Rouco Varela y la conspiración mediática
El cardenal Rouco es un eclesiástico con una fuerte pulsión de poder. Es un canonista de alto vuelo cuya tesis doctoral, que me regaló en una
El cardenal Rouco es un eclesiástico con una fuerte pulsión de poder. Es un canonista de alto vuelo cuya tesis doctoral, que me regaló en una edición en alemán editada en 1965, versa sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la España del siglo XVI, lo que ya le identifica intelectualmente más como un hombre de Derecho que de encarnadura pastoral. El cardenal es habilísimo en el manejo de los resortes de la política -ora persuasión, ora coacción, ora dejar pasar, ora plantar cara-, y destaca en su carácter una forma galaica de retranca que le lleva a presentarse como el ser más ingenuo y menos informado de la tierra, según convenga a cada circunstancia.
Por lo general, nunca había oído a los comunicadores de su propia cadena cuando incurrían en alguno de sus habituales excesos. Fuera la reclamación de que el Rey abdicase en el Príncipe de Asturias -tema muy caro para Jiménez Losantos-, fueran los insultos y vejaciones al alcalde de Madrid -que le granjearon al locutor una condena en las dos instancias penales por injurias graves-, fuera el boicot a ABC, o el denuesto contra el nuncio apostólico en Madrid -al que el de Teruel calificó de “masón”- o cualquier otro exabrupto del responsable del programa matinal, el príncipe de la Iglesia, daba la casualidad de no “haberlo escuchado” o de “desconocerlo”.
La satisfacción que experimentaba el arzobispo de Madrid, sólo perceptible en el brillo de sus ojos, cuando se le solicitaba amparo ante el locutor de las mañanas de su emisora le predisponía a alguna concesión tal como “hablaré con don Alonso” (Coronel de Palma, presidente del Consejo de Administración) o, como si de una burla se tratara, prometía “rezar para que esta situación se supere pronto”. En ocasiones -y estoy transmitiendo vivencias personales- salía por peteneras y convocaba a “rezar todavía más” por la “conversión de don Federico”. De tal manera que la interlocución con él, en tanto que propietario de la cadena -lo es la diócesis de Madrid-, se convirtió en un ejercicio perfectamente inútil y, a veces, irritante.
Tampoco era mucho más eficaz explayarse con Coronel de Palma. Miembro destacado de la Asociación Católica de Propagandistas, discípulo del cardenal Herrera Oria, el nuevo presidente de la COPE -en sustitución del sacerdote y ecónomo de la Conferencia Episcopal, Bernardo Herráez- es un hombre sin experiencia en la gestión de medios y condicionado, además, por su imputación penal en el llamado “caso Eurobank”, con el que le mortificaban las “estrellas” de su emisora, sobre las que no tuvo nunca ascendiente. Seguramente su intención era tan loable como enorme su incapacidad para traducirla en decisiones, de tal suerte que el presidente, de hecho, de la emisora era el titular de la diócesis madrileña.
Me reuní con Coronel de Palma sólo en una ocasión, en la que me planteó la posibilidad de alcanzar un acuerdo que requería la paralización de la demanda interpuesta por Vocento y ABC en mayo de 2006 contra Jiménez Losantos y la COPE, a cambio del amansamiento de las ferocidades verbales del director de La Mañana. Mi respuesta fue negativa; como también lo fueron las de Catalina Luca de Tena, Santiago de Ybarra y José María Bergareche cuando el presidente de la COPE les planteó igual transacción (me consta que la presidenta-editora de ABC se reunió con Jiménez Losantos antes de mi destitución en febrero de 2008). Ni ellos ni yo confiábamos en que Coronel de Palma tuviese suficiente ascendiente sobre el locutor y, desde mi punto de vista, aunque lo tuviera, mediaba una cuestión de principio que no admitía, a esas alturas, una componenda. Mi relación con Coronel de Palma fue amable cuando estuvo en el CEU y no dejó de serlo tras nuestro almuerzo en julio de 2006 en el restaurante madrileño Señorío de Alcocer para discutir su propuesta. Me pareció casi siempre un hombre rebasado por los acontecimientos.
Rouco tenía claro en marzo de 2004, cuando el PP perdió las elecciones y llegó al poder José Luis Rodríguez Zapatero, que Mariano Rajoy era un hombre débil y poco consistente y que, en su responsabilidad de jerarca del catolicismo, consustancial con España, no le quedaba otro remedio que alzarse en valedor de determinadas esencias cuya defensa -a veces, se excede, es verdad, don José Antonio- encomendó a Jiménez Losantos y a la movilización de los discípulos de Kiko Argüello, los neocatecumenales, que fueron los que organizaron y engrosaron las manifestaciones públicas en las que el PP fue simple comparsa, presidido por maricomplejines, una descripción de Rajoy propia de la factoría semántica, muy cruel y que incorporaba una sugerencia perversa de Jiménez popularizada desde la COPE. El liderazgo cardenalicio, amparado en la emisora de radio, propició también que buena parte de la sociedad española se distanciase de la jerarquía y, de contrario, satisfizo a Rodríguez Zapatero, que encontró en las ansias indisimuladas de poder del cardenal de Madrid -dentro y fuera de la Iglesia- la mejor alianza para sus propósitos revisionistas.
