celebridades son personas altamente perfeccionistas, y estas caen fácilmente en la insatisfacción o las dudas sobre sí mismos–, la lógica del poder puede ser otra muy distinta. En muchos casos, no lo hacen porque lo necesiten, sino simplemente, porque pueden.

A lo largo de los últimos años, se han popularizado las investigaciones realizadas por el psicólogo Paul Piff y que, básicamente, defienden que las personas más ricas suelen comportarse como unos cabrones (hay quien lo ha llamado el “efecto gilipollas”). Básicamente, y más allá de lo llamativo del nombre, las tesis del profesor de la Universidad de California concluyen que las personas más poderosas tienen tanto una sensación de merecer sus privilegios como la de que pueden menospreciar al resto: “Empiezas a sentirte superior a todos los demás y, por lo tanto, más digno”. Una forma de pensar que se encuentra en la base de la explotación sexual.

De la infidelidad a la transgresión

La historia de la política, especialmente de las últimas décadas, ha estado marcada por los escándalos sexuales, sobre todo desde que se han convertido en la mejor baza electoral por parte de la oposición. El caso de Monica Lewinsky casi acaba con Bill Clinton; recientemente, el general y director de la CIA David Petraeus se vio obligado a renunciar a su cargo después de que su relación con la biógrafa Paula Broadwell saliese a la luz. No son los únicos. John Edwards confesó en la ABC que había sido infiel a su mujer con la documentalista Rielle Hunter, que había trabajado en su campaña.

Es difícil, por no decir imposible, trazar una línea entre el desliz amoroso común a todas las condiciones y clases sociales y el plus de poder y sensación de impunidad asociado al poder. ¿Lo hacen porque quieren o porque pueden? Según una investigación realizada en Dinamarca, las personas de las clases altas tienen más probabilidades de cometer una infracción de tráfico que las de clase baja. Hasta el doble (un 3,6% frente a un 1,8%) de los más ricos habían recibido una multa.

Por una parte, parece lógico pensar que un mayor poder adquisitivo relativiza la carga económica que supone recibir una sanción. Al fin y al cabo, no es lo mismo pagar 100 euros cuando ingresas 1.000 que cuando tu sueldo asciende hasta los 6.000. Pero también apunta a esa sensación de impunidad que define el carácter de las personas carismáticas que, como aseguró Len Oakes, psicólogo australiano, no sufren en el mismo grado que el resto de la población la culpa y la ansiedad.

Esta sensación de encontrarse por encima del bien y del mal es uno de los rasgos más claros que definen a los narcisistas. Como señalaba David Thomas en Narcissism: Behind the Mask (The Book Guild), el libro que dedicó al tema, los narcisistas tienen problemas con la empatía, detestan a aquellos que no les admiran y, lo que es más importante, les resulta imposible ver el mundo desde el punto de vista de otras personas, al mismo tiempo que suelen utilizar a los demás en su propio beneficio. Una agresión sexual común puede ocultar tanto implicaciones psicológicas (furia, inseguridad) como sociales (machismo); una agresión sexual realizada por algunos de los hombres más poderosos de cabeza muestra su incapacidad de comprender a los que no son como ellos. No tiene nada que ver con la pura satisfacción fisiológica, sino que es la transgresión que tan sólo ellos pueden realizar porque, así lo consideran, se lo han ganado.

“Hay una mujer tumbada en la cama, desnuda e inmovilizada. Es guapa y joven todavía. Esa mujer se parece mucho a la actriz y modelo Kate Upton, el mismo pelo rubio, los mismos ojos azules, la misma nariz, el mismo lunar insinuante encima del labio, la misma boca. Y los mismos dientes, el mismo mentón, la misma silueta, los mismos pechos, el mismo problema de estrechez en las caderas, pero no es ella, por razones obvias, no es la misma persona”. Este es un fragmento de Karnaval, la novela que Juan Francisco Ferré dedicó, en clave delirante, a Dominique Strauss-Khan, que estos días está siendo juzgado por un tribunal francés acusado de proxenetismo.

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