Robin Williams, fuera de foco
Robin es Mel y se mira al espejo. Está desenfocado. No se reconoce y lo que es peor, los demás tampoco. En 'Desmontando a Harry' está la parábola de la confusión
Robin es Mel y se mira al espejo. Está desenfocado. No se reconoce y lo que es peor, los demás tampoco. Esperaba haberse levantado con aquella nitidez, pero el sueño reparador no ha sido suficiente para resolver el problema. El actor interpreta a un actor fuera de foco, que se acaba de dar cuenta de la profunda crisis existencial por la que atraviesa: enclaustrado y consumido por su propio ego.
Ha perdido el control sobre sí mismo y se ha convertido en un ser sin definición. Ni respuestas. La vida borrosa de Mel es una breve y brillante parábola que Woody Allen incluye en su mejor película, Desmontando a Harry (1997), como metáfora de la inadaptación de quien se pregunta por el sentido de su existencia y, finalmente, como un reflejo vital del propio Robin Williams.
Vídeo: Escena de la película 'Desmontando a Harry'
Lo que empieza siendo un chiste simpático en un rodaje, termina por convertirse en una inquietante reflexión, que el propio Allen cuela en la voz de Harry, fuera de cámara: “Hacía tiempo que había llegado esta conclusión: todo el mundo conoce la misma verdad. Nuestra vida depende de cómo elegimos distorsionarla”. La cosa está así de fea: cualquier intento de encontrar la verdad conduce, inevitablemente, a una distorsión.
El equipo prepara el rodaje, pero el cámara es el primero en darse cuenta del desenfoque. El set está listo, pero no pueden dar crédito a lo que está pasando: las lentes del objetivo están bien, lo que está fuera de foco es el actor. Completamente borroso: “No sé cómo decírtelo, pero no das la imagen”. “Oh, he ganado un poco de peso…”, responde el actor al director. Pero no es eso, así que le manda a casa, a descansar, “y a ver si te aclaras”.
Adaptarse al mundo
Por supuesto, no se aclara. A pesar de lo poco que se apunta sobre la vida de Mel, Allen muestra lo suficiente como para hacernos entender que su personaje –y él- lleva una vida que no comprende y, lo que es peor, no asume. Además, tampoco puede ocultárselo a los demás. El conflicto es evidente y no sabe cómo superarlo.
Como no podía ser de otra manera, la escena arranca con Allen-Harry en el diván. El personaje-director explica que está bloqueado, que nunca le había pasado y que no consigue terminar los relatos cortos. Que se ha metido en una novela que no logra desenredar y ya ha cobrado por ella un buen anticipo. Presión máxima que no rebaja ni inflándose a pastillas.
El psicoanalista le dice que lo que le cuenta le recuerda a aquel relato que escribió, El actor, que tenía un final abierto pero contundente: Mel acude junto con sus hijos y esposa al médico a que le explique qué le pasa. El doctor no tiene respuesta pero sí una solución: reparte gafas entre los miembros para que vuelvan a ver con definición a su padre, a pesar de que sus hijos no quieren. “¿Usted espera que el mundo se adapte a la distorsión de usted?”, pregunta el psicoanalista a Harry.
Última (o penúltima) lección concentrada en estos cuatro minutos míticos: la anormalidad debe ser entendida por los demás y a la fuerza, siempre y cuando uno pretenda llevar su vida a 250 km/h, estamparla contra un muro y que no haya supervivientes. Harry, Mel, Woody, Robin, quién no, están incapacitados para ver o creer en nada que esté más allá de su propia experiencia inmediata, porque cualquier intento de construcción de un sistema ético coherente terminará en confusión. El fracaso será sonado, además, si uno se empeña en no asumir que uno es uno mismo y sus distorsiones y que nada podrá aclararlas.
Robin es Mel y se mira al espejo. Está desenfocado. No se reconoce y lo que es peor, los demás tampoco. Esperaba haberse levantado con aquella nitidez, pero el sueño reparador no ha sido suficiente para resolver el problema. El actor interpreta a un actor fuera de foco, que se acaba de dar cuenta de la profunda crisis existencial por la que atraviesa: enclaustrado y consumido por su propio ego.