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Buitres, gamos y rabilargos: un día escondido en el santuario que traerá el lince a Madrid
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10 horas inmóvil en un 'hide'

Buitres, gamos y rabilargos: un día escondido en el santuario que traerá el lince a Madrid

En un santuario de Madrid se prepara la llegada de un nuevo invitado: el lince. Mientras, decenas de especies de aves y mamíferos conviven en una coreografía perfecta de la naturaleza. Lo captamos todo con una cámara

Foto: Un buitre negro en pleno descenso, captado desde el escondite en el santuario Sendero Vivo, en Madrid. (Foto: Javier Rubio)
Un buitre negro en pleno descenso, captado desde el escondite en el santuario Sendero Vivo, en Madrid. (Foto: Javier Rubio)

Primero fue un buitre leonado, y luego aterrizó el segundo. Ambos miraban fijamente la carroñada que tenían delante. Ninguno se abalanzó sobre la carne, como cabría esperar. Por el contrario, la pareja se elevó hasta posarse en una encina desde la que se dedicaron a vigilar la pradera. Media hora, una hora, hora y media... ¿Por qué no aprovechaban semejante oportunidad?

La escena se observaba desde el interior de un hide (término con el que se conoce entre fotógrados y aficionados este tipo de instalaciones), un escondite de madera especialmente acondicionado y camuflado para observar y disfrutar el baile cotidiano de la vida en la naturaleza. Ejerce como refugio para fotógrafos y observadores a la caza de escenas difíciles de disfrutar cuando simple se patea el campo. Hace dos décadas, Carlos Fernández Gamella tenía un sueño: crear un proyecto de educación medioambiental infantil. Adquirió una finca en el municipio madrileño de Navalagamella, conocida ahora como Sendero Vivo. Tras muchos esfuerzos, hoy visitan este santuario natural centenares de niños de colegios de Madrid, Ávila y Segovia. Un hide era otro de sus sueños. Tras siete años de espera para los permisos necesarios, consiguió hacerlo realidad en 2022.

Foto: Chacal dorado. (Ricardo Peralta Ayala)

El Confidencial tuvo la oportunidad de vivir una jornada dentro de la cabaña de Sendero Vivo, diez horas de observación en una instalacion cuya fachada frontal está cubierta por un amplio cristal espía que permite ver sin ser vistos y fotografiar así multitud de especies. Cada año, Carlos Fernández debe enviar a la Comunidad de Madrid el listado de las observadas en el mismo. Alrededor del hide se ha montado también una red de cámaras de fototrampeo para controlar la fauna de la finca. El último inventario supera las setenta especies. "Cuando montas un hide, tienes la expectativa de ver qué especies nuevas van a llegar cada día. Todos los días repaso casi trescientos vídeos de diez segundos para ver si ha entrado alguna nueva. Es como cuando llegan los Reyes Magos, estás esperando a ver a qué horas llegan", explica.

placeholder El 'hide', o escondite, desde donde se fotografía a los animales. (Foto: J. R.)
El 'hide', o escondite, desde donde se fotografía a los animales. (Foto: J. R.)

Situada en la zona suroeste de la Comunidad de Madrid, la finca de Sendero Vivo alberga águilas imperiales, buitres leonado y negro, azores, gavilanes, ratoneros, milanos negro y real, una amplísima lista de mamíferos con venados y gamos al frente, zorros, ginetas entre ellas, además de decenas de aves diferentes. Luego, palabras mayores. "El lobo está a punto de entrar, porque esta zona ya es de lobo. Los hemos detectado a escasos metros de la finca".

Foto: Suelta de buitres leonados en un centro de recuperación. (EFE/Marcial Guillén)

Sendero Vivo también trabaja con la Comunidad de Madrid para reintroducir en estos paisajes otra joya faunística: el lince. "Madrid es uno de los sitios elegidos para reintroducirlo, en la zona norte y oeste. El proyecto va para adelante, tengo todo el apoyo del ayuntamiento para que se haga en la finca. El entorno es ideal" De hecho, recientemente descubría un ejemplar joven rondando por el municipio de Sevilla la Nueva, a pocos kilómetros de Sendero Vivo. Algún día quizás se pueda también fotografiar el lince desde este puesto.

