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"Tras meter a mi hija en el negocio, no pude dormir": la nueva vida de tres prostitutas
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ENGAÑO, MAFIA, NECESIDAD Y LUJO EN MADRID

"Tras meter a mi hija en el negocio, no pude dormir": la nueva vida de tres prostitutas

Tres mujeres de orígenes y estratos sociales diferentes cuentan cómo comenzaron a trabajar en un burdel, cómo subsistieron dentro y cómo lograron rehacer su vida fuera

Foto: María, durante la entrevista. (Fotos: Jorge Álvaro Manzano)
María, durante la entrevista. (Fotos: Jorge Álvaro Manzano)

Su padrastro le pegaba y ella discutía mucho con su madre por ello. Cansada, a sus 19 años, María (Brasil, 1980) buscó en la calle lo que no encontraba en casa. "Malas amistades", resume. "Un chico me propuso trabajar como camarera en España", relata hoy, 20 años después de iniciarse en los burdeles. "Desconocía por completo todo sobre la prostitución", admite la joven, que realmente pensaba que su destino laboral sería un establecimiento hostelero. Por eso aceptó la proposición y entregó a su interlocutor toda la documentación que este le pidió. "Hoy sé que él era un intermediario entre el cabecilla de la organización en España y la trama de Brasil, que se encargaba de captar chicas allí", afirma María, cuya juventud le impidió entonces ver más allá de sus ilusiones.

"Cuando llegué, nada era lo que imaginaba", se lamenta. "Me metieron en un club nocturno de Bilbao con otras mujeres que venían de todas partes y me dieron tres meses para pagar el billete de ida", recuerda aún con temor. "Fueron más de tres meses", añade. "Terminé de pagar el billete, pero no sabía qué hacer, así que seguí con la misma vida", explica la mujer, que ocultó siempre a su familia cómo se ganaba el pan. "Si lo cuentas, sabes lo que te puede pasar, me decían mis compañeras, que me advertían de que los dueños eran mafiosos y de que teníamos que tener cuidado con lo que hablábamos con los clientes; por eso yo mentía y decía a mi madre que todo estaba bien", asegura María, que permaneció 13 años en este oscuro mundo.

placeholder Celeste, durante la entrevista. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)
Celeste, durante la entrevista. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)

Martha (Bolivia, 1979) no fue engañada como María. Entró por voluntad propia en una casa de citas. Necesitaba dinero para pagar sus estudios de postgrado en psicopedagogía y no encontraba un trabajo que se adecuara a su horario. Una noche, en una discoteca, conoció a una chica que se lo pintó todo "muy sencillo". "Yo podría elegir libremente los clientes que quisiera y los ingresos eran muy suculentos", rememora hoy la mujer, que acaba de alcanzar los 40. "Nunca se me había pasado por la cabeza, pero la oferta era tentadora, porque yo no tenía documentación y necesitaba desesperadamente el dinero para pagar el alquiler, la universidad e incluso enviar dinero a mi hijo", dice con resignación.

La mujer se entrevistó con la 'madame' del local, "una filipina muy amable" que le explicó que tenía que elegir un horario fijo entre las 9.30 y las 22 horas, el que ella quisiera, y decir los días que pensaba librar. Eso sí, tenía que comprometerse a acudir en el periodo elegido y a mantener un trato cordial con los clientes. "Elegí trabajar por las mañanas, de 10 a 16 horas, porque por las tardes iba a la universidad, y librar los sábados", apunta Martha, que subraya que al principio todo parecía muy fácil, pero que luego no lo fue tanto. "Nunca te explican la otra parte, la emocional".

