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Estudiar es un timo
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LAS BAJAS PERSPECTIVAS DE LOS GRADUADOS

Estudiar es un timo

“Estudiar es una mierda. Te pasas un montón de años en la facultad, luego haces el posgrado y al final tienes que tirar con un sueldo

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Estudiar es un timo

“Estudiar es una mierda. Te pasas un montón de años en la facultad, luego haces el posgrado y al final tienes que tirar con un sueldo mileurista hasta los 40 años. Y eso en el mejor de los casos. Conozco gente que no ha ido a la universidad y que gana mucho más dinero que nosotros”. Lo que dice C.A., becario de profesión, no se queda en el simple lamento o en el pataleo de alguien a quien no le han ido bien las cosas. Más al contrario, C.A. considera que ha tenido suerte si se compara con compañeros de estudio que nunca lograron trabajar en aquello para lo que se habían preparado.

 

Y es que ese malestar es fruto de una situación muy extendida, ya que el habitual discurso sobre la necesidad de una mejor formación y de un modelo productivo basado en el conocimiento y la innovación choca con una realidad poco agradable. Esa relación fluctuante se analiza en El debate sobre las competencias, un informe de José María Nyssen, Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández publicado por ANECA (Agencia nacional de la Evaluación de la Calidad y Acreditación) en el que se repasan las perspectivas desde las cuales empleadores, empleados e instituciones educativas observan los procesos formativos, abundando en esa brecha entre una sociedad que cada vez demanda profesionales mejor cualificados y que, al mismo tiempo, cada vez genera más precariedad entre ellos.

Lo que está provocando que la frustración se extienda entre los egresados. Como señala una de los participantes en el estudio, “…terminé Derecho con mucha ilusión, porque era vocacional y me metí en un despacho; y trabajar en un despacho es trabajar gratis, tú te lo pagas todo y no te queda nada. Me cansé y me fui desilusionada porque te exigen tener Derecho, son cinco años y luego no te pagan nada. Y por poner cervezas en una mesa te pagan. He estado trabajando de teleoperadora, de secretaria y nada, sigo de camarera. Y el futuro lo veo pues preparándome unas oposiciones, a seguir estudiando. No hay más opciones”. Esa situación de desánimo generalizado queda sintetizada en las palabras de otro participante, quien señala: “…todos hemos tenido al final un poco esa sensación aquí de que…, un poco de que nos han timado”.

Y esa sensación se apoya sobre un telón de fondo plenamente real. Porque cuando se habla de una mejor formación o de un cambio de modelo productivo apoyado en la innovación, lo que no se dice es que la formación universitaria sólo puede aprovecharse por un número reducido de personas; que muchos de quienes están hoy en la Universidad no tendrán opción de trabajar en el campo para el que se están preparando. Según Carlos J. Fernández, profesor en la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los autores del estudio, “el modelo de capitalismo flexible vigente en la actualidad genera importantes desigualdades entre los trabajadores formados y no formados, pero también entre los formados. Incluso el software, paradigma de la industria de las tecnologías de la información, ha sufrido procesos de descualificación, subcontratación e incluso deslocalización”. Por tanto, parece claro que “no todos los universitarios podrán acceder a un buen trabajo. O que, al menos, sentirán la amenaza de su degradación”.

Según Carlos Fernández, lo que ocurre es que pese a que en los discursos políticos españoles se han hecho numerosas referencias a las nuevas tecnologías, el capital humano y la economía del conocimiento, “la economía real no parece capaz de absorber la mano de obra cualificada que, cada año, sale de las aulas universitarias. En consecuencia, el egresado, por el exceso de oferta, “se ve obligado a  aceptar, en lugar de un trabajo acorde a su cualificación, un empleo en condiciones más precarias y que desde luego no responden a sus expectativas iniciales”.

Por eso, el desencanto es uno de los factores que con más frecuencia aparecen en el trabajo contemporáneo. Como asegura uno de los participantes en el estudio, “nos han vendido que para ser feliz necesitas terminar tu carrera, ponerte a trabajar en un trabajo de la leche, al que sólo vas a poder llegar gracias a la carrera, y que una vez que estás trabajando vas a ganar tanto dinero que te vas a poder comprar un coche y una casa”. Pero la realidad va por otro sitio. Como sintetiza otro de los participantes: “Dices 'Ya encontraré algo mejor'; y no… Pasa el tiempo y sigues teniendo los mismos trabajos de mierda”.