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placeholder Un ejemplar de rabilargo. (Foto: J. R.)
Un ejemplar de rabilargo. (Foto: J. R.)

La jornada ha de comenzar antes de que el campo se desperece, para no volver a salir hasta caer la tarde, y en condiciones muy controladas. Los animales nunca pueden detectar presencia humana en torno a la instalación, rodeada de encina, cornicabra, fresnos, enebro, roble. "No se puede salir hasta que no lleguen los buitres porque, si te ven, consideran que el hide no es seguro, no bajan nunca más, y te lo has cargado. Un día, un fotógrafo se lio a disparar hasta que se quedó pronto sin baterías. Se empeñó en salir cuando los buitres estaban arriba. Me tiré seis meses para que volvieran a entrar, y todavía les cuesta". De aquí parte de la desconfianza de la pareja de buitres posados en la encina. Sin embargo, la verdadera razón de su vigilancia se estaba forjando en las alturas.

Trípodes, cámaras, teleobjetivos de entre 300 y 600 milímetros… Se monta y prepara todo el material para una larga jornada de inmovilidad. Aunque muy pronto empieza el festival. Además de la carne en la pradera, Carlos también ha extendido manteca y alimentación para aves en la balsa artificial situada delante de la cabaña, que ha sido paisajísticamente naturalizada.

placeholder Un buitre leonado. (Foto: J. R.)
Un buitre leonado. (Foto: J. R.)

Numerosas especies de pájaros iniciaban muy temprano la espectacular coreografía de vida que iría in crescendo según avanzaba la jornada. "Viene mucha gente de fuera de España a fotografiar a los rabilargos", apunta Carlos. Entra y sale constantemente el tímido y nervioso herrerillo con su inconfundible cresta, varios pinzones, ese pico gordo cojo, mirlos, trepadores, palomas, distintos tipos de gorriones… "Ahora acuden menos pájaros porque están criando, pero dentro de un mes esto es un festival" apunta Carlos Fernández.

La adrenalina alimenta la alerta permanente del fotógrafo ante cualquier especie que se mueva en torno a la cabaña o la sobrevuela. Es el primer gran aliciente. El segundo es la eterna búsqueda de la imagen perfecta. El propio Carlos también es un apasionado fotógrafo, privilegiado espectador cotidiano de un mundo aparentemente oculto que se despliega con libertad delante de ese enorme cristal espía.

"Esta es mi oficina", nos dice. "Me encanta el estímulo permanente de mejorar como fotógrafo, porque siempre esperas hacer una foto nueva, y una foto mejor. Una vez que tienes una buena calidad como fotógrafo, ya buscas poses distintas de los animales, mejores, más bonitas. Nunca se acaba esa sensación. Porque es un privilegio disfrutar las escenas que ves desde aquí. Además, conoces los animales que hay en tu finca. Cuando alguien viene a fotografiar, viene a hacer arte, a sacar lo más bonito, la mejor luz, nitidez, velocidad… Y lo que quiere es llevarse lo mejor de aquí", dice con orgullo.

placeholder Un busardo ratonero, o ratonero común. (Foto: J. R.)
Un busardo ratonero, o ratonero común. (Foto: J. R.)

Las cámaras no paran de disparar. Numerosas aves llegan y se van de la balsa, creando con su colorido una orgía estética para el fotógrafo. De repente, detectamos un ejemplar de águila imperial por encima del hide, pero no se anima a bajar. Solo cabe esperar y confiar. Mientras, los dos buitres siguen en su posición, inmóviles. Miramos hacia el cielo, y cada vez se ven más siluetas de sus congéneres. "Lo que yo he experimentando no es lo que pone en los libros".

Lo comprobaríamos de primera mano. Mientras, un ratonero se hace dueño solitario de la roca delante nuestra. Llegan los milanos reales y se abalanzan sobre la carne. Pero durarán poco. El cielo empieza a oscurecerse por la enorme nube de siluetas que sobrevuelan lentamente la pradera, todavía a una altura considerable. ¿Qué ha pasado desde que aquella primera avanzadilla detectó la carroñada en medio de la pradera?

