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Hombre (no) come hombre: la verdad sobre el ritual caníbal más allá del Milagro de los Andes
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Hombre (no) come hombre: la verdad sobre el ritual caníbal más allá del Milagro de los Andes

La sacralización de la carne humana fue el motivo de muchas sociedades antropófagas. Cuando los supervivientes del accidente aéreo fueron rescatados lo ligaron a la transubstanciación católica

Foto: 'La balsa de la Medusa', de Theodore Gericault. Museo del Louvre.
'La balsa de la Medusa', de Theodore Gericault. Museo del Louvre.

Uno de los momentos más dramáticos nunca expuestos en la pantalla sobre el Milagro de los Andes transcurrió fuera de las montañas. Durante las semanas de angustia y esperanza que siguieron tras no encontrarse los restos del avión, los familiares se reunían en Montevideo, trazando planes de rescate por su cuenta y teorizando sobre cómo podían haber sobrevivido sus chicos.

Es la historia de otra supervivencia: "La espaciosa sala de estar de la casa de Estela se hallaba cubierta con mapas de los Andes en los que se indicaba, por medio de círculos y líneas, las áreas alrededor de Talca que habían sido exploradas por Páez Vilaró [padre de Carlos]. En una mesa cercana, había amontonados una especie de hongos que se sabía que crecían en la cordillera y que, probablemente, constituirían el alimento de sus hijos", escribe Piers Paul Read en su famoso libro ¡Viven! La tragedia de Los Andes.

La idea de unos hongos milagrosos que hubieran salvado a su hijos y novios de la inanición y la muerte era por supuesto absurda, pero era el tipo de pensamiento al que se agarraban familiares como Estela para seguir confiando en que su hijo Marcelo, el capitán del equipo de rugby y líder en los primeros días del accidente, estuviera vivo. Sencillamente no se imaginaban otra posibilidad. Sin embargo, Marcelo murió el mismo día que se celebró la reunión en casa de su madre. Aunque había sobrevivido al accidente aéreo, fue uno de los sepultados posteriormente por la nieve en el alud que arrolló el fuselaje del Fairchild FH-227D el 29 de octubre y según su juramento, ingerido en los días siguientes por sus amigos.

Aunque ni La sociedad de la nieve, ni ¡Viven! ahonden demasiado en ello, los cadáveres hubo que cortarlos a la vista de todos, recién fallecidos y con el cuerpo aún en la postura de defensa del alud, al estilo de los moldes que se conservan de la tragedia de Pompeya, siempre según cuenta Pier Paul Read en ¡Viven!. Seguía siendo una cuestión de supervivencia y no era por supuesto una situación novedosa, sino hasta cierto punto recurrente como había ocurrido durante siglos cuando se producía un naufragio.

placeholder Portada de '¡Viven!'
Portada de '¡Viven!'

El más célebre y repugnante es quizás el caso del de la fragata La Medusa, famosa por el cuadro que el pintor francés Théodore Géricault realizó en 1819 sobre esa tragedia. Una historia terrorífica: el 8 de julio de 1816 unas 150 personas quedaron a la deriva en medio del océano en una balsa improvisada con una vela. En poco tiempo se mataron y comieron entre ellas; pasados 13 días solo quedaban 17 supervivientes tras los muertos por sed e inanición, los que se habían suicidado y los que habían sido comidos por el resto. Agonizaban entre trozos de cadáveres mutilados y putrefactos por el sol, cuenta Manuel Moros Peña en su Historia natural del canibalismo.

Pero más allá de esas situaciones límite, ¿realmente hubo sociedades caníbales? El término proviene del Descubrimiento de América y la posterior conquista, siendo Cristóbal Colón el que deformaría la palabra caribe, refiriéndose a una de las primeras tribus que encontraron, por canibe y de ahí a caníbal, que acabaría dando significado al término, ya que antes de ellos las fuentes clásicas, como el historiador griego Heródoto, se referían al fenómeno como hacemos ahora: antropofagia.

Cristóbal Colón deformaría la palabra 'caribe', refiriéndose a una de las primeras tribus que encontraron, por 'canibe' y de ahí a 'caníbal'

Uno de los primeros y más significativos relatos de ese canibalismo sería el de la conquista de México por parte de Hernán Cortés, cuando descubrieron a los aztecas y sus rituales de sacrificio. Sin embargo, el antropólogo William Arens lo rebatiría con ahínco en 1980 y no solo para el caso de Tenochitlán: "Excluyendo las condiciones de supervivencia, no he podido encontrar documentación adecuada sobre el canibalismo como costumbre en ninguna forma en ninguna sociedad", subraya William Arens en The man eating myth.