Precariedad y dependencia

El efecto fundamental de esta quiebra es, pues, que el joven se percibe en una situación personal muy deficiente, “ya que en muchos casos la precariedad laboral supone la imposibilidad de acceder a la independencia y a una vida autónoma, a la vez que introduce una enorme incertidumbre en relación al futuro y progreso personal, coartando muchos proyectos vitales”. Eso sí, se hace necesario matizar, según Fernández, que “en algunos casos, las expectativas de algunos jóvenes tienen que ver con el mantenimiento del nivel de vida de sus padres (sobre todo en términos de consumo, ser propietarios de vivienda, tener automóvil, etc.), lo que no es tampoco realista. Todo ello conduce, inevitablemente, a una sensación de frustración personal”.

Además, esa quiebra entre lo que los discursos nos prometen (un entorno de autorrealización personal supeditado al esfuerzo) y su realidad (que sólo unos pocos están trabajando en aquello que quieren) se ve subrayada por la percepción que muchos egresados tienen respecto de quienes no cursaron estudios o de quienes optaron por la Formación Profesional. Así, muchos de ellos piensan que “si hubiera hecho FP en este curso, tendría un trabajo muchísimo más accesible”. O que quienes han cursado formación profesional “…llevan trabajando no sé cuántos años, ya están casados, tienen hijos, tienen… Ya tienen su vida hecha…”. Mientras, en su caso, “todavía estoy arrastrándome para sacar la cabeza por ahí”

La cuestión, no obstante, es mucho más compleja. Porque, como subraya Fernández, si bien la extensión del mileurismo entre los universitarios ha sido considerable en las últimas décadas, “hay que señalar también que la gente con menos formación padece más precariedad todavía. Y eso se olvida en muchas ocasiones”. Y, en segunda instancia, tampoco puede olvidarse que, en los últimos tiempos, había mucho joven sin estudios universitarios que lucía coche de lujo y traje de marca gracias, entre otras cosas, de la bonanza del ladrillo, algo que no pasó desapercibido entre los egresados. Según Fernández, es verdad que en estos años de burbuja inmobiliaria ha habido oficios profesionales muy demandados, “y muchos jóvenes que estudiaban en la universidad (sobre todo aquellos en cuya familia ellos representaban la primera generación que accedía a los estudios universitarios) veían como algunos de sus antiguos compañeros de colegio, peores estudiantes, conseguían trabajos mejor remunerados”. No obstante, una vez que la crisis económica está instalada, “ya veremos si dicha situación se mantiene, y si la trayectoria profesional a largo plazo es la misma”. Y es que la mayoría de los estudios en Sociología de la Educación “han señalado que, a la larga, el disponer de estudios universitarios suele garantizar posibilidades de mayores ingresos”.

Además, también influye el hecho de que “España ha pasado de tener apenas un 2% de universitarios en 1969 a un 40% en la actualidad, y esta transición tan rápida no es fácil de asumir por el sistema productivo español”. El modelo productivo español sigue dependiendo demasiado de la construcción y el turismo de playa, y la inversión en I+D del sector privado es escasísima”.

En definitiva, que fruto de todos estos factores, muchos de quienes pensaban que su paso por la universidad les iba a proporcionar mejores puestos de trabajo se sienten estafados. Pero lo que se pregunta Fernández, es quién les ha estafado realmente: “¿Las empresas que no les ofrecen nada? ¿La universidad que no les ha formado adecuadamente? ¿Ellos mismos, cuya falta de autonomía les ha sumido en una post-adolescencia en la que no existe la capacidad de asumir responsabilidades?”. En ese orden, como el diagnóstico de los egresados es que han perdido el tiempo o se lo han hecho perder, “aparece un resentimiento que lleva a la necesidad de buscar culpables, siendo uno de ellos la titulitis y, por ende, la universidad”. En todo caso, el pensamiento más repetido es “yo si lo sé, no estudio una carrera, ¿eh?”.

“Estudiar es una mierda. Te pasas un montón de años en la facultad, luego haces el posgrado y al final tienes que tirar con un sueldo mileurista hasta los 40 años. Y eso en el mejor de los casos. Conozco gente que no ha ido a la universidad y que gana mucho más dinero que nosotros”. Lo que dice C.A., becario de profesión, no se queda en el simple lamento o en el pataleo de alguien a quien no le han ido bien las cosas. Más al contrario, C.A. considera que ha tenido suerte si se compara con compañeros de estudio que nunca lograron trabajar en aquello para lo que se habían preparado.