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'Jumbo': atracción fatal por una máquina
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'Jumbo': atracción fatal por una máquina

Aunque pierde fuelle al final, la película narra el tipo de romance que cualquiera de nosotros ha anhelado experimentar alguna vez

Foto: Fotograma de 'Jumbo' (Caroline Fauvet)
Fotograma de 'Jumbo' (Caroline Fauvet)

La mayoría de nosotros hemos llegado a crear vínculos afectivos con nuestros juguetes de infancia o nuestro primer coche, pero la objetofilia es otra cosa: se dice que la sufren quienes desarrollan una atracción emocional, romántica y sexual hacia objetos inanimados. El cine apenas ha hablado de ella más que para tomársela a guasa —con 'Lars y una chica de verdad' (2007), por ejemplo—, y ese es solo uno de los motivos por los que la ópera prima de Zoé Wittock es una rareza. Vagamente inspirada en la historia real de una medallista olímpica que en 2007 se casó con la Torre Eiffel, ‘Jumbo’ reivindica con sinceridad la importancia de atender los deseos del corazón incluso si lo que el corazón desea es una enorme estructura metálica que, eso sí, quizá sea sensible y sin duda posee más carisma que muchos seres humanos.

La película se las arregla no solo para convertir lo que en el fondo es un asunto no especialmente original —una madre soltera que lucha por aceptar a la persona en la que su hija se ha convertido— en algo nunca antes visto, sino también para tomar una idea sobre el papel absurda y tratarla con las dosis de exuberancia visual y de sentimiento genuino suficientes para hacer que la ridiculez desaparezca. Su protagonista es Jeanne (Noémie Merlant), una joven de provincias incapacitada para las relaciones sociales. Su progenitora, Margarette (Emmanuelle Bercot), trata de varias maneras de juntarla con algún chico de la localidad, pero ella nunca ha tenido sentimientos románticos hacia nadie. Pero, un día, un nuevo ingenio mecánico llega al parque de atracciones donde trabaja.

Jumbo cobra vida cuando está a solas con la joven, inclina sus brazos hacia ella, le habla a través de sus luces parpadeantes

Lo que para los visitantes del lugar no es más que una máquina capaz de provocarles náuseas, para Jeanne se convierte rápidamente en una cálida compañía —y, para nosotros, en una metáfora giratoria de los altibajos, el frenesí y la fuerza centrípeta del deseo—. Jumbo cobra vida cuando está a solas con la joven, inclina sus brazos hacia ella, le habla a través de sus luces parpadeantes. Y cuando Jeanne lo acaricia, el artilugio le corresponde levantándola y haciéndola girar con sus movimientos circulares, y reír como solo los enamorados ríen. Y, cuando las emociones se desatan, segrega un lubricante aceitoso que a ratos se asemeja a las lágrimas y por momentos parece ser líquido preseminal; en una escena de atmósfera onírica, el fluido envuelve todo el cuerpo de la chica, como si su cuerpo fuera penetrado por la esencia misma de la máquina. Wittock contempla a la pareja a través de un lenguaje visual que derrocha sensualidad, capacidad hipnótica y un sorprendente erotismo.

placeholder La máquina del parque de atracciones (Caroline Fauvet)
La máquina del parque de atracciones (Caroline Fauvet)


Inevitablemente, la relación está condenada a chocar contra la intolerancia de los demás. El entusiasmo que Margarette inicialmente siente al enterarse de que su hija finalmente tiene novio se torna horror y vergüenza al comprender que se trata de un engendro de acero y varias toneladas de peso. A partir de entonces, la relación maternofilial se sitúa en el centro del relato, y demuestra carecer de toda la originalidad y toda la capacidad evocadora que las escenas de pareja en el parque de atracciones derrochan. De hecho, de forma deliberada o no, Wittock deja claro su compromiso total con el romance entre Jeanne y Jumbo y el desinterés que siente por todo lo demás. No se molesta, por ejemplo, en detallar las reglas de funcionamiento del mundo ficticio que ha creado —¿es Jumbo la única máquina del parque capaz de tomar conciencia? ¿Podrían el resto de atracciones cobrar vida también si alguien les dedicara un poco de amor?—, y evita detenerse a observar la psicología de Jeanne. Quizá, después de todo, si llegáramos a conocerla más profundamente podríamos cuestionar su cordura, o preguntarnos si es víctima de algún trauma.

Merlant es capaz de compartir con un amasijo metálico dosis de química mayores que las que la mayoría de actores humanos generan entre sí

En su tramo final, ‘Jumbo’ parece perder el rumbo. A nivel tonal, el relato parece adentrarse en territorio cómico; a nivel narrativo, el conflicto familiar es resuelto de forma precipitada con la entrada de un personaje secundario que se revela como la voz de la razón. Y, en última instancia, ‘Jumbo’ renuncia a aceptar su propio misterio y mantenerse ajena a los dictados de la lógica, alejándose de lo que inicialmente la dota de su sello de distinción. Si nada de eso logra echar por tierra la película es sobre todo gracias al trabajo de Merlant, capaz de compartir con un amasijo metálico dosis de química mayores que las que la mayoría de actores humanos logran generar entre sí. La actriz no necesita más que unas pocas palabras, varias miradas penetrantes y algunos arrebatos de angustia para dejar claro el ardor del amor primerizo, y convertir una relación 'a priori' disparatada y hasta perturbadora en el tipo de romance que cualquiera de nosotros ha anhelado experimentar alguna vez.

La mayoría de nosotros hemos llegado a crear vínculos afectivos con nuestros juguetes de infancia o nuestro primer coche, pero la objetofilia es otra cosa: se dice que la sufren quienes desarrollan una atracción emocional, romántica y sexual hacia objetos inanimados. El cine apenas ha hablado de ella más que para tomársela a guasa —con 'Lars y una chica de verdad' (2007), por ejemplo—, y ese es solo uno de los motivos por los que la ópera prima de Zoé Wittock es una rareza. Vagamente inspirada en la historia real de una medallista olímpica que en 2007 se casó con la Torre Eiffel, ‘Jumbo’ reivindica con sinceridad la importancia de atender los deseos del corazón incluso si lo que el corazón desea es una enorme estructura metálica que, eso sí, quizá sea sensible y sin duda posee más carisma que muchos seres humanos.

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