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Madonna tiene 65 años y sigue sin sucesora: ¿dónde están las superestrellas del pop?
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María Díaz

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Madonna tiene 65 años y sigue sin sucesora: ¿dónde están las superestrellas del pop?

El histórico fin de gira del Celebration Tour pone aún más en relieve la figura de Madonna como la reina del pop, pero también realza el vacío de su sucesión cultural

Foto: Concierto de Madonna en la playa de Copacabana. (EFE/André Coelho)
Concierto de Madonna en la playa de Copacabana. (EFE/André Coelho)
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El Celebration Tour, la gira mundial con la que Madonna se ha rendido culto a sí misma repasando 40 años de carrera, culminó con un concierto gratuito en la playa de Copacabana en Río de Janeiro ante más de millón y medio de espectadores. Fueron dos horas y media de espectáculo perfectamente coreografiado para su retransmisión en directo por televisión, pero también pensado para las pantallas verticales distribuidas por toda la playa, y capitaneado por Bob the Drag Queen como maestro de ceremonias.

El show, que congregó a seguidores de todas las edades, comenzó con Madonna presentando a su alter ego, la Madonna de finales de los 70, una bailarina con la que interactúa durante todo el concierto, cuyo vestuario cambia a lo largo de los números, pero que siempre mantiene el rostro oculto por una máscara de látex con solo dos rasgos definidos: unos labios rojos y unas pestañas postizas.

Madonna cuenta en primera persona cómo llegó a Nueva York con intención de convertirse en bailarina y se topó con la escena musical casi por casualidad a través de sus amigos artistas y los clubes nocturnos. Así, canción tras canción, coreografía tras coreografía, entre cambios de escenografía y vestuario, Madonna reescribe su propia historia personal y profesional: desde los club kids hasta la pandemia del sida, pasando por sus polémicas mediáticas hasta por sus novios, que exhibió en las pantallas gigantes del show como trofeos — sí, también a Sean Penn —.

Hubo además tiempo para los pequeños cameos de un par de sus hijos y de la también cantante, DJ y drag queen Pabllo Vittar, así como de celebrar un ball de voguing, cultura de baile y transformismo a la que Madonna le debe tanto y que tanto ha capitalizado.

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Pero faltaba algo. Repasó los primeros años, el disco de True Blue, revivió las cruces de Like a Prayer, volvió a ser la Madonna polémica de Erotica y Bedtime Stories y se puso de nuevo el sombrero de vaquera para Music. Sin embargo, algo iba mal. ¿Dónde estaba el disco que la llevó al estrellato absoluto? Supongo que con 65 años debe costar sentirse Like a Virgin en nada en la vida, pero ¿acaso no se lo debía a los fans y, en cierta medida, a sí misma?

Fue entonces cuando la magia ocurrió. El alter ego de Madonna, vestida para la ocasión con su tutú y el cinturón que reza Boy Toy en la hebilla, cruza el escenario y se esconde tras una de las pantallas para convertirse en una silueta tan gigantesca como el mito mismo. Solo entonces, cuando Madonna es un icono, un logotipo, es cuando suena Like a Virgin. El público enloquece: la única forma de estar a la altura de un recuerdo es ser una ilusión.

Y no está sola. Junto a la silueta de Madonna baila y le da la réplica la silueta de Michael Jackson. Todo el número consiste en un diálogo de danza entre iguales, los monarcas del pop, mientras suena un mashup de Billie Jean y Like a Virgin. Michael hace una ligera genuflexión ante Madonna, las figuras desaparecen, se hace el silencio.

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Lo que los asistentes al concierto experimentaron fue, muy probablemente, lo más cercano a la autoproclamación de Napoleón como emperador: una ceremonia en la ella misma es sacerdotisa, reina y sucesora al mismo tiempo, porque solo ella tiene la potestad cultural en el mainstream musical de nombrarse emperatriz. Lo que abre, por supuesto, la puerta al dilema de la continuación dinástica.