Carlos explica el fascinante comportamiento de los buitres iniciado con aquellos dos primeros visitantes. "Creo que los buitres tienen ojeadores, dispersos por un amplio territorio. En un área como la Comunidad de Madrid, digamos que hay cien buitres desperdigados. Cuando uno de ellos localiza carroña, empieza a volar en círculos de una manera que, por el tipo de vuelo, por mímesis, llama a los demás buitres. Estos saben que aquel ha detectado un cadáver, y han empezado a acercarse. Hasta que no está toda la colonia de buitres encima del cadáver o la carroña (llegan desde un radio de decenas de kilómetros) no bajan".

placeholder Primero un buitre, y luego otro, se acercan sigilosamente hasta la carroña. (Foto: J.R.)
Primero un buitre, y luego otro, se acercan sigilosamente hasta la carroña. (Foto: J.R.)
placeholder La escena acaba convirtiéndose en una enorme melé de buitres peleando por la comida. (Foto: J. R.)
La escena acaba convirtiéndose en una enorme melé de buitres peleando por la comida. (Foto: J. R.)

La selección natural ha refinado un solidario comportamiento de supervivencia: "Hoy por ti, mañana por mí. No es que sean amigos, es que la carroña es escasa. Uno encuentra un cadáver y lo comparte, la selección natural favorece el comportamiento de colaboración entre ellos".

De repente, los milanos en torno a la carnaza salen pitando. Bajan al suelo los dos ejemplares situados en la encina. A los pocos segundos, decenas y decenas de buitres se lanzan hacia la carne con frenéticas caídas en picado desde las alturas. En gigantesca melé, se pisan, se aplastan unos a otros mientras el resto sigue descendiendo. A veces se distinguen entre el barullo algunas enloquecidas cabezas escarbando la carne con sus picos. Bajan también los más raros buitres negros, majestuosos en su enorme envergadura, los aristócratas de la carroña. No entran a la vorágine, esperan a los restos que dejan los leonados. La brutalidad de la escena dura tan solo unos instantes. Desaparecido el grueso de la carne, varias decenas de buitres siguen barriendo los restos desperdigados. Mientras el polvo se asienta, los fotógrafos se recuperan del asombro. Sería la escena de mayor intensidad dramática de esta obra desplegada en múltiples actos y muy distintos protagonistas durante la jornada.

placeholder Un ejemplar de meloncillo. (Foto: J. R.)
Un ejemplar de meloncillo. (Foto: J. R.)

Todas las escenas que se viven son también producto de una perseverante y sacrificada labor. "Diariamente hay que poner alimento, por lo menos dos veces. Pongo manteca de cerdo y luego alpiste, gusanos de harina, fruta… Tiene que ser, además, en horas diferentes, porque si los juntas compiten entre las distintas especies. Hay que hacerlo así para que entren a diferentes horas. Con las cámaras de fototrampeo ves cuando entran. Si el meloncillo no encuentra comida, ya no aparece. Pero si le cambias el horario, lo cambia él, se cruza con el zorro, y gana uno y el otro emigra. Para que te entren diferentes especies hace falta un trabajo diario y de varias veces al día". Carlos ha nombrado el meloncillo, otra de esas joyas por las que rezas para que aparezca durante la jornada.

Una instalación como esta representa también un refugio para las especies que habitan alrededor. "Una vez llegó un águila calzada en muy mal estado, parecia que estaba intoxicada por plomo de disparos de cazadores. Llegó moribunda. Cogió fuerzas en los siguientes días porque tenía alimento a mano, y debió expulsar el plomo en alguna egagrópila [restos de digestión que las rapaces expulsan por la boca]. Emigró en invierno, se fue a África a los pocos días de llegar. Me gusta pensar que lo ha conseguido. El picogordo que ves ahí llegó desplumado, sangrando por la cabeza. Le debió coger algún gavilán. Poco a poco empezó a echar plumas, se quedó cojo, pero también se ha recuperado". El picogordo luce ahora colores lustrosos, aunque moviéndose con solo una pata.

placeholder Una zorra en los límites de la pradera. (Foto: J. R.)
Una zorra en los límites de la pradera. (Foto: J. R.)

