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¿Qué pasa si un jaguar interrumpe un partido de futbol? En la liga más remota del mundo
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Una final entre las tribus amazónicas

¿Qué pasa si un jaguar interrumpe un partido de futbol? En la liga más remota del mundo

El pueblo ancestral "matsigenka" ha creado en la Amazonía peruana una liga masculina y otra femenina, compiten por barrios, comentan sus propios partidos y organizan torneos

Foto: Partido de futbol en el Parque Nacional del Manu. M.I.
Partido de futbol en el Parque Nacional del Manu. M.I.

La pelota pasa de un jugador a otro al ritmo de las canciones de cumbia. Las melodías machaconas ocultan el canto de los guacamayos y los gritos de los monos maquisapa, que miran curiosos a los indígenas que juegan al fútbol en mitad de la Amazonía peruana. Son parte del pueblo ancestral matsigenka, pertenecen a la gran familia lingüística de los Arawak y conservan los mitos que ya se contaban unos a otros cuando los Incas reinaban en las montañas. A los matsigenka les gusta tanto el fútbol que han creado una liga masculina y otra femenina, compiten por barrios, comentan sus propios partidos y organizan torneos.

El "estadio" donde juegan ha sido creado por los propios nativos de Tayacome, una de las cuatro comunidades indígenas del Parque Nacional del Manu. En esta gigantesca reserva natural conviven jaguares, caimanes negros, nutrias gigantes y algunas de las últimas tribus aisladas del planeta. Durante una expedición periodística becada por el Pulitzer Center, hemos tenido la oportunidad de asistir a la que probablemente sea una de las ligas de fútbol más remotas.

Los equipos masculinos de Tayacome y Yomibato disputan una final intensa, aunque cuesta descifrar quién gana o pierde. Las camisetas, acumuladas a lo largo de los años, tienen colores diferentes, los números de la espalda están repetidos o ni siquiera se leen y algunos prefieren jugar con el torso descubierto. Y por mucho que haya un árbitro, el reglamento oficial no deja claro cuánto tiempo debe concederse para buscar un balón perdido entre la maleza, qué debe hacerse si un animal salvaje cruza el terreno o qué debe pitarse cuando un delantero tropieza con un bache.

Foto: Mauricio y otros matsigenkas tratan de arreglar una motosierra. (Martín Ibarrola)
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Con tal de llegar a tiempo a la final, los jugadores de Yomibato y sus familiares han navegado durante un día entero por un río prácticamente seco. Alrededor de 45 adultos, niños y bebés emprendieron esta agónica travesía el día anterior, apelotonados en dos pequeñas canoas motorizadas que empujaban cada pocos metros. Como llegaban tarde al encuentro, decidieron acortar el último tramo del trayecto caminando durante una hora a través de la selva. "Llegamos y de frente a deportear", comenta feliz uno de ellos.

Los jugadores de Yomibato corren motivados de un lado a otro y dominan el partido. Los espectadores ríen y bromean, y así, todos parecen olvidar las carencias del sistema educativo, la falta de medicinas, la amenaza de los narcotraficantes, la presión de los lobbies gasíferos o el interés de los políticos corruptos. Al final, Yomibato ha salido airoso del encuentro: el equipo femenino ha vencido a sus oponentes en los penaltis y el equipo masculino ha ganado con goles de Bernabé Metaki, John Hipólito y Mateo Vicente Avanti.

placeholder Partido de futbol en la Amazonía peruana. M.I.
Partido de futbol en la Amazonía peruana. M.I.

Este último es el actual presidente de su comunidad. Mateo confiesa que el fútbol les ayuda a sobrellevar una vida en la que no ha tenido lujos ni facilidades. Curiosamente, al haber crecido fuera de la "sociedad", el fútbol nunca estuvo presente en su infancia. "Jugábamos a coger lagartijas con flechas o al mata-mata en el río. Alguien imitaba a un animal del bosque y el resto intentaba cazarlo".