"El primer día fue muy duro, tenía en mi cabeza lo difícil que sería desnudarme ante alguien que no conozco; me aconsejaron que desviara mi mente, que pensara que le conocía; pero el cliente venía de coca hasta arriba y era muy agresivo, fue violento conmigo, me asusté y salí corriendo, pero la dueña intervino y le dijo al hombre que yo era nueva, que no podía tratarme así", expone la mujer con tristeza en los ojos. "Tienes que soportar a personas que no tienes por qué soportar, que tienen perturbaciones sexuales, que se ponen bruscos, que se drogan", valora Martha, que se propuso estar allí un año como mucho. "Estuve cinco", recuerda entre lágrimas que le estropean el rímel.

placeholder María muestra su anillo de compromiso. Ahora es ama de casa. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)
María muestra su anillo de compromiso. Ahora es ama de casa. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)

"Nadie sabía que me pegaba"

También voluntaria fue la incorporación a la prostitución de Celeste (Colombia, 1969). Era la menor de 15 hermanos, se crió en el campo y tuvo la mala suerte de casarse con un hombre "muy celoso" que la maltrató durante nueve años, que le obligaba a tener relaciones cuando ella no quería y con el que tuvo dos niñas. "Nadie sabía que me pegaba, porque yo siempre sonreía, me daba vergüenza que la gente se enterara", confiesa. "Un día me dio una paliza delante de mis hijas, vinieron varios policías, que a pesar de verme apaleada en el suelo me llevaron al calabozo; eran amigos suyos", cuenta Celeste, que golpeada y todo al día siguiente se arregló y fue a sacar adelante su panadería. "La gente me señalaba, fui a poner una denuncia, pero él murió electrocutado por un congelador días después y nunca hubo juicio", asegura.

Cuando el negocio comenzó a ir mal, alguien le dijo que en España había posibilidades. Vendió el local, se embolsó 3.000 dólares, dejó a sus hijas —de 12 y 13 años— a cargo de una amiga y cogió el avión. Aterrizó en Madrid con 32 años. Comenzó a trabajar en Valencia en una casa como interna. "Duré 20 días", asegura la mujer, que nunca se había dedicado a estas tareas. "Busqué en el periódico y vi un anuncio: una señora tenía una casa a la que iban solo señores mayores", recuerda Celeste, que al mismo tiempo acudió a una agencia matrimonial y conoció a un hombre. "Me casé con él, pero a los pocos días una compañera envidiosa le dijo lo que yo hacía, él me preguntó, yo lo admití, dejé esa vida y me quedé con él", cuenta sobre su primera incursión en la prostitución.

placeholder Celeste tocó fondo cuando pidió a su hija que se prostituyera con ella. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)
Celeste tocó fondo cuando pidió a su hija que se prostituyera con ella. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)

El nuevo marido de Celeste era camionero, conocía a narcos y estos le invitaron a hacer "una inversión". La mujer puso el dinero y comenzó a ingresar cada mes. A los dos años, se trajo a sus hijas de Medellín para darles mejor vida. "No quería que tuvieran que depender de un hombre y que estudiaran", argumenta. Sin embargo, el exceso de dinero no era buen consejero. Las niñas salían demasiado. "Llevaban mala vida", resume Celeste, que vio cómo ambas le daban de lado y entró en una depresión. Comenzó a tomar pastillas. Demasiados comprimidos. Un día, tras una pelea con su hija, se embuchó todo un bote con champán. Estuvo seis días en el hospital. "Yo solo quería morirme", relata sobre el momento previo a regresar a la mancebía.

"Entonces una prima me propuso montar con ella una casa de citas", sentencia. "Yo me había hecho la liposucción y estaba muy guapa, además siempre iba elegante, así que me vine a Madrid", asegura Celeste, que decidida, para conseguir el dinero, se puso a trabajar en un club nocturno. "Siempre iba muy atractiva y todos los hombres querían estar conmigo, por lo que generé muchas envidias y tuve que irme a otra casa, donde hacía 1.600 euros cada día, la mitad para la dueña y la otra mitad para mí", cuenta la mujer, que pensó que podría sacar más margen a la actividad, que ocultó en todo momento a su pareja, que seguía en Valencia.

"Me acostaba con 20 ó 25 hombres al día, eran servicios de lujo, el más barato costaba 100 euros por diez minutos"

"Alquilé un bajo, puse anuncios con fotos muy elegantes y vino muchísima gente; un cliente me dijo que podría ayudarme a darle más difusión, lo propagó por internet y aquello fue una bomba; llamaban muchísimos hombres; yo llegué a hacer 4.000 euros al día", explica la mujer, que al poco tiempo se mudó a un chalé. "Me acostaba con 20 o 25 hombres al día, eran servicios de lujo, el más barato costaba 100 euros por diez minutos; venían abogados, me invitaban a los mejores restaurantes", relata Celeste, que admite que a veces iba a casa de los clientes cuando no estaban sus mujeres.

