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Qué delicia, el chocolate: Colbrelli gana la París-Roubaix del barro
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Una carrera épica

Qué delicia, el chocolate: Colbrelli gana la París-Roubaix del barro

El italiano rompió a llorar tras imponerse en un reducido sprint al belga Vermeersch y al neerlandés van der Poel. La lluvia y las durísimas condiciones aderezaron la prueba

Foto: Sonny Colbrelli celebra la victoria al final de la prueba. (Reuters)
Sonny Colbrelli celebra la victoria al final de la prueba. (Reuters)

Novecientos tres días. Novecientos tres. Mil, por redondear, que siempre se redondea al alza, ya saben. Mil días sin una carrera que uniese París y Roubaix. O Compiègne, pero tradición es tradición. Mil días. El tiempo que dura un Gran Hermano, el lapso desde que aquel político-que-usted-sabe terminó su último libro de colorear (sin salirse casi nunca), ese período en el que Pérez-Reverte ha dicho mil veces eso de “te voy a contar cómo son las cosas de verdad”. Más o menos. Demasiado, había ganas, porque la Roubaix es una carrera imposible de intercambiar con ninguna otra. Única.

placeholder Una victoria histórica. (Reuters)
Una victoria histórica. (Reuters)

Atractivos, entonces. Muchos ciclistas que llevan soñando con esto desde hace un par de años. Van der Poel, van Aert, Stybar. Esas cosas. Y luego el tiempo. Que se pone sonriente cuando le da por llorar. Hubo polémicas en los días antes sobre si eras buena persona deseando que lloviese durante la carrera. Ya ven, problemas del Primer Mundo. A Merckx no le preguntaban eso, porque igual se iba sin dar respuesta. Kelly, directamente, decía que una Roubaix sin agua era menos Roubaix. Algo sabría, el tipo, ¿no? Pero eso, que por unas cosas u otras llevábamos dos décadas sin ver charcos en adoquín.

En una carrera que se hace, normalmente, por abril. Norte de Francia. El cambio climático, que afecta a todo. Si la única vez que vimos fango por estos lares fue, paradójicamente, en el Tour. Seguro que se acuerdan, aquel julio de 2014. Nibali dominante, Contador pidiendo ruedines, Froome hostiado directamente antes de entrar en el primer tramo. La locura. Qué bonito, decían muchos. Pues imagina en la Clásica, contestaban otros.

Y pintaba que este año sí. Cambio por completo de paisaje, porque octubre ya saben. Hay maizales sin recoger panojas, hay sembrados de patatas donde puedes ver surcos todavía frescos, hay árboles que empiezan a enflaquecerse. Y hay agua. Barro, chocolate, charcos enormes donde se ahogó Chanquete, como aquellos culines que dejaba usted en los calimochos de las nueve y media. Ay, qué ilusión. Ay, qué cosa. Ruedas deslizando, frenadas en mitad de curva que se hacen con dedos y riñones, maillots irreconocibles. Vamos, la estampa clásica vuelve. Alabada sea la lluvia, que saca Roubaix épica y me hace crecer los tomates.

Foto: Eddy Merckx en una imagen de archivo.

Una de las particularidades de esta carrera es su intensidad (otra es que para ir a verla debes llevar botas de pescador). Vamos, que puede pasar (casi) cualquier cosa en (casi) cualquier momento. Así, mientras se hace la fuga inicial a ciento noventa kilómetros de meta (con un puñado de temporeros... no sé, Gianni Moscon, Florian Vermeesch y gente así) pues hay cierta selección. Problemas mecánicos, caídas, sacar el pie en aquel charco, canguele inmenso cuando debes pasar a cuarenta por hora sobre unos cantos irregulares y de bordes muy afilados. Esas cosas. Lo que normalmente llamamos pelotón se va menguando poco a poco. Poco a poco. Y cuando todos llegan a Arenberg, que es algo así como el Vaticano, pero sin Papa, pues está la cosa ya entre un puñado de tíos. Ah, por delante siguen los que han aguantado de la primera fuga, esa que solo sirve para dar color. Moscon y Vermeesch entre ellos.

