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El marisco tailandés que tú comes lo pescan esclavos
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CÓMO ser EL TERCER EXPORTADOR MUNDIAL

El marisco tailandés que tú comes lo pescan esclavos

La industria pesquera de Tailandia, tercer exportador mundial, se ha forjado sobre miles de esclavos. Amenazado por la UE, el país intenta evitar que el sector se hunda. No lo está logrando

Foto: Trabajadores en un mercado de pescado y marisco en Mahachai, Tailandia, el 28 de enero de 2016. (Reuters)
Trabajadores en un mercado de pescado y marisco en Mahachai, Tailandia, el 28 de enero de 2016. (Reuters)

Ed fue forzado en tres ocasiones a subirse a un gran barco pesquero. Las dos primeras veces fue drogado y se despertó ya en alta mar. La tercera supo que poco podía hacer para evitarlo y no opuso resistencia. Como en las otras dos ocasiones, salió de un puerto tailandés y acabó en aguas de Indonesia, pescando durante jornadas de hasta 18 horas diarias con descansos de apenas tres horas. “No sé cuánto tiempo estuve cada vez en el barco. Yo decía al patrón que no quería estar ahí, pero solo me devolvían a tierra cuando ya no me necesitaban”, cuenta Ed, que aún tiene en su brazo las huellas de los cortes que le hicieron la segunda vez que intentó resistirse.

Ed es uno de los miles de esclavos sobre los que se ha forjado la industria pesquera tailandesa y que han permitido al país asiático convertirse en el tercer exportador mundial de marisco y pescado. El sector lleva, sin embargo, varios años en el ojo del huracán de las críticas de grupos de derechos humanos alrededor del mundo por sus duras condiciones laborales y por los abusos repetidos a sus trabajadores. Ante la creciente polémica, la industria introdujo algunas mejoras en la última década, centradas fundamentalmente en el trabajo infantil. “Hace 10 años había niños de seis o siete años en las fábricas [de pelado y procesamiento de pescado]. Ahora es raro encontrar [trabajadores] de menos de 15, especialmente en las fábricas que exportan”, asegura Patima Tungpuchayakul, mánager de Labour Rights Promotion Network, una de las ONG que ofrecen apoyo a trabajadores migrantes en el sector.

Los esfuerzos por acabar con el trabajo esclavo han sido, sin embargo, más lentos. Al menos hasta ahora. Durante el último año, el Gobierno tailandés y la industria han revolucionado el sector con una campaña de “lavado de imagen” para evitar las restricciones a las importaciones con las que han amenazado tanto Europa como Estados Unidos. Así, en abril del año pasado, la Unión Europea impuso una tarjeta amarilla al país asiático por pesca ilegal y por el uso de trabajo esclavo, un aviso previo antes de prohibir las importaciones si no se introducen mejoras. Estados Unidos también ha lanzado su voz de alarma y ha degradado la calificación de Tailandia en su informe anual sobre “tráfico de personas” por ser “fuente, destino y país de tránsito para hombres, mujeres y niños sometidos a trabajos forzados y tráfico sexual”.

Poco después de recibir la tarjeta amarilla, el Gobierno tailandés, dirigido por una junta militar desde el golpe de Estado de mayo de 2014, abrió el llamado Centro de Control para Combatir la Pesca Ilegal (CCCIF, en sus siglas en inglés) para coordinar la respuesta a las exigencias internacionales para mejorar el sector. En los últimos meses, se han aprobado así nuevas leyes que, entre otras cosas, obligan a los barcos de pesca a tener dispositivos de localización GPS o que prohíben las redes más dañinas contra el medioambiente. El CCCIF ha lanzado además una campaña de inspecciones en fábricas de procesamiento de marisco para luchar contra el tráfico forzado o infantil.

La base de la pirámide: fabricas ilegales

La industria, representada por la Asociación Tailandesa de Comida Congelada (TFFA, en sus siglas en inglés), ha comenzado además a concentrar la cadena de producción después de que un reportaje de la agencia Associated Press relatara cómo las grandes fábricas exportadoras, muy controladas por las autoridades, se nutrían de otras más pequeñas en las que se utilizaba trabajo esclavo. Las grandes fábricas han parado así todos los pedidos de las subcontratas de pelado de gambas y están ampliando sus instalaciones para absorber toda la producción. “Es una medida positiva, porque así podremos controlar mejor las condiciones laborales de las fábricas”, asegura Benjamaporn Wongnakornsawon, portavoz del CCCIF.

La fábrica Phatakrit Seafood es poco más que una estancia diáfana en la que el único mobiliario son varias filas de mesas y algunos grandes barreños de diferentes colores. Sobre las mesas, varias decenas de grandes boles metálicos se apilan cuidadosamente. Lo normal en un día cualquiera en la Phatakrit Seafood hubiera sido encontrar restos de gambas esparcidos sobre las mesas y el suelo y a los 135 trabajadores, la mayoría de origen birmano, quitando cáscaras a un ritmo frenético y preparando los pequeños crustáceos para luego enviarlos a una gran fábrica de congelados. Pero desde el pasado 1 de enero, cuando las fábricas exportadoras les cortaron los pedidos, los taburetes se hacinan sobre las mesas y las líneas de procesado permanecen limpias. Ninguna gamba ha sido pelada desde entonces.