Arens discutía la existencia de una práctica aberrante sobre la base de que ninguna comunidad en la historia había aceptado el consumo de carne humana como parte integral de la dieta y práctica habitual normalizada: estaban los sacrificios rituales y los eventuales castigos a enemigos de forma aislada, lo demás pertenecía a la imaginación de los europeos.

Sobre los aztecas escribió que "solo comían carne humana como ritual, aunque preferían morir de hambre si la carne no estaba debidamente consagrada" y matizaba que era un error identificar los sacrificios humanos a gran escala —no existe discusión en este aspecto—, con una equivalente práctica de canibalismo. Según esta tesis, los cuerpos se sacrificaban, pero rara vez se comían, y siempre en todo caso cuando fueran prisioneros, no miembros de la comunidad, y tras un ritual.

En cualquier caso, todo terminaría con la prohibición de los sacrificios impuesta por los españoles durante la conquista

Probablemente, Hernán Cortés y otros cronistas de las conquista, como su secretario Francisco López de Gómara, intoxicaron el relato de los rituales sanguinarios sumándoles algo netamente distinto: el canibalismo como práctica común. Una explicación habitual entre historiadores de esta tesis es que sin duda el canibalismo —y también las acusaciones de sodomía— reforzaban la idea de un pueblo bárbaro y salvaje para que no hubiera ninguna duda sobre la necesidad de la conquista y la transformación de sus costumbres.

No parece tampoco que se necesitara esa justificación, pero es posible que se exagerara como explica Arens, ya que los relatos de testigos son poco veraces y la evidencia de otro tipo escasa: así como hay elementos de sobra para establecer los rituales de sacrificio como una práctica corriente, el caso del canibalismo fuera de lo sagrado debió ser en todo caso excepcional y no una parte del sistema. En cualquier caso, todo terminaría con la prohibición de los sacrificios impuesta por los españoles durante la conquista.

placeholder Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)
Un momento de la película 'La sociedad de la nieve'. (Netflix)

Pero aunque no esté claro si los aztecas practicaban el canibalismo de forma sistematizada, el mundo era más grande y serían los mismos exploradores españoles del siglo XVI los que relataron las prácticas en la zona más asociada a la aberración de comer carne humana, Oceanía y la Melanesia: el archipiélago de Islas Salomón y Nueva Caledonia. Relatos más constantes y veraces a lo largo de los siglos.

Las islas fueron descubiertas por la expedición de Álvaro de Mendaña en 1568 y allí sufrieron en sus propias carnes el terror del canibalismo: "En la isla que los de Mendaña bautizan Guadalcanal las escaramuzas de los nativos son incesantes. El 27 de mayo de 1568, a diez españoles que habían desembarcado los encuentran sin dientes, con los cráneos partidos y evidencias de que faltan sus sesos. Otros cadáveres no tenían lenguas, con lo que se demuestra que el español fue pasto de los caníbales de forma muy temprana en los mares del Sur. Y era canibalismo puro y duro, no otras anécdotas de aquellos mares", escribe Luis Pancorbo López en El banquete humano. Una historia cultural del canibalismo—.

Las descripciones de antropofagia en esas islas por parte de sus tribus se sucederían más adelante, dando forma a una costumbre no basada en la necesidad y ni siquiera en un acto ritual. Según la antropóloga Peggy Reeves Sanday, aunque William Arens estaba en lo cierto al asumir que las acusaciones de canibalismo por parte de los europeos fueron en ocasiones nada más que una proyección de superioridad moral enmarcada en el colonialismo, al contrario de sus aseveraciones de que realmente ninguno de estos exploradores o misioneros había observado la práctica sí que había testigos muy fiables tres siglos después de los españoles, en la misma Nueva Caledonia. Un canibalismo sin componente ritual: "Cuando mataban gente, los hombres arrojaban los cuerpos hacia atrás y las mujeres los emplumaban y los llevaban, cortaban los cuerpos y los dividían (...) Al llegar a sus casas encendían hornos de tierra en cada casa y comían a los muertos. Grande fue su alegría, porque aquel día comieron bien. Ésta era la naturaleza de la comida. La grasa era amarilla y la pulpa oscura", recoge Peggy Reeves Sanday en Divine hunger: cannibalism as a cultural system—.

