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Gran Hermano como síntoma
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Gran Hermano como síntoma

Y en estas, llega GH 14. Ningún país del mundo, salvo Brasil y Reino Unido nos supera en ediciones. De hecho, la mayoría de ellos hace

Y en estas, llega GH 14. Ningún país del mundo, salvo Brasil y Reino Unido nos supera en ediciones. De hecho, la mayoría de ellos hace tiempo que dejaron de emitir el formato. ¿Por qué sobrevive en España? La anomalía obedece tanto a la incapacidad, cuando no inoperancia legislativa, de una industria audiovisual jamás asentada y, cómo no, a esa crisis de valores del dinero rápido y a cualquier precio que ha sido la dictadura de las dos últimas décadas. Por partes.

La pica en Flandes

No es cierto que la telerrealidad naciera en Holanda con Gran Hermano aunque haya sido el programa más representativo del género. Desde finales de los 90, impulsados por la progresiva desregulación de las televisiones estatales europeas, este tipo de programas sin guión (unscripted en inglés) ya eran populares por todo el continente. Especialmente en Reino Unido, donde los tories siempre han visto a la BBC como algo obsoleto que debería desaparecer en aras de la libertad de mercado total. En 1992, la cámara de los comunes instó a la madre de todas las televisiones públicas a realizar programas de menor coste. Al mismo tiempo, se favoreció la entrada de operadores privados en la televisión. Es el momento de esplendor de Murdochy su Sky y de Berlusconi y su Mediaset. Más canales, más horas de programación y el mismo dinero: la consecuencia fue la presencia cada vez mayor de la telerrealidad, mucho más barata de producir que la ficción o los deportes, géneros monopolizados por los canales de pago (y, por alguna razón que alguien debería explicar, los canales públicos). El nuevo género, sin embargo, ofertaba la ficticia impresión de lo mismo: la telerrealidad era un sucedáneo de espectáculo de primera por (falsa) inmediatez, por (falsa) transparencia, por (falsa) espontaneidad y por (falso) protagonismo del hombre común.

España y olé

Cuando, en 1999, la productora de John de Mol lanzó De GoudeenKooi (La caja dorada), los programadores vieron los cielos abiertos. Se compraba el formato y se trasladaba sin más: no precisabas de guionistas, actores, técnicos de prestigio… y a la gente le gustaba, vaya que si le gustaba.

Era el principio de siglo y nadábamos en la abundancia, claro. Tanto, que el antiguo compañero de pupitre de Aznar, Villalonga, pagó la desorbitada cantidad de 5.500 millones de euros por la productora de Gran Hermano, Endemol, tras su primera emisión en España en el año 2000. Todavía nadie sabe por qué. Debió pensar que era, junto al multicryptque tanto le gustaba a Álvarez Cascos, un buen armamento para la anunciada batalla de la guerra digital con Prisa. Cuando Alierta se quiso deshacer de aquel muerto, lo hizo por 3.500 millones. ¿Sus compradores? La Mediaset de Berlusconi, y sí, la tan ubicua como opaca firma de inversiones Goldman Sachs. Ya estábamos todos. Y de los que estaban, a ninguno le preocupaba en exceso la televisión como servicio público. Entre otras cosas, porque nunca la legislación española se ha preocupado de hacerlo… ni los españolitos de exigirlo. ¿Se imaginan ustedes que el agua que llega a sus hogares por empresas privadas saliera marrón al abrir el grifo? ¿O que cuando encendieran la calefacción central saliera frío? ¿Acaso no protestarían? Eso, más o menos, es lo que ha ocurrido con la televisión en España. Aquí todos, desde TVE, a las autonómicas, pasando por las locales y las privadas, han hecho lo que les ha venido en gana. Cuando en 2007, el comité de sabios nombrado por Zapatero propuso cierto orden en el modelo televisivo con la excusa de la implantación de la TDT, parecía que la solución estaba a la vuelta de la esquina. Nada de nada: ningún político ha tenido los arrestos para enfrentarse a los operadores privados. La Ley del Audiovisual quedó en agua de borrajas: se dice que la vice del momento, María Teresa Fernández de la Vega, incluyó al dedillo todas las objeciones que la patronal de las privadas, la UTECA, tuvo a bien hacerle. Fue una jugada maestra: TVE desapareció como competidora publicitaria y el mando se llenó de canales que no podían financiarse a no ser, claro está, que tuvieran la cartera de clientes forradita como los dos grandes grupos, Antena 3 y Mediaset, que aglutinan el 80% de la publicidad televisiva (y subiendo). Y aún así estos dos, abonados a su postura plañidera, persistían en que solo dándonos baratijas podían subsistir, a pesar de que, en su duopolio perfecto, solo compiten contra ellos mismos.

