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Cuando la izquierda luchó por el capitalismo: 55 aniversario de mayo del 68
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Cuando la izquierda luchó por el capitalismo: 55 aniversario de mayo del 68

Aún a día de hoy, los herederos de la progresía sesentayochiana pretenden hacernos creer que ellos están en el mismo barco que los trabajadores

Foto: Disturbios de mayo del 1968 en Francia. (EFE)
Disturbios de mayo del 1968 en Francia. (EFE)
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Medio siglo y un lustro después, sigue siendo difícil discernir si los lemas de mayo de 1968 eran propios de una rebelión social, o más bien de un anuncio de la Coca-Cola, alguna app de riders o una campaña juvenil de las que hacen ahora los bancos. "Haz tus deseos realidad". "La novedad es revolucionaria". "Prohibido prohibir". "Queda decretado el estado de felicidad permanente". Muchas consignas que los jóvenes franceses garabateaban en las paredes como acto de disidencia, hoy las estamparían las grandes empresas en sus carteles publicitarios.

El mercado está, más que nunca antes, obsesionado con la idea de lo ilimitado, lo desenfrenado, lo felicísimo y lo libérrimo. Los mejores cacharros se precian de ser "inalámbricos" y, de la misma forma, se espera que los mejores consumidores aprendan a serlo también: libres de conexiones, de lazos y de cualquier vínculo humano que le distraiga del dinero. Todas las promociones que nos ofrecen vienen acompañadas de una fórmula mágica, repetida como un encantamiento: "Sin compromiso". Así se busca que sean también los clientes, sin ningún compromiso: solteros, desarraigados, sin afiliaciones militantes.

Una izquierda que, como la de mayo del 68, cometió un fatal error de cálculo: considerar que el capitalismo era una fuerza conservadora

¿Cómo nos han llevado hasta esta situación de individualismo, aislamiento y división? Los años ochenta y los gobiernos neoliberales tuvieron parte de culpa, sí, pero alguien les abrió el paso antes. Una izquierda que, como la de mayo del 68, cometió un fatal error de cálculo: considerar que el capitalismo era una fuerza conservadora, comprometida con los valores clásicos, la familia tradicional, la cultura convencional. Y que, por lo tanto, para atacar el capitalismo había que atacar previamente los valores clásicos, la familia tradicional y la cultura convencional. Y así la izquierda sesentayochista (y la de años posteriores) ha vaciado toda su artillería contra estas banderas, que el capitalismo solamente agitaba como señuelo y utilizaba como escudo humano. Cuando la humareda se ha disipado, queda el capitalismo en pie e intacto, en su transformación definitiva como monstruo, sin raíces ni rostro, pero las masas quedan en su forma inferior: sin banderas, ni valores, ni familia, ni cultura (ni del tipo tradicional ni de tipo moderno ni de tipo alguno).

Aquel fatal error de cálculo provenía de la Francia de finales del siglo XIX, donde una "izquierda progresista", "modernista" y de "liberalismo cultural" salida de la Revolución Francesa se planteaba sumar fuerzas con (e incluso liderar a) los movimientos obreros, socialistas, sindicalistas, comunistas y anticapitalistas excluidos por la Revolución Industrial. La alianza tenía algo de contra natura, porque mientras que al "izquierdismo" solo le interesaba el supuesto progreso hacia la razón universal y la paz perpetua, al obrerismo le preocupaba más la decadencia de sus condiciones materiales.

Llegado el año 1968, un grupo de estudiantes ocupó una facultad en Nanterre. La ocupación se hizo, supuestamente, para protestar contra el consumismo y contra el imperialismo americano. En realidad estaban a favor del consumo, no de mercancías, pero sí de sustancias y de relaciones sexuales que convertían al ser humano en las propias mercancías. También era puro imperialismo yanki, no del que estaba desarrollándose en Vietnam, sino de la colonización mental a base de Rolling Stones y performances.

Los sindicatos obreros estaban siguiendo los choques entre estudiantes y policía y rápidamente convocaron huelgas

El caso es que los estudiantes fueron pacíficamente desalojados por la policía, pero el movimiento estudiantil no se conformó y convocó otras nuevas ocupaciones que no terminaron tan bien. Los sindicatos obreros estaban siguiendo los choques entre estudiantes y policía y rápidamente convocaron huelgas en solidaridad con los universitarios. Sin embargo, pronto se evidenciarían las diferencias entre los del mono azul y los de la camisa y gafas.

Uno de los cronistas de mayo del 68, Mitchell Abidor, describe la ocupación de una fábrica por parte de obreros y estudiantes. Lo primero que hicieron los obreros fue limpiar las instalaciones que tan sucias estaban siempre, como un acto orgulloso de dignidad del trabajo. Entre lo que limpiaron pudo encontrarse una pintada hecha por los estudiantes: "Ne travaillez jamais", nunca trabajes.