Aunque es evidente que existieron con los años relatos más que fantasiosos de aventureros acerca de las prácticas salvajes de comer carne humana —hasta el punto de la icónica imagen de la sopa de explorador con el susodicho metido en una gran olla, una representación típica del colonialismo en África—, parece claro que se practicó la antropofagia, como en el caso por ejemplo de Nueva Guinea. Allí se identificó a principios del XX de hecho una epidemia ligada al consumo del cerebro humano, basado en otro ritual brujo de la tribu Fore, y nombrada como Kuru.

Lo más repugnante en el siglo XX fueron las sospechas y acusaciones recaídas en los brutales dictadores africanos

La enfermedad consistía en una especie de variante del síndrome de Creutzfeldt-Jakob, que se recrudeció en las décadas de los 50 y 60 — Kuru Sorcery, Disease and Danger in the New Guinea Highlands— y que también puso en duda Arens, a pesar de la evidencia científica, al observar que nadie había presenciado realmente el ritual Fore y que se debería más probablemente al consumo de cerdos crudos.

Lo más repugnante en el siglo XX fueron sin embargo las sospechas y acusaciones recaídas en los brutales dictadores africanos como Idi Amin Dada en Uganda, Bokassa en Centroáfrica o Macías Nguema en Guinea Ecuatorial. Por ejemplo, según relató en Londres en 1977 el médico personal de Idi Amin John Kiburkamosoke, el dictador de Uganda se comió parte del hígado del que fuera su ministro de Asuntos Exteriores, Michael Onadaga "para ahuyentar los malos espíritus”. Fuera cierto o no, de nuevo serían en estos casos las creencias místicas o rituales para esgrimir el consumo de la carne de un semejante.

Cuando los jóvenes uruguayos fueron rescatados del infierno del Valle de Lágrimas, al lado del volcán Tinguirinica, en mitad de los Andes, las familias quedaron un tanto horrorizadas en el hospital de San Fernando al conocer la verdad: realmente habían pensado hasta el último momento en otra explicación, aunque nos parezca ahora increíble: "En las involuntarias expresiones de asombro y asco, advertían que, planteada la alternativa, preferían que todos hubieran muerto antes que comer la carne de sus compañeros (…) De la misma forma, Madelón Rodríguez hizo un involuntario gesto de espanto cuando Carlitos le dijo lo que había tenido que comer para seguir con vida. Como muchas madres que tuvieron fe en encontrar a sus hijos, no había pensado con detalle en los pormenores que hicieron posible el milagro. Ni ella ni los padres y parientes de todos los muchachos, habían supuesto que tuvieran que comer los cuerpos de los compañeros muertos" —Pier Paul Read, ¡Viven!—. Peor fue para Estela, la madre de Marcelo. Es el aspecto en el que parece incidir La sociedad de la nieve de J. A. Bayona: la reconciliación de unos y otros.

Fue la Iglesia católica la que exoneró inmediatamente de cualquier remordimiento o culpa a los jóvenes uruguayos

Fue precisamente el aspecto místico y ritual el que esgrimieron los supervivientes en el momento de la verdad, y de cara al público en la rueda de prensa posterior, a pesar de que algunos lo hubieran racionalizado sin ningún componente místico. Uno de ellos, Coche Inciarte, recurrió a la explicación de la comunión de Cristo, la transubstanciación, para explicárselo así al padre Andrés, un joven párroco de la localidad de San Fernando, que fue a visitarlos el primer día: "Mientras el padre Andrés escuchaba, llegó a entender la exacta naturaleza del don al que Coche Inciarte se refería: el regalo de la carne que les hicieron sus compañeros muertos. Tan pronto como se dio cuenta de esto, el joven sacerdote lo reconfortó diciéndole que no había pecado alguno en lo que había hecho".

Aunque los representantes católicos corrigieron rápidamente que no se trataba de lo mismo, la comunión y el recurso a la antropofagia, la realidad es que fue la Iglesia católica la que exoneró inmediatamente de cualquier remordimiento o culpa a los jóvenes uruguayos: comer, para sobrevivir, el cuerpo de alguien que ha muerto es incorporar su substancia.

Uno de los momentos más dramáticos nunca expuestos en la pantalla sobre el Milagro de los Andes transcurrió fuera de las montañas. Durante las semanas de angustia y esperanza que siguieron tras no encontrarse los restos del avión, los familiares se reunían en Montevideo, trazando planes de rescate por su cuenta y teorizando sobre cómo podían haber sobrevivido sus chicos.

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