Y allí... apocalipsis. Como siempre. A la París-Roubaix le dicen “Infierno del Norte” no por los adoquines, que de esos antes había en cada kermesse. No, es otra cosa. Millas y millas de tierra totalmente arrasada. El frente de la Gran Guerra, Zone Rouge cercana. Terrenos atrincherados donde aun hoy, a veces, explotan bombas que se quedaron allí, remolonas. Ni un árbol, ni un muro sin metralla o mortero. Eso encontraron los ciclistas cuando volvieron en 1919. Ganó Pélissier, por cierto, un veterano que combatió por estas zonas. Sin bici, entonces.

placeholder Una carrera durísima. (EFE)
Una carrera durísima. (EFE)

Arenberg rompe todo, y luego se sigue rompiendo, porque no hay descanso. La cosa se puso aún más seria a setenta de meta, o así. Cuando quiso Mathieu van der Poel, básicamente. Debuta en la carrera, y hace más de medio siglo que nadie gana en esas condiciones (otros que debutan son Colbrelli o Vermeesch, por poner ejemplos). Pero claro, díselo a él, que igual lo picas aún más. Porque oye, si yo vengo del ciclocross, si para mí lo de deslizar, y danzar, y corregir a mitad de trazada es algo que llevo aquí, en mi código genético. Vamos, que primera vez, pero menos.

A van der Poel lo habían perdonado un par de veces, porque tuvo sendas averías de esas que en otra situación te condenan a las felicitaciones horas más tarde, los post idiotas en instagram lamentando suerte y muchas mañanas de entrenamientos en diciembre pensando “y si...”. Pero no, salió vivo, y luego fue a matar. Acelerón en un tramo de pavé, setenta kilómetros hasta las Hilaturas, caza a quienes iban por delante, exigencia en todos y cada uno de sus relevos, ya fuese sobre piedras o asfalto. Desgranando cuentas de un collar que empezó como los de Carmen Polo y al final tenía menos perlas que el Mar Menor. En cada cruce hace malabarismos, en cada quiebro mete ruedas entre él y los que no son él. En ese momento a van Aert lo enfoca la cámara y parece que llora lágrimas de chocolate. Imagen a lo Ari Aster, para entendernos. La Roubaix en su máxima expresión.

placeholder Mathieu Van Der Poel en acción. (EFE)
Mathieu Van Der Poel en acción. (EFE)

Solo que por delante siguen algunos de los escapados. Uno, sobre todo. Gianni Moscon, se llama. Les veníamos avisando. Y no vean cómo anda. Tanto que amplía diferencias, tanto que pasa tramos arrasando adoquines, negociando perfectamente esas curvas asesinas en escuadra, demostrando fuerza y técnica. Ojo. Vamos, que parece imposible de alcanzar. Victoria épica, desde la escapada inicial. Moscon está a punto de abandonar su equipo, y menuda despedida, colegas. El tío marcha ya pensando en cómo hacer la celebración dentro del velódromo. Por detrás hay un grupito con van der Poel, con Colbrelli. Pero nada, sigue en tiempos. Es el más fuerte, y lo está demostrando.

Solo que...Solo que algo pasa. Varias cosas. Un pinchazo. Bueno, es previsible, no vamos a salvar todo el día sin problemillas de esos. Mal cambio de bici, máquina ligeramente distinta. Quizá lleva los neumáticos con demasiada presión, que es algo perfecto para cuando sale usted a dar su vuelta dominguera, pero asunto feo si vas a meterte en el adoquín de Roubaix. Pasa, también, que a Moscon la paradita le viene fatal, porque parar sin tomarse un café con leche y un pincho de tortilla no es parada digna de tal nombre. Vamos, que se le cae toda la fatiga sobre los hombros. Bum, así. Y se empieza a cruzar. Moscon, también les digo, es alguien de cruzarse fácil (y con aspavientos). Caída en el siguiente pavé, rueda trasera deslizando. El mundo que se derrumba, su rostro muestra tristeza y fatiga. Y muchos mocos, vaya, lleva mocos como para abrir una tienda. Gianni cazado, aunque aun Gianni no esté cazado.