Sin embargo, siempre estuvo vacía por dentro. "Había perdido todos los valores que me habían inculcado, cogía el dinero todos los días, me compraba la mejor ropa del mercado, pero en realidad también lloraba todos los días, porque quería tener al lado a alguien que me respetara", afirma la colombiana, que sobre todo se arrepiente de haber metido a su hija en ese "sucio" mundo. "Normalmente me hacía fotos en las que no se veía el rostro para ilustrar los anuncios, pero un día se coló una imagen de mi cara, el hijo de la dueña del chalet me identificó y me echó", cuenta Celeste, que se fue a "una casa más fea". "Los clientes no eran los mismos, empezó a entrar menos dinero y le dije a mi hija que se buscara la vida", explica con tristeza. "Comenzó a trabajar conmigo", resuelve con firmeza y poco orgullo.

"Prefería a un cocainómano que a 20 tíos"

"El 90% de las mujeres que trabajamos ahí lo aborrecemos, pero nos ponemos un escudo para pensar que necesitamos seguir dentro", asegura Martha, que compatibilizaba la prostitución con la universidad y, en ocasiones, con el cuidado de niños. "Intentaba hacer esto para tratar de salir del ambiente", justifica al tiempo que admite lo "difícil" que es salir. "Los clientes pagaban más si yo consumía droga, así que accedía; prefería estar con un cocainómano durante diez o 15 horas que con 20 o 30 hombres a la semana, porque ganaba más", afirma la boliviana, que reconoce que cada semana había un par de redadas de la Policía. "Las que no teníamos papeles nos escondíamos debajo de las camas, en los armarios o en la terraza", revela la mujer, que estuvo dos veces a punto de la sobredosis.

"El corazón se aceleraba, las venas iban a reventar y el cuerpo se me paralizaba", describe Martha, que admite que entonces tuvo "pensamientos de suicidio, ansiedad y la autoestima por los suelos". "Mi mayor temor era no poder salir", confiesa. "Llevaba una doble identidad; no tenía vida social, los compañeros de la universidad me invitaban a tomar algo, pero yo tenía miedo a que alguien me identificara por la calle, algún cliente, por ejemplo, por eso siempre estaba escondida, con miedo; cuando iba a la casa en la que trabajaba me ponía lentillas y, al abandonarla, las gafas", relata Martha, que en este doble contexto vital conoció a un chico. "Él no sabía nada, ni sospechaba, porque yo trabajaba siempre de día, pero me sentía muy mal; además, cuando consumía coca me transformaba en otra persona, me ponía agresiva y lo pagaba con él", explica.

placeholder Martha explica a El Confidencial su experiencia. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)
Martha explica a El Confidencial su experiencia. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)

Tanto la boliviana Martha como la brasileña María y la colombiana Celeste no quieren revelar sus auténticas identidades con el fin de ocultar a la sociedad su pasado. Entienden que la gente las miraría de otra forma si conocieran su historia. Las tres están hoy integradas por completo y alejadas de aquel mundo. La primera trabaja como psicopedagoga en un centro especializado de la Comunidad de Madrid. "Somos campeones en juzgar desde fuera y no nos damos cuenta de lo que las personas que están en ese mundo tienen por dentro; se ven esclavas, dentro de un círculo vicioso, pierden la fe en la sociedad, algunas llevan 25 o 30 años ahí, sujetas a muchos riesgos, la mayoría de ellas no confían en los hombres, porque han visto a muchos, como esposa e hijos, que van al burdel a que les hagan lo que no les hacen en casa", explica. "Muchos son guapos, educados, formados, pero luego también unos perturbados", ahonda.

