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Chirbes en los 70: "La obra de Tamames es uno de los productos más fascistas que conozco"
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Chirbes en los 70: "La obra de Tamames es uno de los productos más fascistas que conozco"

Altamarea publica los artículos de crítica literaria y cultural que Rafael Chirbes escribió entre 1975 y 1980, en los que no salen indemnes ni Tamames, ni Vargas Llosa, ni Semprún, ni Benet, entre otros

Foto: Ramón Tamames en 1977. (Getty/Cover/Gianni Ferrari)
Ramón Tamames en 1977. (Getty/Cover/Gianni Ferrari)

Si Franco hubiera perdido la guerra no sé si hubiera habido Laras, Planetas y otras zarandajas por el estilo, pero, en cualquier caso, si hubiera un poco más de vergüenza y menos falsas dignidades y mecenas empresarios que no saben leer, alguien diría que la novela de Jesús Torbado es una incitación a desear que Franco ganase la guerra, porque ¡qué aburrimiento, señor!, ¡qué falta de imaginación!, ¡qué mediocridad! Hemingway tomaba copitas en un cafetín, Girón fue guerrillero en los pinares de Valladolid y la Celia Gámez se pasó a los rojos. Esa es la tesis política de la novela: ni más ni menos. Y esa, también, es toda la psicología de los personajes, que aparecen y desaparecen sin que nadie se entere de nada porque ninguno interesa. No echamos a ninguno de menos. Cuatro millones: cuatro millones, cuatro. ¿O han sido cinco? Allá ellos.

placeholder 'Asentir o desestabilizar', de Rafael Chirbes (Altamarea)
'Asentir o desestabilizar', de Rafael Chirbes (Altamarea)

Historia de Elio: Autobiografía mística de don Ramón Tamames

El señor Tamames estuvo en la cárcel; allí debió leer media docena de novelas; como hombre voluntarioso que es, y no pareciéndole difícil aquel arte, se puso manos a la obra y, en poco tiempo, se encontró con un producto de su propia creación.

Una novela que no dé dinero no es una novela en la que haya merecido la pena invertir tiempo. Por esa razón, Tamames le vendió su obra al señor Lara, dueño de Planeta y fantasma al que teme especialmente —y detesta— quien esta crónica escribe.

Para el señor Lara, como para Tamames, la letra —y el tiempo— son convertibles en oro.

La mercancía resultante de las transacciones entre estos dos señores es esta Historia de Elio. Con su bonita portada llena de manifestantes, y con sobrecubierta roja, de venta en todo el país al módico precio de trescientas cincuenta pesetas ejemplar.

No se me ocurriría, en una sociedad capitalista, como es la nuestra, acusar a dos negociantes de haber llevado a cabo un negocio rentable. Lucro y exhibición son motores de nuestra sociedad. No son noticia, sino esencia —si es que hay esencias de algo— de cuanto a nuestro alrededor acontece. Ahora bien, de vez en cuando las revistas hablan de un negocio sucio: y eso sí es noticia. La Historia de Elio creo que es noticiable porque en mi opinión se trata de un negocio sucio.

Tampoco es este el lugar para escribir sobre la corruptibilidad o incorruptibilidad de los jurados de un Premio Planeta. Cualquier dato en este sentido no es sino un secreto a voces que solo lo que imagino debe ser una buena educación hace callar a los cronistas. En este caso, el negocio es sucio por otro motivo: porque lo que se ha vendido es algo que no pertenece a ninguno de los dos interlocutores: el prestigio que una organización política ha ganado en calles, fábricas y universidades; organización de la que el señor Tamames es una de las cabezas visibles y a la cual, sin duda, ha hecho un flaco servicio con su devaneo político-literario.

placeholder El editor José Manuel Lara Hernández
El editor José Manuel Lara Hernández