No le han faltado candidatas. La más evidente es la princesa del pop, Britney Spears, pero fue trágicamente consumida antes de tiempo. Los acólitos han visto señales mesiánicas en todas partes, pero la fe se desvanece ante los hechos. Lady Gaga, la perfecta mocatriz, no es una estrella del pop, es —como Cher— una estrella a secas. Dua Lipa concentra buena parte de la fe de los creyentes, pero, por un lado, parece que es muy pronto para estar seguros de su potencial, mientras que por otro parece que se le hace tarde. Taylor Swift es todo un fenómeno mundial pero, como bien apuntó recientemente en una entrevista para The Guardian, Neil Tennant, componente de Pet Shop Boys, "¿dónde están las canciones famosas? ¿Dónde está el Billie Jean de Taylor Swift?". Todo dicho.

El puesto está, por lo tanto, vacante. Esto es el resultado de la muerte del mainstream total, de la que ya he escrito en otras ocasiones en este espacio. Si bien es cierto que gran parte de la culpa la tiene el cambio en el consumo de medios y buena parte de la responsabilidad es de la cobardía económica de las industrias culturales, está también el factor ineludible del estancamiento artístico.

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Hay quien argumenta que es capaz de identificar cómo suenan las décadas de los 50 o de los 90, pero no cómo suena la década de 2010, lo que me parece bastante deshonesto. Por supuesto que podemos ubicar una canción por su sonido en la década pasada, pero es bastante probable que lo que escuchemos, con un poco de perspectiva, nos cause cierto pudor: es el sonido del refrito, del mar y montaña, de la macedonia de frutas, de la ensalada mixta; el resultado directo de una política cultural basada en el sampleo, la versión, la cita, el remix. Por poner un ejemplo, la primera vez que oí hablar de una corriente renovadora del folclore musical fue hace 15 años; sin embargo, Beyonce lanzó un disco de neocountry este marzo con esa misma voluntad.

De todas formas, aunque el siglo XXI tenga una musicalidad propia, es en todo caso a costa de las sobras del siglo anterior, al que se referencia constantemente, pero sobre el que no se genera diálogo o crítica histórica alguna. Culturalmente, vivimos a la sombra del padre, independientes, pero no emancipados, en constante duelo por un muerto que ha tenido vigilia pero no entierro.

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Por supuesto, este clima limita la producción cultural, en lo creativo y en lo industrial, pero no todo está perdido. Hemos pasado ya por la inspiración, el homenaje, la parodia y la explotación; el paso consecuente es la reflexión: hacer arte sobre lo imposible de hacerlo. Y esto mismo es el triunfo último del Celebration Tour de Madonna, que sin ser una intelectual siempre ha sabido tomarle el pulso a los tiempos mediante raudales de sensibilidad y dinero —también ahora en esto—.

Paradójicamente, esta reflexión la están realizando los mismos viejos artistas cuyas obras los jóvenes no pueden parar de referenciar. Para que sean los artistas jóvenes, los que viven bajo las alargadas sombras de los iconos vivientes, los que puedan reflexionar sobre esta castración creativa en aras de acabar con ella, se precisa de la muerte, física o artística, de estos popes. Todos los aficionados queremos que Madonna nos dure por mucho tiempo, pero seamos conscientes de que para que una dinastía tenga lugar se requiere del hecho que provoca una sucesión: la muerte del monarca.

El Celebration Tour, la gira mundial con la que Madonna se ha rendido culto a sí misma repasando 40 años de carrera, culminó con un concierto gratuito en la playa de Copacabana en Río de Janeiro ante más de millón y medio de espectadores. Fueron dos horas y media de espectáculo perfectamente coreografiado para su retransmisión en directo por televisión, pero también pensado para las pantallas verticales distribuidas por toda la playa, y capitaneado por Bob the Drag Queen como maestro de ceremonias.

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