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Los vírgenes suicidas
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Los vírgenes suicidas

Generaciones como la mía, y posteriores, hemos sido educados en lograrlo todo con el mínimo esfuerzo y por eso nos creemos con derecho a una felicidad inexistente

Foto: Homenaje al menor de 12 años que se suicidó el pasado mes de febrero en Sallent (Barcelona). (EFE/Siu Wu)
Homenaje al menor de 12 años que se suicidó el pasado mes de febrero en Sallent (Barcelona). (EFE/Siu Wu)
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Voy a contaros una historia. No es una historia bonita, pero quizás sí necesaria. A los 15 años amenacé con precipitarme al vacío desde un sexto piso, en casa de mis padres. No fue un instante agradable. Por fortuna, tampoco irreversible. Las razones distan de ser muy originales. Otros chavales, otros cabroncetes granujientos y pubescentes que trataban de encontrarse a ellos mismos, satisfacían su autoaversión riéndose de un payaso. No con él, no… de él. Lo chuleaban y galleaban a su costa. Yo, con la nariz roja, una facha de colosal humanidad sonrosada y una sonrisa de retarded, era el elegido. El clown. El bufón.

Oh, y no os vayáis a pensar que me seguían. Nada más lejos. Las burlas de los pimpollos escocían como el alcohol a la herida fresca, pero era yo quien acudía en busca de ellas. Regresaba, creyendo que el dolor merecía la pena por la purificación de cara al escaparate. Por vestir el esmoquin guachi de su compañía. Hasta que, un día, queriéndolo todo, respeto y cariño, me di de bruces con que no tenía ninguna de las dos. Podía haber pasado. Ido a mi aire. Barrer el síndrome de Estocolmo y dejarme de autoindulgentes boberías. La necesidad de un púber de encajar, sin embargo, es tan histérica como taxativa…

El prota de esta historia no es aquel crío, vulnerable y desorientado, pensando que las cosas se resuelven borrando la ecuación

Si alguien piensa que cuento esto para victimizarme, cubrirme las espaldas o tocar las teclas de la lástima, nada más lejos. No pretendo recréame en la anatomía de una caída frustrada. El prota de esta historia no es aquel crío, vulnerable y desorientado, pensando que las cosas se resuelven borrando la ecuación, en vez de encontrando la fórmula correcta. El prota del cuento es su padre. Un hombre sensible, cariñoso y no por ello libre de rezumar una mala leche que equivaldría a Chuck Norris aquejado de hemorroides.

Un progenitor; ágil, de gesto felino y garfio hidráulico que agarró al empanado de su hijo cuando lo vio flirtear con el precipicio. Lo tiró al suelo. Lo zarandeó como una piñata flácida. El mocoso lloró. O sea yo. Lo llevó hasta un sofá cercano. Lo sentó. Lo abrazó y le regaló unas palabras que se grabarán a fuego en su memoria. O sea, la mía: "Hijo, por favor, no seas gilipollas. Sé que esos chavales te lo hacen pasar mal. Pero que te quede clara una cosa, si te quieres matar alguna vez en tu vida, bien. Hazlo. Pero que jamás sea porque otros te han empujado a hacerlo, sino porque tú lo has decidido solo y libremente. Vive según tus normas, no dejes que te marquen las de los demás".

No se volvió a hablar del tema. Cerramos el tenderete aquella misma tarde y, al día siguiente, fui en busca de nuevos horizontes amicales. No recuerdo si hubo violencia de por medio… poco importa. A lo que iba con esta chapa es a la actitud que tuvo mi padre. Lejos de infantilizarme, lejos de colgarme el sambenito de suicida, de descorchar una autoprotección cerval, de montar un quilombo de aúpa, quiso, sin por ello despistarme, hacerme responsable de mi frustración. La sobrecarga sensorial nubla la correcta digestión de la razón y conviene, sobre todo en la adolescencia, desarrollar cuanto antes mecanismos para deshincharla.

Foto: Agentes de los Mossos d'Esquadra en una imagen de archivo. (EFE/Andreu Dalmau)

Se estima que un 10% de los jóvenes españoles tiene pensamientos suicidas. No sería tan grave si no fueran tantos los que rematan la jugada. Lo más recurrente sería decir que esos adolescentes no están bien del tanque. Asumir que es un asunto suyo, particular y marginal. Pero sería un error. Una colada grave. Por lo general, se asocia este aumento a las redes sociales, al exhibicionismo, al privilegio del juicio ajeno, la comparativa, la conflictividad o el efecto llamada. Las chicas, por cierto, le pegan más a la bulimia, la cuchara vacía y la cuchilla que los chicos.

