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Réquiem por el ‘consenso de Washington’
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LA REFUNDACIÓN DEL CAPITALISMO (I)

Réquiem por el ‘consenso de Washington’

El liberalismo no vive sus mejores días. De esto parece haber pocas dudas. Muchos lo acusan de alentar -o, al menos, de ser condescendiente- con el

El liberalismo no vive sus mejores días. De esto parece haber pocas dudas. Muchos lo acusan de alentar -o, al menos, de ser condescendiente- con el nacimiento y posterior explosión de la burbuja financiera. Una expresión que esconde una sobrevaloración de activos casi infinita que ha llevado a medio mundo al borde de la recesión. Y que, en el caso español, amenaza con devolver al país a tasas de paro de los años 90 que se creían ya superadas. Los defensores del liberalismo argumentan, por el contrario, que lo que realmente ha fallado ha sido, precisamente, la existencia de un sistema financiero hiperregulado que no ha dejado funcionar a la célebre ‘mano invisible’ de Adam Smith. ‘Si hay un mercado intervenido, ése es el financiero’, sostienen los irredentos del libre comercio sin barreras.

 

¿Quién tiene razón?, cabe preguntarse a pocos días de la cita de Washington, donde, según expresión utilizada en su día por Nicolás Sarkozy -y que ha hecho fortuna-, se pretende ‘refundar el capitalismo’. Ni más ni menos. Así, como suena. Como se ve una especie de contradicción in términis. Sería realmente paradójico que el libre comercio -la esencia misma del capitalismo- tuviera que ser reinventado en una reunión  gubernamental al máximo nivel a partir de textos preparados por burócratas y altos funcionarios de más de 20 países.

¿Y qué es el capitalismo? De manera recurrente, pero poco rigurosa, se suele identificar este concepto con el llamado  ‘consenso de Washington’, una suerte de capitalismo en estado químicamente puro. O dicho en otros términos más ideológicos. Tras esa expresión se esconde la opción  liberal por excelencia.  Lo que se ha venido en denominar ‘neoliberalismo’ ¿Es esto cierto?

El término ‘consenso de Washington’ fue acuñado por el economista británico John Williamson en noviembre de 1989, coincidiendo en el tiempo con la caída del Muro de Berlín, y desde entonces han corrido ríos de tinta sobre el alcance real de la expresión. Hasta el punto de que el propio Williamson ha tenido que matizar en numerosas ocasiones su significado para alejarla todo lo posible de las imposiciones de política económica efectuadas por EEUU en el subcontinente americano en los años 80 y 90, y por extensión en otras zonas del planeta.

Las imposiciones de Washington

Williamson se ha defendido argumentando que detrás del vocablo ‘Washington’ no se esconde el Gobierno estadounidense, sino el hecho de que en la capital norteamericana tengan su sede el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras muchas agencias económicas multilaterales, además de multitud de think tank que han aceptado el sistema capitalista como regla general de actuación.

El consenso de Washington se articula a partir de un decálogo de recetas de política económica que, según su autor, deben tener en cuenta todas las naciones para poder crecer de forma robusta y sostenible. Y es que en su observación científica fue capaz de demostrar que los países con mejores niveles de bienestar son, precisamente, lo que han sido capaces de poner orden sus principales indicadores macroeconómicos evitando desequilibrios insostenibles. Y en este sentido, se propone disciplina presupuestaria, bajos impuestos, estabilidad de precios, reajuste de las prioridades del gasto público, liberalización del comercio exterior, incentivos a la inversión extranjera, desregulación económica o defensa a ultranza del derecho de propiedad como un instrumento capital del sistema económico para hacerlo más eficiente.

Como se ve, una panoplia de condiciones que sólo un puñado de países cumple. Desde luego, en número inferior a los que acudirán a Washington el próximo fin de semana.  Sus detractores –a la cabeza de ellos los Premios Nobel Stiglitz y Krugman- acusan al decálogo de Williamson de olvidar asuntos tan transcendentales como la ‘cuestión social’, que se decía en los años 30 en España, el reparto de la riqueza, y las reformas institucionales, imprescindibles para garantizar el buen funcionamiento del sistema económico, además de la transparencia para evitar informaciones asimétricas.

Critica, igualmente, que EEUU haya impuesto esas políticas en numerosas ocasiones (incluso alentando golpes de Estado en Latinoamérica), y eso ha dejado a naciones libres y soberanas sin instrumentos de política económica para decidir su futuro. Según sus detractores, se ha impuesto el ‘pensamiento único’ en economía’, que no tiene en cuenta las particularidades de cada país.