Con 12 años, Mateo recibió una beca para estudiar en un internado situado en la periferia del Parque Nacional. Allí se sintió inferior por primera vez en su vida. "Tenía la sensación de que los demás sabían más que yo, porque hablaban mucho mejor castellano". El actual líder de Yomibato reconoce que le costó mucho adaptarse a esa nueva vida. El mero hecho de salir al estrado y exponer un tema ante la clase era para él una experiencia chocante, y la comida, tan diferente a la yuca, a la carne o al pescado que comía en la selva, tampoco ayudaba. "Una vez nos pusieron aceitunas, que yo pensé que eran uvas, porque en mi mente pensaba que todos los alimentos eran dulces… ¡No me agradó!". Las tardes deportivas del internado, en las que jugaba al fútbol sin necesidad de mediar palabra, eran para él las más felices.

La lección del casteñero

Enrique Herrera, un antropólogo de la Frankfut Zoological Society que conoce la realidad de estos pueblos, lamenta que muchos indígenas amazónicos terminan el colegio con un nivel muy bajo. "Nadie entiende por qué estos jóvenes no aprenden, no saben escribir o no pueden leer. Profesores y compañeros se burlan de ellos y los estudiantes se entristecen tanto, se sienten tan poca cosa, que muchas veces abandonan los estudios universitarios". Algo así ocurrió con Mateo. Tenía la sensación de ser un expatriado en su propio país y no tardó en perder la fe en el sistema que debía protegerlo.

Al concluir el internado, viajó a Puerto Maldonado, conoció nuevos amigos y entró en una empresa que se dedicaba a vender sacos de castañas. "Constantemente me caía al piso de todo lo que pesaban", rememora. El nuevo oficio le permitía comer y ahorrar lo suficiente como para pagar la matrícula de una carrera pedagógica. Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y luego iba a clase. "Era muy cansado", reconoce. Después de varios meses, tomó la decisión dejar los estudios y, entonces, ocurrió algo inesperado. Su jefe, Jesús Araujo, aprovechó un viaje en coche para conversar con él.

"¿Por qué dejaste de estudiar?", le preguntó. "No tengo a nadie, necesito trabajar, no tengo tiempo, vengo de un internado, estoy cansado", trató de explicar Mateo, que todavía recuerda las palabras del castañero. "Las cosas no son así", debió de decir Araujo. "Debes saber que no todo es trabajo. Las personas crecemos, nos desarrollamos… y cuando seas mayor no podrás hacer esto. Será mejor que estudies. Eres un buen chico, eres responsable y yo sé que tú puedes hacerlo. Nunca quites de la mente que se puede, todo se puede en esta vida".

Araujo le contó que él también provenía de una familia muy humilde y que desde muy pequeño se dedicó a cargar sacos grandes de castañas. Ni siquiera terminó la secundaria. Sin embargo, él era avispado y ambicioso. Poco a poco, pelando castañas, secando su fruto, logró construir una empresa rentable. "Yo no he estudiado", justificó Araujo. "Pero quiero ayudar a aquellas buenas personas que tienen iniciativa en la vida". El castañero le consiguió una casa, le adelantó el dinero para comprarse un portátil y planificó un horario estable para que pudiera trabajar y hacer tus tareas cómodamente. "Deseo que vuelvas a tu comunidad y seas un líder".

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Partido de futbol en el Parque Nacional del Manu. M.I.

La oportunidad surgió después de finalizar una carrera tecnológica. Mateo vivía entonces en un piso con baño y televisión, conducía su propia moto y tenía la idea de convertirse en guía turístico. Mariela Reyna, la nueva coordinadora del convenio firmado entre el Estado peruano y la Iglesia católica para garantizar la educación en zonas remotas de la Amazonía peruana, vio el potencial de Mateo y le propuso impartir clases en Yomibato. Entonces algo se removió en su interior. "He pasado casi 7 años en la ciudad, nunca he estado cerca de mi familia, de mis primos, de mis hermanos, de mi mamá… Ahora es momento de estar juntos, pasar la vida junto con ellos".