Hasta ahora, la industria tailandesa de procesado de pescado había tenido tres escalones. En el escalón superior estaban las grandes fábricas exportadoras, donde el pescado y el marisco era envasado y congelado para enviarlo a terceros países, principalmente Estados Unidos y Japón. En un segundo escalón se situaban 54 plantas más pequeñas, certificadas por la TFFA y por el Gobierno, donde se hacía fundamentalmente la limpieza del pescado y que ahora están cerradas. En la base de la pirámide están las fábricas ilegales, como la denunciada en el reportaje de Associated Press, donde, según la Labour Rights Promotion Network, tienen lugar la mayor parte de los abusos.

Aung, una de las empleadas de Phatakrit Seafood, lleva desde enero sin trabajo. “Yo no quiero ir a trabajar a una gran planta. No hay libertad allí”, dice la birmana, que lleva más de 15 años en Tailandia. “Si no podemos volver a trabajar, me volveré a casa”, asegura. Las leyes migratorias del país son estrictas y los visados están asociados a un empleador concreto que generalmente no pueder ser modificado. “Estamos ayudando a cambiar los permisos de trabajo de aquellos que quieren empezar a trabajar en las grandes fábricas, pero tienen que permanecer en el mismo sector”, afirma Ratana Palachia, jefa del departamento de Trabajo en Samut Sakhon, la provincia tailandesa en la que se concentra buena parte de la industria. Palachia confirma que muchos trabajadores se han negado a ser trasladados a las nuevas instalaciones porque las condiciones laborales son mucho más estrictas y el salario es similar.

Carrera contrarreloj

A pesar del anuncio constante de medidas para adaptarse a los estándares internacionales, muchos activistas siguen preocupados por el impacto real de los cambios en el sector y por sus riesgos. “Eliminar las fábricas de pelado es como buscar una cura inmediata a un cáncer cortando una extremidad. Para TFFA, esta regulación puede ser un sacrificio necesario, pero la industria no puede ir cortando partes de la cadena de producción cada vez que hay una noticia negativa”, asegura Dornnapha Sukkree, una abogada especializada en transparencia en la cadena de producción.

Tailandia juega en una carrera a contrarreloj para quitarse la etiqueta 'hecho con esclavos' y evitar que su industria pesquera se hunda. Todo apunta a que no la está ganando

Así, al menos 2.000 trabajadores de las plantas de procesado cerradas se han quedado sin empleo y otros tantos están siendo despedidos sin compensación después de que una nueva ley incrementara la edad mínima para trabajar en el sector de 15 a 18 años. Algunos aún tienen que pagar su deuda a los traficantes que los trajeron desde Birmania a Tailandia para conseguir un trabajo en las fábricas. Por su parte, los propietarios de las fábricas aseguran que no podrán pagar los préstamos que pidieron en los últimos cinco años para modernizar las instalaciones. “Primero ellos me piden que mejore la fábrica. Y ahora me cortan los pedidos. Me gasté 13 millones de baths [330.000 euros] y aún debo cinco [125.000]”, dice Punsin Kaewmanee, dueño de la Phatakrit Seafood.

Uno de los mayores riesgos es, sin embargo, que las grandes fábricas intenten servirse de las plantas ilegales para hacer frente a los pedidos ahora que han perdido buena parte de su capacidad de producción. “Las marcas globales van a tener que estar muy atentas para identificar lo que serán esfuerzos inevitables de hacer pedidos por la puerta de atrás a las fábricas ilegales", afirma Phil Robertson, subdirector para Asia de Human Rights Watch. "No olvidemos que la TFFA está haciendo esto porque está obligada a ello, no porque quiera. Nadie debe pasar por alto las décadas en las que TFFA permitía abusos y trabajo infantil en las plantas de procesado si eso significaba mayores beneficios”, señala.

Mientras, las denuncias de ONG y activistas se suceden. La Unión Europea anunciará además en las próximas semanas si prolonga la tarjeta amarilla a Tailandia, si la retira o si la convierte en una roja, prohibiendo así las exportaciones. Estados Unidos publicará también un nuevo informe a mediados de año sobre el tráfico de personas en el país. Tailandia juega en una carrera a contrarreloj para quitarse la etiqueta 'hecho con esclavos' y evitar que su industria pesquera se hunda. Y todo apunta a que no la está ganando.

Ed fue forzado en tres ocasiones a subirse a un gran barco pesquero. Las dos primeras veces fue drogado y se despertó ya en alta mar. La tercera supo que poco podía hacer para evitarlo y no opuso resistencia. Como en las otras dos ocasiones, salió de un puerto tailandés y acabó en aguas de Indonesia, pescando durante jornadas de hasta 18 horas diarias con descansos de apenas tres horas. “No sé cuánto tiempo estuve cada vez en el barco. Yo decía al patrón que no quería estar ahí, pero solo me devolvían a tierra cuando ya no me necesitaban”, cuenta Ed, que aún tiene en su brazo las huellas de los cortes que le hicieron la segunda vez que intentó resistirse.

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