placeholder Otra imagen de la prueba. (EFE)
Otra imagen de la prueba. (EFE)

(Ah, por detrás van Aert persigue. Van Aert es un tío que persigue mucho, y nunca se esconde. Persiguiendo, digo. Proponer ya propone un poco menos, y uno no acaba de entender la razón, porque igual le iba mejor de esa forma. Pero en fin... qué sabré yo).

Entonces... el caos... Moscon está cerca, por detrás tira van der Poel, Colbrelli siempre tras su tubular trasero, Vermeesch que parece aguantar fácil. Hay una caída, la moto también va al barro, pequeño tapón, todos con caras así, crispaditas. Y luego, en el Carrefour de l´Arbre, último sitio realmente exigente, se juega todo. Van der Poel lanza órdago, Moscon casi se cae de nuevo, Colbrelli parece ir silbando, Vermeesch no la ha visto igual en su vida (entre otras cosas porque tiene veintidós añucos y es debutante, que menuda forma de conocer este rollo), Colbrelli hace apuesta, Mathieu lleva cara de “qué agujetas voy a tener mañana”, Moscon vuelve a meter un bandazo, Florian Vermeesch tiene caruca de Boonen con pelo, Moscon se queda (como no me cae demasiado bien pues tampoco es que esté llorando, pese a la exhibición), pódium definido, protagonistas inesperados, presente y futuro.

placeholder El podio final. (EFE)
El podio final. (EFE)

Todo para el sprint. Suficiente distancia, pocas fuerzas. Tres estatuas de barro apretándose las calas y tomando algún gel. Después de esta carrera no hay velocistas, sino supervivientes, así que nadie descarta que esprinten a velocidad de periodista especializado. Un aire antiguo, arcaico. Fotos de los años setenta. Qué bonito todo. Que regalen tres adoquines, hostias. A poco del Velódromo ataca Vermeesch, por si sonase la flauta, que ya puestos... En teoría tiene más aire, porque los otros igual se vigilan, pero a estas alturas todos son Roger de Vlaeminck, y a nadie se le concede un metro. Dato... es Colbrelli quien salta a por él.

Y eso... óvalo, campana y nervios. Van der Poel en cabeza, Colbrelli vigilando. Vermeesch salta otra vez el primero, el trío pasa a Moscon en plena recta, porque lleva vuelta perdida, Colbrelli se sienta, van der Poel no puede. Vermeesch parece que aguanta, pero no. Colbrelli parece rendirse, pero no. No. No. Victoria para Sonny Colbrelli, que llora un montón sobre la hierba (me imagino que pensando en limpiar luego la bici). Van der Poel hace tercero, y le sirve para bien poco. Carrerón sin premio. O con mucho premio, como ustedes prefiera. Colbrelli ha trincado este año el Europeo sin darle un relevo a Evenepoel y la Roubaix sin darle (casi) ni un relevo a van der Poel. No descarten que cierre su campaña atracando el tren de Glasgow, robando piruletas en Halloween y discutiendo con toda su familia allá por Nochebuena. Qué coño, enhorabuena.

Enhorabuena a todos. Hoy es totalmente sincero.

Novecientos tres días. Novecientos tres. Mil, por redondear, que siempre se redondea al alza, ya saben. Mil días sin una carrera que uniese París y Roubaix. O Compiègne, pero tradición es tradición. Mil días. El tiempo que dura un Gran Hermano, el lapso desde que aquel político-que-usted-sabe terminó su último libro de colorear (sin salirse casi nunca), ese período en el que Pérez-Reverte ha dicho mil veces eso de “te voy a contar cómo son las cosas de verdad”. Más o menos. Demasiado, había ganas, porque la Roubaix es una carrera imposible de intercambiar con ninguna otra. Única.