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Un millón y medio de españoles han desaparecido dentro de sus casas
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Héctor G. Barnés

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Un millón y medio de españoles han desaparecido dentro de sus casas

No solo las personas que necesitan cuidados desaparecen, también lo hacen sus cuidadores. Por cada dependiente hay tantas otras personas que viven condicionados a ellos

Foto: Foto: Eduardo Parra/Europa Press.
Foto: Eduardo Parra/Europa Press.
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Ocurrió cerca de mi casa, tal vez de la suya. El sábado pasado, la policía municipal madrileña encontró en su domicilio de Aluche el cadáver de un varón de 54 años y de su madre, de 87. La primera versión señalaba que Carlos había fallecido semanas atrás, tras sufrir una caída, y que Amelia murió en su cama de inanición, ya que no podía alimentarse por sí misma. Fueron los vecinos quienes avisaron a la policía después de identificar un extraño olor. La familia ha manifestado que fue al revés, a espera del resultado definitivo de la autopsia.

La magnitud de esta tragedia es el tiempo. El tiempo que nadie se interesó por madre e hijo, el tiempo que nadie preguntó por ellos, el tiempo que nadie llenó hasta que los vecinos se dieron cuenta de que se habían esfumado. Como narra en El País Patricia Peiró, los últimos avistamientos del hijo se habían producido a comienzos de año. Durante el último mes, nadie se preguntó qué había sido de ellos. Simplemente, habían desaparecido dentro de sus hogares.

Uno no desaparece por casualidad, y menos en la era de la hipervisibilidad. Uno desaparece, entre otros motivos, porque necesita cuidados y porque cuida y pasa a formar parte de esa república invisible de la dependencia. En España había 1.415.578 dependientes a fecha de diciembre de 2021. La mayoría de ellos viven lejos de la mirada de nadie en sus hogares, si no en una residencia junto a otros desaparecidos como ellos que reciben esporádicamente la visita de algún familiar.

Los dependientes son invisibles. Para el Estado, para las empresas, incluso para sus vecinos y para sus familias. Solo para unas pocas personas no lo son: para los que las cuidan. Por cada uno de ese millón y medio de personas hay, al menos, otro millón y medio de personas de cuyas vidas dependen y que a menudo son arrastrados con ellas en su desaparición. La tragedia de Carlos y Amelia no se encuentra solo en el olvido de la anciana, sino sobre todo en la absoluta invisibilidad de su cuidador, que pasó semanas muerto sin que nadie se acordase de él.

El cuidado requiere vaciarse cada día y saber que mañana va a ser exactamente igual

La gente que necesita que la cuiden son un glitch en el capitalismo, que no sabe qué hacer con ellos si no producen y no consumen. Así que el Estado, como hace siempre que no sabe muy bien qué hacer con algo que se escapa a sus lógicas, les riega periódicamente con cierta cantidad de dinero para compensar esa incapacidad de darles un espacio. Tampoco demasiado dinero y tampoco siempre: 193.436 no reciben prestación, ya que no están reconocidos como tales.

Nadie sabe tampoco muy bien qué hacer con los millones y millones de personas que cuidan a la gente que necesita que la cuiden y que, probablemente, necesitarán también trabajar, mantener relaciones sociales sanas, amar y odiar, salir a la calle y tener su propia vida. Todas esas personas que a diario sacrifican su tiempo para que otra persona pueda comer, pueda asearse, pueda tener a alguien a quien ver o pueda, simplemente, ser. ¿Cuál fue el último capricho que se había permitido Carlos? Un nuevo televisor. No va a ser un viaje.

El cuidado es repetitivo e improductivo. Requiere una gran cantidad de tiempo y esfuerzo cada día solo para darse cuenta de que el día siguiente, y el otro, y el otro, y el otro, van a ser exactamente igual. El cuidado tiene su propia temporalidad, la que impone la persona cuidada y su circunstancia personal. Suele ser lenta y exasperante, como los movimientos del anciano, pero a veces tiene estallidos de caos, el del accidente, la caída o el imprevisto. A veces el mero hecho de levantarse de la cama es una odisea.

placeholder El que cuida tiene que estar de vuelta en casa pronto, eso si puede salir de casa. El que cuida es un aguafiestas. (EFE/Elvis González)
El que cuida tiene que estar de vuelta en casa pronto, eso si puede salir de casa. El que cuida es un aguafiestas. (EFE/Elvis González)

Lo que ocurre cuando cuidas no es solo que hipotecas tu vida para que otra pueda existir. Es que cuidar también te hace desaparecer. El que cuida tiene que estar de vuelta en casa pronto, eso si puede salir de casa. El que cuida es un aguafiestas. El que cuida no tiene nada que contar porque pasa su vida con una persona que ya le ha contado todo. El que cuida no puede irse de viaje, el que cuida no puede improvisar un plan, el que cuida está impregnado de todo aquello que la sociedad odia. La enfermedad, la vejez, la monotonía. Nadie quiere ir a casa del que cuida porque no quiere meterse en sus asuntos. Cuidar hace que te den la espalda y el que cuida termina desapareciendo de mano de la persona a la que cuida. Cuidar te precariza porque pocos trabajos se adaptan a los tiempos del cuidado.