"Yo tenía estudios, y unas aspiraciones, pero otras no tienen formación", se apena Martha, que al igual que las otras dos logró salir de la prostitución gracias al apoyo de quienes trabajan en la iglesia evangélica Centro de Ayuda Cristiano. "Tras meter a mi hija en el negocio, no podía dormir, aumenté el número de pastillas que tomaba, no podía dormir, mi conciencia no podía soportarlo, quería volver a quitarme la vida; fue entonces cuando una chica que trabajaba conmigo me habló de la iglesia; cuando vine, lloré mucho, le conté al pastor todo lo que había pasado, los ocho meses que pasé en la prostitución y lo de mi hija; no me juzgó, me dijo que yo podía salir, me encantó como me trataron todos", relata Celeste, que tras pisar el centro no volvió a ejercer.

"Tiré todo, contactos, papeles, ese mundo me daba asco, ya era otra persona", afirma la mujer, que ha recuperado "la amistad" con sus hijas y no ha vuelto a tener pareja. "Me gustaría estar con alguien con mis mismos valores, que me respete, pero también soy feliz así, sé que un hombre no me da la felicidad, ni tampoco el dinero, porque la paz y alegría que ahora tengo solo vienen de Dios; ahora no tomo ni una sola pastilla", explica Celeste, que admite haber tenido la tentación de volver en repetidas ocasiones. "Nunca he aceptado; ahora alquilo habitaciones y cuido niños", zanja con seriedad.

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María, durante la entrevista. (Foto: Jorge Álvaro Manzano)

María, por su parte, también conoció el centro por medio de una chica que lo frecuentaba. Se topó con ella en una cafetería. La desconocida le ayudó a pedir un café, pues el camarero no entendía bien el brasileño cerrado de María. Ambas empezaron a hablar. La prostituta le confesó que quería salir de ese mundo, pero que no sabía cómo, que estaba deprimida, que le encantaría tener "un trabajo normal", que le ocultaba a su familia la realidad por miedo al qué dirán, que no tenía ni ganas de vivir. La desconocida le dio la dirección del centro, María la apuntó. Aquello ocurrió en 2005, cuando la joven brasileña ya llevaba cinco años en España. María no se decidió a ir al centro hasta ocho años después, cuando ya llevaba 13 en el negocio y recuperó el papel donde había apuntado la calle y el número. "Acostumbro a guardarlo todo", argumenta.

La joven entró en la instalación, vio que había un acto de culto en ese momento y se sentó en la parte de atrás. "Me gustó lo que decían, me quedé hasta el final, me puse a hablar con una chica, que me escuchó, me sentí tratada con cariño, como una persona, con amabilidad", resume. "Empecé a ir de vez en cuando, a un proyecto para mujeres, donde me animaron a buscar trabajo, a salir adelante, a ser feliz", confiesa María, que sin embargo continuó ejerciendo durante unos días más. "Yo tenía muchos traumas, me los fui quitando poco a poco, pero un día me decidí, hice un currículum y empecé a hablar con gente, a ir los restaurantes a pedir trabajo, volví a estudiar, me matriculé en derecho, me casé y ahora soy ama de casa", cuenta María, que rehízo su vida junto a un joven al que conoció en su "vida pasada". "Él entró en el club con un amigo, por casualidad, nunca había estado allí, ahora somos felices", asegura.

"El cariño que me dieron en el centro a pesar de saber que yo había sido prostituta me ayudó muchísimo, que me vieran como una persona me empujó a restaurar mi vida; hoy soy una mujer segura, ya no tengo el vacío que tenía, he aprendido a quererme, a valorarme, a descubrir que puedo hacer muchas cosas; hicieron muy buen trabajo conmigo", apunta con una sonrisa en la boca. "Puedo hacer todo lo que me proponga", sonríe aún con más sinceridad.

Su padrastro le pegaba y ella discutía mucho con su madre por ello. Cansada, a sus 19 años, María (Brasil, 1980) buscó en la calle lo que no encontraba en casa. "Malas amistades", resume. "Un chico me propuso trabajar como camarera en España", relata hoy, 20 años después de iniciarse en los burdeles. "Desconocía por completo todo sobre la prostitución", admite la joven, que realmente pensaba que su destino laboral sería un establecimiento hostelero. Por eso aceptó la proposición y entregó a su interlocutor toda la documentación que este le pidió. "Hoy sé que él era un intermediario entre el cabecilla de la organización en España y la trama de Brasil, que se encargaba de captar chicas allí", afirma María, cuya juventud le impidió entonces ver más allá de sus ilusiones.

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