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La suerte de venir al mundo con un cerebro incompleto
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La suerte de venir al mundo con un cerebro incompleto

El neurocientífico estadounidense David Eagleman publica 'Una red viva' (Anagrama) sobre el funcionamiento de las neuronas. Este es un extracto del libro

Foto: Una imagen de la exposición "Cerebro(s)" celebrada en el CCCB de Barcelona (EFE  Enric Fontcuberta)
Una imagen de la exposición "Cerebro(s)" celebrada en el CCCB de Barcelona (EFE Enric Fontcuberta)

En 1953, Francis Crick irrumpió en el pub The Eagle. Anunció ante los estupefactos bebedores que él y James Watson acababan de descubrir el secreto de la vida: habían descifrado la estructura de doble hélice del ADN. Fue uno de los grandes momentos de la ciencia divulgados en un pub.

Pero resulta que Crick y Watson solo habían descubierto la mitad del secreto. La otra mitad no la encontrará escrita en una secuencia de pares de bases de ADN, ni tampoco en un libro de texto. Ni ahora ni nunca.

Porque la otra mitad está a su alrededor. La forman todas las experiencias de sus interactuaciones con el mundo: las texturas y los sabores, las caricias y los accidentes de coche, los idiomas y las historias de amor.

Para comprenderlo, imagine que nació hace treinta mil años. Tiene exactamente el mismo ADN, pero al salir del seno materno se encuentra con un periodo temporal distinto. ¿Cómo sería, entonces? ¿Disfrutaría bailando vestido con pieles alrededor del fuego mientras contempla maravillado las estrellas? ¿Sería el encargado de advertir con un grito desde la copa de un árbol cuándo se acercan los tigres dientes de sable? ¿Le daría miedo dormir al aire libre cuando se forman nubes de tormenta?

placeholder 'Una red viva', de David Eagleman
'Una red viva', de David Eagleman

Piense lo que piense, se equivoca. Es una cuestión peliaguda.

Porque usted no sería usted. Ni de lejos. Ese hombre de las cavernas con un ADN idéntico al suyo podría parecerse un poco a usted, pues posee el mismo recetario genómico. Pero el hombre de las cavernas no pensaría como usted. Tampoco crearía estrategias, imaginaría, amaría o simularía el pasado y el futuro como hace usted.

¿Por qué? Porque las experiencias del hombre de las cavernas son diferentes de las suyas. Aunque el ADN es una parte de la historia de su vida, no es más que una pequeña parte. El resto de la historia tiene que ver con la riqueza de los detalles de sus experiencias y su entorno, que, en su conjunto, tejen el vasto y microscópico tapiz de sus neuronas y sus conexiones. Eso que consideramos el "yo" es un recipiente de experiencias en el que vertimos una pequeña muestra del espacio y el tiempo. Se empapa de su cultura y tecnología local a través de sus sentidos. La persona que es usted debe tanto a su entorno como al ADN que lleva en su interior.

Contrastemos esta historia con un varano de Komodo nacido hoy y otro nacido hace treinta mil años. Es de suponer que sería más difícil distinguirlos por su comportamiento.

¿Cuál es la diferencia?

Los varanos de Komodo llegan al mundo con un cerebro que cada vez presenta más o menos el mismo resultado. Las habilidades de su currículum están en su mayor parte programadas (¡come! ¡copula! ¡nada!), y le permiten ocupar un nicho estable en el ecosistema. Pero son trabajadores inflexibles. Si los transportáramos por el aire desde su hogar en el sureste asiático hasta el nevado Canadá, no tardarían en extinguirse.

En comparación, los humanos son capaces de prosperar en ecosistemas de toda la Tierra, y no tardarán en salir de su propio planeta. ¿Cuál es el truco? No es que seamos más robustos, más resistentes ni más duros que otras criaturas: con esos parámetros, perderíamos contra casi todos los demás animales. Por el contrario, la diferencia es que llegamos al mundo con un cerebro en gran medida incompleto, a resultas de lo cual en nuestra infancia pasamos por un periodo de desamparo extraordinariamente largo. Pero el precio vale la pena, porque nuestro cerebro invita al mundo a modelarlo, y así es cómo asimilamos ávidamente nuestras lenguas, culturas, modas, política, religiones y moralidades locales.

