Es noticia
Trátame como a un tonto, pero no me hagas quedar de gilipollas
  1. Cultura
Juan Soto Ivars

Por

Trátame como a un tonto, pero no me hagas quedar de gilipollas

Toda adoración, hasta la más chiflada, tiene un límite. Pasan los días desde la carta de Sánchez. La espera absurda y la confesión calculada quedan atrás

Foto: El comité federal del PSOE interrumpe el acto para salir a la calle con los militantes. (EFE)
El comité federal del PSOE interrumpe el acto para salir a la calle con los militantes. (EFE)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Toda adoración, hasta la más chiflada, tiene un límite. Pasan los días desde la carta de Sánchez. La espera absurda y la confesión calculada quedan atrás. Los ánimos se enfrían, la baba está seca en las comisuras y los que hace una semana pegaban berridos y perdían los papeles están de resaca. Crujen las cervicales de los más fervientes: el líder no se baja de su pedestal. Noto entre los partidarios de Mr. Handsome un olor sutil a disolvente: ¿sentido crítico? No. Sentido del ridículo.

Llevo tiempo pensando en lo importante que se ha vuelto la sensación de vergüenza en una sociedad, la nuestra, que se rige por las normas de la eterna adolescencia. Aquí nadie se responsabiliza de nada, todo es culpa de otro que me tiene manía. La nueva película que está de moda, la que le gusta a la gente guapa, es la mejor de todos los tiempos. Y si no les entra a ellos por el ojo, la obra maestra pasa sin pena ni gloria. Nada pesa más que lo que dicen los otros.

Para el adolescente, tenga dieciséis años o cincuenta, la vida pasa en un todo o nada. La sensación de compañía, la popularidad, le da la vida y se la quita. No hay sensación más vacía y letal para el adolescente que la vergüenza. Cuando cree que se están cachondeando de él en cuanto se da la vuelta, se viene abajo. Su planeta gira alrededor de la estrella de la atención. Respira compañía y se ahoga sin ella.

Bien, una vez que las redes sociales entraron en juego, la adolescencia se convirtió en la norma social del mundo de los adultos. En la política española, concretamente, todo se rige desde entonces por la norma del instituto. No hay más que ver a Óscar Puente.

Foto: Sánchez en un mitin reciente en Cataluña. (Reuters)

¿Os acordáis de uno que se llamaba Pablo Iglesias? Se puso de moda como una Spice Girl del parlamento. La gente se forraba las carpetas con su cara y todo fue bien durante un tiempo, hasta que entontecido por la fama Iglesias empezó a dar tumbos, se repitió a sí mismo, se volvió desconfiado, miserable. Su aplomo se empezó a ver como soberbia y cuando sus resultados electorales se desinflaron lo que era gloria se hizo ridículo. Ahora tiene un bar y un canal de Youtube.

¿Os acordáis de otro que se llamaba Albert Rivera? Tenía una pinta de presidente que te cagas, lo decía todo el mundo. Era joven y llevaba chaquetas azules y corbata. Hablaba como un campeón de la olimpiada de debates y la gente se iba haciendo selfis cuando pasaba por la calle. De repente se había torcido la cosa. En los debates sacaba más objetos que Doraemon de su mochila. Se mustiaron las encuestas y cuando sus resultados se desinflaron, la gente lo vio ridículo y se acabó.

Foto: Fachada de la Taberna Garibaldi. (Gabriel Luengas/Europa Press)

Levantados por la popularidad virulenta, aclamados a base de likes, vemos subir y desplomarse uno tras otro a los políticos que concitan a su alrededor adoración de adolescentes. No tienen votantes, sino fans, y cuando pasan de moda y los fans se sienten ridículos, ya no tienen nada.

Como al adolescente, al fan de un político le da igual parecer tonto, pero no tolera sentirse ridículo. Los que ocupan posiciones de prestigio y escriben artículos al dictado de los argumentarios de partido permiten al partido que les haga parecer imbéciles. Repiten lemas como si fueran sus ideas, copian el argumento que otro con más prestigio ha deslizado y cambian el objeto de su interés en la dirección y el tiempo que marca el partido: son como un banco de peces.

La sensación de estupidez es gratificante para el adolescente cuando todo el grupo berrea a coro y la cosa está de moda. Mucha gente sosteniendo al mismo tiempo una estupidez se llama democracia, y los resultados se celebran. Es lo mismo que pasa en las manifestaciones o en las gradas de los partidos de fútbol. Pero cuando el grupo se agrieta y la vergüencita aparece, la actitud que uno disfrutaba en compañía se hace desasosegante. Nadie lanza un reto de TikTok cuando todo el mundo ha dejado ya de hacerlo.

Foto: Una simpatizante socialista, este miércoles por la noche. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)

Con el juego de la carta, Sánchez —pienso— cruzó la línea invisible e hizo sentir ridículos a sus fans. Las orangutanadas del Comité Federal, "somos como perros, sí, leales", las columnas de prensa sensibleras y agresivas sobre un hombre tocado sentimentalmente por el mal, etcétera: todo esto llevó a su gente más allá de los límites del decoro. Los obligó a gimotear y antes de que se secaran las lágrimas demostró que todo había sido cálculo. Quienes secundaron al líder en su opereta ¿cómo se sienten hoy?

Un repaso a la sección de opinión de El País de la última semana muestra fastidio y fans timoratos. Mucha más vergüenza que tras otros movimientos de Sánchez, como la ley de amnistía, cuando obligó a sus partidarios a negar todo lo que habían sostenido y decir con la cara muy seria aquello que no pensaban. Repito: hazme pasar por tonto con todos los demás, pero no me hagas sentir ridículo.

Entre los fans de Pedro Sánchez hay hoy, lo admitan o no, una creciente sensación de sonrojo. Imagínate ser Pedro Almodóvar y volver a leer tu artículo lacrimógeno ahora que sabes que Sánchez se descojonaba. Imagínate ser García Page, haber cubierto de baba los micrófonos del Comité Federal por presión social, y tener que recuperar ahora tu postura de disidencia controlada.

Sánchez, ciego de poder, cegado por el espejo, no ha visto el terreno que pisaba: a los tuyos puedes pedirles que parezcan tontos, pero no puedes tratarlos como gilipollas.

Toda adoración, hasta la más chiflada, tiene un límite. Pasan los días desde la carta de Sánchez. La espera absurda y la confesión calculada quedan atrás. Los ánimos se enfrían, la baba está seca en las comisuras y los que hace una semana pegaban berridos y perdían los papeles están de resaca. Crujen las cervicales de los más fervientes: el líder no se baja de su pedestal. Noto entre los partidarios de Mr. Handsome un olor sutil a disolvente: ¿sentido crítico? No. Sentido del ridículo.

Pedro Sánchez Trinchera Cultural Adolescencia
El redactor recomienda