Debe ser jodido crecer con un catálogo digital diario de chavalicas luciendo sus procacidades perfectas. Periquitas que para lograr la instantánea deseada, no se apartarían ni aunque un camión monstruoso estuviera a un milímetro de arrollarlas. Luchar por sentirse cómodo entre el revoloteo incesante de pibes maquillándolo todo para que parezca divino, aunque granice angustia, suena a migraña somatizada. Así es fácil hacer brotar La Cosa Mala, que decía D. Foster Wallace. Paniquear hasta la médula porque tu vida es pedorra y mediocre, como la de todos.

No salirte con la tuya es una colleja vital que te atiza cuando menos te lo esperas. Cuando más baja tienes la guardia. Cuando todo parece salir a pedir de boca. No se puede ir de mascachapas genuino a todas horas, pensando que las cosas siguen su curso hacia el mejor de los resultados. Hay que pelear, mantenerse firme en la sacudida, escuchar a quienes te tienden la mano y desarrollar la capacidad de improvisar un pataleo que mantenga a raya la sensación de que nada merece la pena. De que la salvación está en abandonarse a la línea vertical.

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Generaciones como la mía, y posteriores, hemos sido educados en lograrlo todo con el mínimo esfuerzo. Y en tener una satisfacción demasiado accesible, y en darnos demasiada importancia, y en creernos con demasiado derecho a una felicidad inexistente, y todas esas cosas están desprovistas de realidad. No vale olvidarse el chubasquero y berrear porque la mierda salpica. Sin una piel curtida, las puñaladas atraviesan el corazón con facilidad.

La desconexión física intercambiada por la hiperconexión digital es una de las grandes causas de estos nuevos vírgenes suicidas (en referencia al novelón de Jeffrey Eugenides), pero me atrevo a insistir en que la infantilización es otra sospechosamente contundente. Vemos cómo, cada día, se taponan más cenizamente los ambientadores de la madurez. Ese estado vital que te permite priorizar, quitarle hierro a asuntos que, en realidad, son ligeros y dárselo a aquellos que realmente son de naturaleza plomiza. Lejos de la insoportable levedad. Si no te enseñan a banalizar y vivir los esguinces con humor, es normal que te lances cavernícola a las faldas del desastre. La gente que se toma demasiado en serio suele palmarla antes.

También es cierto que la casuística en este asunto es tan grande como calamidades pueden dominar al personal. No busco generalizar o dar a entender que no hay facetas que escapan a las tesis que sostengo. Apuesto, no obstante, por rendirse a una mayor dictadura del humor o, por lo menos, a saber enfilar correctamente el drama. No siempre contra uno mismo, no siempre bajo el motor de la individualidad, sino interrogando al sistema, cuestionándolo, arremetiendo contra él. Eso, cuando las lágrimas son balas y no de cocodrilo. Si mojas la quejumbre dejándote poseer por el espíritu de la plañidera, que sea con honestidad y sin victimismos de plástico.

Es de ley empezar a agarrar a los chavales antes de que se asomen al precipicio y alentarlos a encararse a su frustración

Las ciencias del presente despistan la concentración y nos impiden poner el focus en la buena dirección, como ya advierte Johann Hari, que ve en esa pérdida de capacidad de atención la espantada de nuestro superpoder humano. Pero eso no es excusa para evitar atizarnos una perdigonada de conciencia. Alentarnos, a nosotros y quienes nos rodean, a dejar de compadecernos y levantar cabeza. Empezando, claro, por los más jóvenes.

A mí me resulta liberador caer en la cuenta de que los reveses pueden ser un coup de chance, sin que eso quiera decir que me unte hasta las cejas de mermelada hippie-happy-flower-power. Eso solo te convierte en alguien más irritante que sentarte en un termitero con ropa interior comestible. Ahora, sí creo que es alentador ver en las crisis oportunidad y en el tiempo el aliado más confiable de cara al sufrimiento. De lo contrario, y en el peor de los casos, acabas con jóvenes mesmerizados ante un baño caliente y las extremidades azules.

Es de ley empezar a agarrar a los chavales antes de que se asomen al precipicio y alentarlos a encararse a su frustración. Invitarlos a desentenderse de las presiones artificiales que los rodean y, como me dijo mi padre, a vivir según sus propias normas. Lejos, lo más lejos posibles, de ese frágil precipicio.

Voy a contaros una historia. No es una historia bonita, pero quizás sí necesaria. A los 15 años amenacé con precipitarme al vacío desde un sexto piso, en casa de mis padres. No fue un instante agradable. Por fortuna, tampoco irreversible. Las razones distan de ser muy originales. Otros chavales, otros cabroncetes granujientos y pubescentes que trataban de encontrarse a ellos mismos, satisfacían su autoaversión riéndose de un payaso. No con él, no… de él. Lo chuleaban y galleaban a su costa. Yo, con la nariz roja, una facha de colosal humanidad sonrosada y una sonrisa de retarded, era el elegido. El clown. El bufón.

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