A finales de aquel mes largo, las ideas y estrategias opuestas se habían hecho tan palpables que ningún representante estudiantil acudió al funeral de Pierre Beylot, trabajador de la Peugeot tiroteado por la policía, ni ningún representante sindical acudió al funeral de Gilles Tautin, estudiante que se había ahogado huyendo de las refriegas a nado por el río.

A las pocas semanas de aquel fatídico mayo, varios sectores se desencantaron con lo que representaba el sesentayochismo

Pero la divergencia más característica se dio cuando, gracias a la presión en las calles, los sindicatos obligaron al gobierno a firmar los acuerdos de Grenelle, con una histórica subida del 35% en el salario mínimo y del 10% en el salario medio, así como una reducción del horario laboral y del seguro médico. Pero todos aquellos logros sindicales fueron despreciados por los manifestantes sesentayochiles. ¿Cómo se iban a conformar con unos reajustes estadísticos los mismos estudiantes que pedían asaltar los cielos? ¡Traición! Desde el más absurdo idealismo se desató la retórica antisindical, señalando la negociación colectiva como una forma de colaboracionismo con el gobierno. De toda esta narrativa bebería luego la "flexibilidad" de la derecha neoliberal.

Para una revuelta que quería abolir toda jerarquía, igual de mala les parecía la estructura gubernamental del presidente De Gaulle que la estructura sindical de la Confederación General del Trabajo, o la estructura del Partido Comunista Francés. Mayo del 68 estigmatizó para siempre la capacidad asociativa de la clase trabajadora francesa, cuyos sindicatos llevan perdiendo afiliados desde los años setenta. En 1946, la CGT contaba con casi seis millones de afiliados, mientras que hoy no llegan a los 600.000. Como consecuencia, el modelo social francés ha ido retrocediendo, y el año 1968 ha quedado marcado como el punto y final de los "treinta gloriosos" (los treinta años de avances sociales de posguerra).

A las pocas semanas de aquel fatídico mayo, varios sectores de la clase trabajadora francesa se desencantaron con lo que representaba el sesentayochismo, cuando oyeron hablar en la televisión nacional a algunos de los portavoces que ocupaban la universidad de la Sorbona. Diatribas contra la educación, contra la burocracia pública, a favor de la sociedad sin fronteras y de la política sin gobierno. Estaba claro que aquellos jóvenes habían gozado hasta entonces de tanto apoyo popular por una sola razón: en aquellos tiempos no existían redes sociales, así nadie se había enterado a tiempo de lo que estaba defendiendo la progresía soñadora de niños de papá. Por culpa de aquellos delirios fantasiosos, la gente tomó por utópicas e irrealizables las propuestas de los comités obreros que habían salido a las calles, como la participación de los trabajadores en el control de las fábricas. Que los desposeídos pasen a ser copropietarios sí tenía sentido, pero que los alumnos se suban a las mesas y finjan ser profesores, no. A la primera idea la mató ir de la mano con la segunda.

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Aún a día de hoy, los herederos de la progresía sesentayochiana pretenden hacernos creer que ellos están en el mismo barco que los trabajadores, y que la lucha por unas condiciones vitales dignas ha de ir al lado (o incluso por detrás) de la abolición del heteropatriarcado, el fin del eurocentrismo, la revisión de la jerarquía especista o las disculpas decoloniales. Pero hay un claro indicio de que ambos mundos son como el agua y el aceite. Las exigencias de los comités obreros del 68 siguen sin verse satisfechas, e incluso van a peor, y son apaleados sus sucesores, hace unos años los chalecos amarillos y ahora los que protestan contra la reforma de la jubilación. Sin embargo, las zarandajas del izquierdismo sesentayochense se han hecho inseparables de un nuevo capitalismo financiero, amoral, promiscuo, hedonista y del "consumo trasgresor", de forma que los li-lis (liberal-libertarios) y los bo-bos (bohemio-burgueses) han pasado en pocas décadas de ser intelectualoides en las plazas a tener importantes cargos en lo público o lo privado.

De firmar manifiestos antisistema en 1968 han pasado a ser comisarios de la agenda 2030, 2050, o la que mande el sistema. Finalmente, han conseguido traer la sociedad líquida, el mundo sin fronteras, la revolución sexual, el flujo de las benzodiacepinas, el sistema educativo totalmente reblandecido, la representación de todas las identidades y todas las minorías convertidas en nicho de mercado. Cincuenta y cinco años después, cautivo y desarmado el ejército proletario, han alcanzado las tropas sesentayochonas sus últimos objetivos posmodernos.

Medio siglo y un lustro después, sigue siendo difícil discernir si los lemas de mayo de 1968 eran propios de una rebelión social, o más bien de un anuncio de la Coca-Cola, alguna app de riders o una campaña juvenil de las que hacen ahora los bancos. "Haz tus deseos realidad". "La novedad es revolucionaria". "Prohibido prohibir". "Queda decretado el estado de felicidad permanente". Muchas consignas que los jóvenes franceses garabateaban en las paredes como acto de disidencia, hoy las estamparían las grandes empresas en sus carteles publicitarios.

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