Katya Mallea, coordinadora de un programa de la Fenamad para el desarrollo de jóvenes indígenas, ha detectado una preocupante pérdida de identidad entre los indígenas peruanos. "Muchos quieren parecerse a los de fuera, porque creen que ser como son es lo peor", lamenta Katya. "Ser pobres, estar subdesarrollados, no tener acceso a la tecnología". Los expertos tratan de estudiar el complejo choque cultural que supone pasar de un estilo de vida ancestral a vivir en la ciudad. "En una semana les pagan el doble de lo que ganarían en su comunidad en un mes. Empiezan a cuestionarse, quiénes son y qué quieren ser".

Katya tiene claro que el soporte para aguantar este proceso reside en la familia. "Los jóvenes que no han sufrido un impacto en su identidad es porque tienen familiares que los respaldan bastante. Y son esos casos los que quieren aprender fuera para volver y contribuir a la comunidad". Cinco años después de su vuelta, Mateo es maestro de secundaria, director de escuela, presidente de Yomibato, representante de las comunidades del Manu y coordinador de la Nación Matsigenka. Aunque su pasatiempo favorito sigue siendo el futbol, que quizá le recuerde a las tardes deportivas en las que jugaba sin necesidad de mediar palabra.

Una capitana entre hombres

El ejemplo de Mateo ha inspirado a otras indígenas, como Roxana Coshante Sacaro. Esta matsigenka hecha hacia atrás su melena negra mientras coge carrerilla. Una docena de pasos rápidos, un movimiento de cadera, un derechazo y el balón sale disparado hacia la portería construida con tres troncos. Suma un gol de penalti para su equipo. Ella es la capitana del primer equipo femenino de Yomibato. Roxana explica que para llegar hasta Tayacome han navegado por el río durante un día entero. "La travesía ha sido muy dura, porque el río estaba bajito y entraba el agua. Entonces nos bajábamos, empujábamos, subíamos... Íbamos como hormiguitas, sentaditos", recalca.

"Antes solamente venían los varones a estos torneos. Ayer me desanimé, porque el río estaba muy bajo. Por suerte ya estamos aquí y me siento muy feliz. ¡Estamos cansadas, pero hemos ganado!", se alegra Roxana, que ha marcado uno de los penaltis. "Es divertido, hacer pases, estar unidas en un solo equipo". A diferencia de los chicos, las chicas de Yomibato juegan descalzas. "No están acostumbradas a usar zapatillas, sienten pesados sus pies y por eso van calapatas", explica la capitana. "En la comunidad se ha dicho que las mujeres no deben quedarse atrás, entonces, me dije, ¿por qué no? Yo veo que por igual todas tenemos derecho a hacer lo que hacen los varones".

Foto: La tala indiscriminada amenaza uno de los mayores bosques vírgenes de Europa. (EFE EuroNatur/Matthias Schickhofe)

Roxana aspira a conseguir algunas camisetas, aunque tampoco espera que tengan el mismo color. La capitana renunció a cursar una carrera universitaria al quedarse embarazada, una oportunidad que, con un nuevo bebé en brazos, lamenta no haber tomado. Roxana trabaja en Yomibato como profesora de ciclo Inicial, "con los niños pequeñitos".

La indígena ha aprendido de forma autodidacta y muestra entusiasmo por el oficio, "sé un poco, no todo, pero un poco sí, y estoy muy contenta”. Al terminar los partidos, los matsigenkas de las cuatro comunidades beben masato juntos, un brebaje sagrado que elaboran fermentando yuca, y comen un venado que cazaron los de Yomibato mientras navegaban. A pesar de haber crecido sin fútbol, parecen haber entendido rápidamente la esencia del deporte.

La pelota pasa de un jugador a otro al ritmo de las canciones de cumbia. Las melodías machaconas ocultan el canto de los guacamayos y los gritos de los monos maquisapa, que miran curiosos a los indígenas que juegan al fútbol en mitad de la Amazonía peruana. Son parte del pueblo ancestral matsigenka, pertenecen a la gran familia lingüística de los Arawak y conservan los mitos que ya se contaban unos a otros cuando los Incas reinaban en las montañas. A los matsigenka les gusta tanto el fútbol que han creado una liga masculina y otra femenina, compiten por barrios, comentan sus propios partidos y organizan torneos.

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