Se critica, por último, que haya desaparecido la intervención  de los Estados, lo que ha provocado un empobrecimiento de la región. Y se recuerda que en los países emergentes de Asia los gobiernos han jugado un papel relevante en el desarrollo económico de sus países con un evidente éxito para sus ciudadanos. En una palabra, el ‘consenso de Washington’ ha sustituido una ‘industrialización dirigida por el Estado’ por una especie de ‘fetichismo de las reformas’ que no han dado los frutos deseados. Unos datos extraídos de la Cepal indican la naturaleza del problema. La tasa de crecimiento promedio de Latinoamérica se situó entre 1990 y 2003 en un 2,6% anual, inferior a la lograda en los años en los que el Estado gobernaba la industrialización. En concreto, la región creció un 6,5% anual entre 1950 y 1980. Incluso en el periodo en el que la estabilidad macroeconómica fue mayor, entre 1990 y 1997, el aumento del PIB fue del 3,7%, por debajo de años anteriores.

No será un nuevo Bretton Woods

Aquí radica, precisamente, el primer problema que deben solventar los dirigentes mundiales que acudirán a Washington. Si una receta de política económica puede generalizarse al conjunto del planeta. Al contrario de lo que sucedió en Bretton Woods, donde las discusiones fueron un diálogo entre Inglaterra y EEUU, en esta ocasión los países emergentes (Brasil, India, México y, sobre todo, China, tienen voz propia. Y si la Unión Soviética de Stalin acudió como un simple invitado de piedra (nunca ratificó los acuerdos), en esta ocasión la Rusia de Putin y Medeyev, tiene mucho que decir gracias a sus enormes yacimientos de petróleo y gas natural.

Por ahí, precisamente, pueden venir los primeros agujeros del consenso de Washington. Pocos gobernantes parecen dispuestos a dejar de utilizar sus instrumentos de política económica en aras de mantener una estabilidad macroeconómica. Ni siquiera aquellas naciones que han firmado el llamado Pacto de Estabilidad y Crecimiento en la Unión  Europea. Nadie duda de que el límite del 3% de déficit público es ya papel mojado, y hasta la Comisión Europea -la garante del cumplimiento de los pactos- asiste muda a un crecimiento de los desequilibrios presupuestarios sin parangón  en los últimos 15 años. Habrá más déficit y, por lo tanto, mayor deuda pública, incluso por encima del 60% que imponía como tope el Tratado de Maastricht.

Williamson no daba en su decálogo un porcentaje aceptable de déficit, pero sí aclaraba que los desequilibrios presupuestarios deben ser lo suficientemente pequeños para ser financiados sin recurrir a la inflación fiscal (emitiendo mayor deuda). Tampoco parece ser este el caso.

Casi todos los gobiernos han recuperado la filosofía de la célebre curva de Philips, que establece una relación directa entre inflación  y desempleo (a mayor nivel de precios, menor desempleo, y viceversa). Y no parece que en un contexto como el actual –máxime en el caso español- ningún Gobierno esté dispuesto a ver crecer el paro en aras de controlar la inflación, sobre todo cuando los precios de las materias primas y de los activos inmobiliarios están a la baja. Se vislumbran, por lo tanto, políticas fiscales anticíclicas, más expansivas. Sin que a nadie parezca importar en estos momentos el cumplimiento de determinados objetivos firmados en épocas de bonanza que están a punto de saltar por los aires. Como el ‘consenso de Washington’.

El liberalismo no vive sus mejores días. De esto parece haber pocas dudas. Muchos lo acusan de alentar -o, al menos, de ser condescendiente- con el nacimiento y posterior explosión de la burbuja financiera. Una expresión que esconde una sobrevaloración de activos casi infinita que ha llevado a medio mundo al borde de la recesión. Y que, en el caso español, amenaza con devolver al país a tasas de paro de los años 90 que se creían ya superadas. Los defensores del liberalismo argumentan, por el contrario, que lo que realmente ha fallado ha sido, precisamente, la existencia de un sistema financiero hiperregulado que no ha dejado funcionar a la célebre ‘mano invisible’ de Adam Smith. ‘Si hay un mercado intervenido, ése es el financiero’, sostienen los irredentos del libre comercio sin barreras.

Belinda Washington