¿Cuál es el perfil del visitante de un hide?, preguntamos a su propietario. "Generalmente, son personas muy respetuosas con la naturaleza, con un perfil medio alto, porque los equipos fotográficos no son baratos. Hay personas que disparan como ametralladoras, a otros les gusta disfrutar de la escena, ver cómo entra un animal, y solo cuando notan que es el fotón, disparan. Luego, hay un tercer tipo, el que viene a observar. Padres con los hijos, en silencio, disfrutando mucho, porque no es fácil estar a cinco metros de un zorro. Y luego llegan los que comentan la jugada y no paran de hablar".

Dentro de la cabaña, efectivamente, se puede perder la noción del tiempo, pero no de las necesidades fisiológicas. Son muchas horas de inmovilización, y la naturaleza humana no perdona. "Creo que este es un hide acogedor y, sobre todo, tiene un wáter para tus necesidades, un sistema portátil especial que se limpia a diario. Hay muy pocos hides con servicio, que tengan un apartado como este. Es además algo muy importante cuando hay visitantes de ambos sexos". A fe que hubo oportunidad para comprobarlo, y agradecerlo. Porque salir al exterior no es una opción en absoluto.

placeholder Un pinzón. (Foto: J. R.)
Un pinzón. (Foto: J. R.)

Pasan las horas, empieza a caer la tarde. Los rabilargos no han parado de visitar la balsa en toda la jornada. Se agradece, porque su rareza y su bello plumaje invitan a buscar la imagen más refinada. Pero la vida no es perfecta. El águila imperial finalmente no se animó a descender. Otras especies esperadas no han entrado aún. Siempre quedará una próxima oportunidad, provocando desde ya ese síndrome de abstinencia que irremediablemente mete en vena la vida en un hide, más si cabe, con el amplio repertorio de animales que se mueven alrededor. Afortunadamente, la coreografía todavía no ha terminado.

De repente, una zorra se mueve con gran sigilo en los límites de la pradera. Observar sus precauciones ya es de por sí un espectáculo. Con su fino olfato sondea todos los rincones y direcciones. Ni un radar militar exhibe semejante sensibilidad. Se queda mirando al hide varias veces, sospechosa. Carlos nos indica que tiene las crías en su madriguera. Tras varios minutos de tanteo, se anima a entrar. Localiza algunos restos de carne. Se marcha, vuelve, cada vez más confiada. De repente, se sube a la roca situada justo delante del hide. Solo falta que gire la cabeza hacia nosotros para regalarnos la imagen perfecta. No se digna. A la próxima te cazamos.

placeholder  Dos milanos reales. (Foto: J. R.)
Dos milanos reales. (Foto: J. R.)

Queda poco tiempo para empezar a recoger. De repente, se ofrece el último gran regalo de la jornada. Dos sombras, como dos erizos grandes alargados, se mueven entre las matas. "¡Es el meloncillo!" señala Carlos en voz baja. Maldita sea, aparece por la izquierda y el tiro de cámara no permite atraparle. Desaparece. "Es un animal complicado, por eso me hace tanta ilusión tenerle aquí. En España solo puede verse bien en Andalucía. En verano se mueven por la pradera con las crías como si fueran una caravana gigante de orugas". Inesperadamente vuelve a aparecer la madre. No acaba de lanzarse a la pradera abierta. Al menos, se ha dejado ver lo suficiente para lograr dos fotografías. La vida vuelve a ser bella.

Las casi diez horas de estancia en el hide se antojan ahora minutos. Recogemos y salimos solo cuando baja una furgoneta para alejar toda la vida alrededor. Los verdaderos dueños de este paisaje no verán salir a seres humanos de la cabaña. Cae el sol. A los pocos minutos, el síndrome de abstinencia ya comienza a ejercer sus demoledores efectos.

Primero fue un buitre leonado, y luego aterrizó el segundo. Ambos miraban fijamente la carroñada que tenían delante. Ninguno se abalanzó sobre la carne, como cabría esperar. Por el contrario, la pareja se elevó hasta posarse en una encina desde la que se dedicaron a vigilar la pradera. Media hora, una hora, hora y media... ¿Por qué no aprovechaban semejante oportunidad?

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