Una dureza ideológica reñida con el sentido pastoral
Podría parecer excesivo atribuir al prelado de Madrid un afán de gobernanza temporal tan acendrado. Pero es que Antonio María Rouco Varela ha interiorizado que la esencia de España es su catolicismo y atribuye a los poderes públicos el fenómeno de increencia que se produce en nuestro país. Tuve ocasión de entrevistarle varias veces -ningún otro director de los periódicos de Madrid lo ha hecho- y de compartir muchos almuerzos y cenas con él en San Justo, sede del arzobispado. Sus tesis me interesaban tanto como me inquietaban sus conclusiones, porque observaba en él una dureza ideológica muchas veces reñida con el sentido pastoral que se supone a todo obispo católico.
El 16 de abril de 2000 ABC publicó una entrevista con el cardenal -la elaboré yo mismo- que ya daba pistas sobre sus visiones sociales. Después de afirmar que “la Iglesia española está en un nuevo período de su historia” -superado el taranconismo de la Transición-, Rouco sostenía opiniones como éstas: “La mayoría católica no encuentra su reflejo en las corrientes de opinión y culturales del momento”; y también: “Tenemos un largo camino que recorrer para estar presentes en la sociedad, los medios y la cultura actuales”; y, por fin: “Hay poderosas corrientes de opinión que están en la negación de la visión católica del mundo”. Estas impresiones del prelado de Madrid datan del año 2000, cuando el PP y José María Aznar acababan de obtener la mayoría absoluta en las elecciones generales del 12 de marzo. Y no hicieron sino reafirmarse cuando, en 2004, el Gobierno del PSOE ahondó con determinadas leyes -la del matrimonio homosexual, la reforma del divorcio sin causa en el Código Civil, la implantación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía- el desapego social hacia los valores cristianos.
Tres días antes de la publicación de la entrevista en ABC, el cardenal hizo unas polémicas declaraciones (“En España sigue habiendo una semilla de guerra y un resto dramático y trágico”) que enlazaban con su discurso de apertura del plenario de la Conferencia Episcopal (3 de abril de 2000), en el que abordó la siempre delicada cuestión del papel de la Iglesia durante la Guerra Civil de 1936-1939, rechazando cualquier contrición eclesial sobre el origen y desarrollo de aquel episodio histórico. Era, en consecuencia, evidente, que Rouco Varela sostenía una concepción de sus propias responsabilidades basada tanto en la sociología política como en la teología. No supo resolver, sin embargo, su modo de estar -y la manera de actuar de la cadena radiofónica de la Iglesia como consecuencia directa de aquella ignorancia estratégica-, ni de entrar en empatía con su entorno ni, con mayor motivo, con los grupos sociales alejados de la Iglesia. La COPE, de 2003 a 2009, fue la confirmación de la escasa capacidad política del cardenal -otra cosa eran sus habilidades de corto recorrido- y causa directa de la postración de la jerarquía católica, de la que todavía hoy no se ha recuperado.
Tándem Jiménez-Ramírez
Hecho este prólogo me apresuro a reconocer que tanto Federico Jiménez Losantos como Pedro J. Ramírez no hicieron más que campar a sus anchas porque quien podía impedirlo no lo hizo, con lo cual el juicio debe ser severo para la Conferencia Episcopal, pero más benigno para la pareja periodística, que sobreexplotó la oportunidad hasta la saturación, obteniendo a lo largo de pocos años unos rendimientos sobresalientes. Porque Pedro J. Ramírez precisaba de una cadena de radio para la promoción de su diario -entre otras cosas- después de que César Alierta defendiese a Onda Cero de su voracidad despidiéndole de ella con los buenos y sudorosos oficios de Luis Abril; y Jiménez Losantos, que se sabía realquilado y con un plazo de caducidad inevitable para su bronquismo mediático, deseaba hacerse con un negocio propio -Libertad Digital- bien publicitado desde una cadena eclesiástica con centenares de emisoras, entre propias y asociadas, en todo el territorio nacional.
Así que el pacto entre Jiménez y Ramírez disponía de una lógica aplastante. Éste promocionaba su periódico y la conspiración del 11-M como remedo de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) de la década de 1990, y aquél montaba su negocio, con el madrinazgo, ambos de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, presidenta de la Comunidad de Madrid, que subvencionaba -por vías varias- las iniciativas empresariales del locutor y se aseguraba de que ambos trituraban a su adversario y compañero de partido, Alberto Ruiz-Gallardón, y deterioraban, ridiculizándole, a su presidente nacional, Mariano Rajoy. Además, Aguirre aportaba Telemadrid a las nutridas huestes de la conspiración, convirtiéndose así en la aliada imprescindible. A tal punto, que cuando Jiménez se quedó sin micrófono en la COPE en julio de 2009, la presidenta de Madrid ya le había adjudicado el mejor poste de la capital, desde el que emite bajo la marca de Es.radio.
Lo más grave no era, en consecuencia, el abuso de los personajes, sino el grave error de juicio del cardenal de Madrid y la debilidad compungida de los demás prelados, así como la docilidad con la que el primer partido de la oposición aceptaba, día sí, día también, el castigo de Jiménez a sus dirigentes, infligido en solitario o en compañía de otros periodistas contertulios.
*Fragmento de La destitución. Historia de un periodismo imposible. José Antonio Zarzalejos.
El cardenal Rouco es un eclesiástico con una fuerte pulsión de poder. Es un canonista de alto vuelo cuya tesis doctoral, que me regaló en una edición en alemán editada en 1965, versa sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la España del siglo XVI, lo que ya le identifica intelectualmente más como un hombre de Derecho que de encarnadura pastoral. El cardenal es habilísimo en el manejo de los resortes de la política -ora persuasión, ora coacción, ora dejar pasar, ora plantar cara-, y destaca en su carácter una forma galaica de retranca que le lleva a presentarse como el ser más ingenuo y menos informado de la tierra, según convenga a cada circunstancia.