Pasé más de una década cuidando de mi abuelo, que sufría problemas de movilidad que le terminaron llevando a la silla de ruedas. Conozco qué es salir corriendo de la universidad para volver a casa contrarreloj a ponerle la comida, conozco las miradas de recriminación por haber llegado media hora tarde y conozco la frustración de la persona dependiente de que es consciente de que lo es. Ambos saben que ni uno ni otro querrían estar ahí, pero que no queda alternativa.

La dependencia termina generando dinámicas tóxicas porque nadie quiere que lo cuiden

Cuidar es bonito desde la mirada del que no lo hace, pero puede llegar a sacar lo peor de nosotros. Conozco también el alivio que se siente cuando sabe que ya no tendrá que cuidar más, y la culpa posterior por sentirlo. Conozco también las dinámicas tóxicas que termina generando la dependencia, porque nadie desea que lo cuiden. No hay atajo más corto hacia el resquemor que el cuidado. No siempre es un acto de amor. La mayor parte de los días, es simple obligación.

Hay quien cuida y desaparece del mundo para siempre. Carlos era quiosquero. Sufrió un accidente descargando un palé y abandonó el quiosco, así que desapareció del mundo. Seguramente, el quiosco también se esfumó y con él, el recuerdo de los que en su día fueron sus clientes. Él también necesitaba cuidados, pero nadie cuida al cuidador.

La sociedad de los desaparecidos

Todo apunta a que el número de personas que desaparezcan en sus hogares será cada vez mayor. Las familias son más pequeñas, hay menos hermanos para repartirse el cuidado de los padres y la población está cada vez más envejecida con más enfermedades crónicas. Habrá cada vez más personas que pasen décadas siendo dependientes, y habrá quien llegue a cuidar de sus padres y de sus abuelos al mismo tiempo, mientras intenta conciliarlo con su vida personal y profesional. Salto al vacío con doble tirabuzón.

Foto: Imagen: EC Diseño.

No es fácil cuidar. En Los parques de atracciones también cierran, Ángeles Caballero relata su experiencia como cuidadora de sus padres. En una entrevista con Ethic explicaba que ella lo había hecho porque se lo había podido permitir. "Te das cuenta de que hay quien opta por cuidar y no puede porque tiene un trabajo y quizá tiene que estar catorce horas diarias y no puede prescindir de él", explicaba. "Yo pude hacerme autónoma porque me encajaban las piezas, tenía mis ahorros y tengo a mi marido con su sueldo mensual".

No todo el mundo puede permitirse cuidar. Algunos lo subcontratan, lo externalizan o se lo encargan a otra persona, y hay a quien no le queda más remedio que hacerlo y renunciar a sí mismos. La gran paradoja de los cuidados es que sobre el papel nadie querría que un extraño se encargase de cuidar cada día a su padre, mucho menos internarlo en una residencia, pero luego la vida nos impone su realidad. Otra de esas cosas que uno descubre cuando cuida es que no siempre es posible, que hay un límite en el cual uno no puede hacer más sacrificios si no quiere desaparecer por completo.

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Con el tiempo, la brecha entre los que cuidan y los que no será cada vez más amplia. A veces, el dinero será lo que separe a unos de otros, los que cuiden con sus propias manos y los que subcontraten a esos inmigrantes mal pagados que ya hoy tienen en sus manos a tantos ancianos. Pero quien cuida seguirá sin tener quien le cuide. Seguirá siendo un número en la estadística o una noticia de sucesos en la sección de local. Estamos rodeados de cuidadores y cuidados que no vemos, y que nos hacen olvidar que quizá no tengamos a quien cuide de nosotros cuando dejemos de cuidar.

Ocurrió cerca de mi casa, tal vez de la suya. El sábado pasado, la policía municipal madrileña encontró en su domicilio de Aluche el cadáver de un varón de 54 años y de su madre, de 87. La primera versión señalaba que Carlos había fallecido semanas atrás, tras sufrir una caída, y que Amelia murió en su cama de inanición, ya que no podía alimentarse por sí misma. Fueron los vecinos quienes avisaron a la policía después de identificar un extraño olor. La familia ha manifestado que fue al revés, a espera del resultado definitivo de la autopsia.

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