Llegar al mundo con un cerebro a medio formar ha resultado ser una estrategia ganadora para los humanos

Llegar al mundo con un cerebro a medio formar ha resultado ser una estrategia ganadora para los humanos. Hemos superado a todas las demás especies del planeta, y hemos cubierto la masa terrestre, conquistado los mares y dado el salto a la Luna. Hemos triplicado nuestra esperanza de vida. Componemos sinfonías, levantamos rascacielos y medimos con creciente precisión los detalles de nuestro cerebro. Ninguna de estas empresas estaba genéticamente codificada.

Al menos, no de manera directa. Por el contrario, nuestra genética obedece a un principio sencillo: "No construyas un hardware inflexible, sino un sistema que se adapte al mundo que te rodea". Nuestro ADN no consiste en un plano fijo para construir un organismo, sino que más bien elabora un sistema dinámico que continuamente reescribe sus circuitos para reflejar el mundo que lo rodea... y para optimizar su eficacia dentro de él.

Pensemos en cómo un escolar contempla un globo terráqueo y asume que las fronteras de los países son algo esencial e inmutable. Por el contrario, un historiador profesional sabe que las fronteras son fruto de la casualidad, y que nuestra historia podría haber tenido lugar con ligeras variaciones: un futuro rey muere en la infancia, se evita una plaga del maíz o se hunde un barco de guerra y el resultado de la batalla es distinto. Pequeños cambios acaban produciendo diferentes mapas del mundo.

Lo mismo ocurre con el cerebro. Aunque los dibujos de los libros de texto tradicionales sugieren que las neuronas están felizmente empaquetadas unas junto a otras igual que caramelos en un tarro, no deje que esta representación le engañe: las neuronas compiten por su supervivencia. Igual que las naciones vecinas, las neuronas marcan su territorio y lo defienden de manera constante. Luchan por el territorio y la supervivencia a todos los niveles del sistema: cada neurona y cada conexión entre las neuronas se enfrenta por los recursos disponibles. Mientras libran estas guerras de frontera durante toda la vida del cerebro, los mapas se redibujan para que las experiencias y objetivos de una persona se reflejen siempre en la estructura cerebral. Si un contable abandona su carrera para hacerse violinista, el territorio neuronal dedicado a los dedos de la mano izquierda se expandirá; si esa persona se hace microscopista, su corteza visual desarrollará una resolución mayor para los pequeños detalles que busca; si se hace perfumista, las zonas cerebrales asignadas al olor se agrandarán.

placeholder El neuro-científico estadounidense David Eagleman, en un festival en México en 2017 (EFE Francisco Guasco)
El neuro-científico estadounidense David Eagleman, en un festival en México en 2017 (EFE Francisco Guasco)

Solo desde esta distancia desapasionada el cerebro provoca la ilusión de un globo terráqueo de fronteras definitivas y predestinadas.

El cerebro distribuye sus recursos según lo que es importante, y para hacerlo lleva a cabo una competición a vida o muerte entre todas las partes que lo componen. Este principio básico iluminará diversas cuestiones con las que nos encontraremos en breve: ¿por qué a veces tiene la impresión de que el móvil le está vibrando en el bolsillo cuando en realidad está sobre la mesa? ¿Por qué el actor austríaco Arnold Schwarzenegger tiene un acento tan marcado cuando habla inglés americano, mientras que Mila Kunis, la actriz nacida en Ucrania, no tiene ninguno? ¿Por qué un niño con el síndrome del sabio autista es capaz de resolver el cubo de Rubik en cuarenta y nueve segundos y es incapaz de mantener una conversación normal con un semejante? ¿Pueden los humanos utilizar la tecnología para construir nuevos sentidos y obtener así una percepción directa de la luz infrarroja, los patrones del clima global o flujos de datos del mercado de valores?

En 1953, Francis Crick irrumpió en el pub The Eagle. Anunció ante los estupefactos bebedores que él y James Watson acababan de descubrir el secreto de la vida: habían descifrado la estructura de doble hélice del ADN. Fue uno de los grandes momentos de la ciencia divulgados en un pub.

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