Los muñecos

Para los pensadores postmarxistas que se dedican al estudio de la televisión, ningún otro género representa mejor la explotación del hombre por el hombre que la telerrealidad: mano de obra barata trabajando las 24 horas al día los siete días de la semana, que para eso podemos seguir su vida por internet, con la expectativa de que, si eres lo suficientemente mezquino, o enseñas suficiente sexo, tendrás fama, y la fama te dará dinero. Puro cuento de la lechera. Pura especulación. La casa de Gran Hermano no deja de ser, así, una metáfora de la burbuja inmobiliaria. Obscena y, por supuesto, escatológica: empezando por la presentadora, una aristócrata de la que se jalean ocurrencias como la de que la libertad máxima que puede experimentar un ser humano es hacer aguas mayores en alta mar; siguiendo por los concursantes conflictivos (cuando no directamente desequilibrados), que alcanzan el estrellato por horadarse las fosas nasales en busca de mocos resecos, lanzarse flatulencias o proclamar a gritos su libertad (sí, ellos también, como su adorada presentadora), de hacer deposiciones donde les venga en gana.

No todo es culpa de los gobiernos ni de los programadores. Gran Hermano existe porque tiene audiencia, y eso es algo que debería asustarnos. Regeneración, dicen los políticos. Tal vez si obligaran a las cadenas a cumplir su tarea de servicio público, ese concepto tan escurridizo que solo parece servir para el servicio de taxis, todos seríamos capaces de construir una sociedad algo mejor. No se engañen: la regeneración empieza por la ética y se construye día a día. Alabar las dotes para el edredoning o la bronca arrabalera, hacer chistes sobre la gramática y la semántica de jóvenes semianalfabetos no debería computar como una virtud aplaudida por la sociedad y la jauría tertuliana. Modelos de éxito poco recomendables con los que ha crecido toda una generación: los que eran adolescentes en 2000 y enloquecían con las ocurrencias del Pisha y el Pierna Encima. ¿Qué se les puede exigir ahora a esos treintañeros que crecieron con semejantes iconos televisivos?

Uno de los grandes problemas de este país es que los políticos no saben lo que cuesta un café… y tampoco ven la tele. Si lo hubieran hecho, tal vez se habrían horrorizado al descubrir ese espejo deformado de nuestra sociedad en las pantallas que es Gran Hermano. Tal vez, solo tal vez, habrían pensado que hacía falta cambiar el sistema de valores de una sociedad infectada por el virus del éxito a cualquier precio, del “este es el país en el que es más fácil hacerse rico y en menos tiempo”, de Solchaga, del “España va bien”, de Aznar. Tal vez se habrían percatado de que teníamos un problema no en Houston, sino en Guadalix de la Sierra. Abran los diarios estos días: ahora, ya, la gangrena se antoja imparable.

Y en estas, llega GH 14. Ningún país del mundo, salvo Brasil y Reino Unido nos supera en ediciones. De hecho, la mayoría de ellos hace tiempo que dejaron de emitir el formato. ¿Por qué sobrevive en España? La anomalía obedece tanto a la incapacidad, cuando no inoperancia legislativa, de una industria audiovisual jamás asentada y, cómo no, a esa crisis de valores del dinero rápido y a cualquier precio que ha sido la dictadura de las dos últimas décadas. Por partes.