[A propósito de la novela de Ramón Tamames y del éxito que siguió a su publicación, comentaba lo siguiente Rafael Chirbes en una entrevista posterior, comparando la popularidad de la que gozaba entonces Tamames con la de Manuel Puig y recordando que, en literatura, el tiempo es siempre el verdadero juez: “Yo trabajé en librerías. Primero trabajé en la Feria del Libro recién salido de la mili [...]. Luego volví a la Feria [...] en una librería que era medio del PCE; [...] Y ahí tuve una experiencia, [sic] muy aleccionadora para alguien que aspiraba a ser escritor... Yo había invitado a firmar a Manuel Puig [...] Y el mismo día venía Tamames, que había publicado una novela descabellada y fascistoide, que se titula Historia de Elio, donde Elio es él [...]. Una cosa aterradora... [...] La cuestión es que, como Tamames entonces era del PCE, había una cola que daba tres vueltas a la caseta para que les firmara Historia de Elio... Era el año 76 o 77. La gente se daba de tortas por una firma. Y al lado estaba el pobre Manuel Puig, con su madre, que no tenía a nadie a quien firmarle... [...] Puig solo firmó tres o cuatro ejemplares que les di a algunos amigos para que se acercaran a pedirle la firma. Y siempre pongo esto como ejemplo: dónde está ahora el libro de Tamames [...], y en cambio seguimos leyendo con gusto y provecho los libros de Manuel Puig... El tiempo pone las cosas en su sitio, muy especialmente en literatura, donde la palabra fija las posiciones de cada cual, y se convierte en un policía al que no se le escapa nada”]

Porque la venta es doblemente vergonzosa ya que, en el libro, conviven la más ínfima calidad literaria —capaz de mantener al lector en el triple salto mortal de la carcajada, la indignación y la vergüenza ajena— y los presupuestos ideológicos de quien ha sido el peor enemigo de la organización a la que el señor Tamames pertenece: el fascismo.

La novela que ha escrito Tamames en su cautiverio es uno de los peores engendros publicados en la España de la guerra

Literariamente, la novela que ha escrito Tamames en su cautiverio es uno de los peores engendros publicados en la España de la guerra. Partiendo de la idea de Thomas Mann en su Doktor Faustus, el amigo mediocre que se convierte en albacea del genio, Tamames —el mejor amigo de sí mismo— inicia con desvergüenza un demencial recorrido por su vida. Él es Elio, ¿el sol?, ¿el gas que se eleva y se expande? Él es el héroe, voluntarista y positivo, que toma de la mano al lector y lo lleva por un largo camino, al cabo del cual debería aparecer toda la grandeza de Elio; pero Elio es, sin duda, tan mediocre como su narrador y entre ambos, espejos del autor, solo consiguen arrastrarnos a un mediocre sueño de niño fantasioso y un poco tonto.

Pero despectivamente suficiente. Con un elitismo que solo puede ser fruto de la propia ignorancia.

Con suficiencia, habla y dirige al proletariado militante y olé, o reflexiona sobre el arte de novelar con inimaginable alegría. Se inciensa como conductor, admirado por estudiantes y obreros, o escribe, sin el menor temblor en el pulso, que el Quijote es farragosa, que Cien años de soledad es plúmbea y se permite darnos algunos consejos a todos sobre cómo hay que escribir.

Sin olvidar nunca la clave del enigma: Tamames, como tantos políticos de derecha, tiene un profundo deseo de gobernar, aunque, como demócrata que intenta ser, lo reprime parcialmente y espera gobernar no para siempre, sino solo durante una temporada: hasta que estemos todos maduros él llevará las riendas con firmeza e ilustración bien intencionada. Luego, se irá y sal dremos todos al aeropuerto a despedirlo y todos los hombres querremos estrechar sus manos y todas las mujeres besarán sus mejillas.

"Tamames, como tantos políticos de derecha, tiene un profundo deseo de gobernar, aunque, como demócrata que intenta ser, lo reprime"

Por ese tobogán de sombras, el lector se enfrenta con el hecho de que la novela de Tamames es lo más lejano a una novela marxista, en cualquiera de las acepciones en que se tome el término. Incluso es bastante evidente que, a pesar de todas las buenas intenciones del novelista, su obra es uno de los productos más claramente fascistas que conozco en literatura castellana.

Haciendo un flaco servicio a la clase que dice defender, al partido que pertenece, a los demócratas en general y a Marx y Engels en particular, Tamames ha tergiversado una política de oposición hasta convertirla en siniestra caricatura de la política del propio poder. Y ha demostrado de un modo casi pedagógico cómo la ideología fascista impregna sectores amplios de quienes, de algún modo, se creen rescatados de ella.

placeholder El escritor, ya fallecido, Rafael Chirbes, en 2014 (EFE)
El escritor, ya fallecido, Rafael Chirbes, en 2014 (EFE)

Porque la voluntad como motor, los salvadores de la patria, el superhombre, o el superElio, o el superTamames, la visión de la historia como historia hecha por las minorías, el golpismo como método de acceso al poder, las marchas sobre Roma, o sobre Presidencia del Gobierno, el auto-Tamames-for-president, y el papel de las masas como comparsa vestida de lagarterana, la espera del pueblo hasta la madurez —que seguimos verdes, señor, que seguimos verdes—, y, por último, el reinar después de morir, permaneciendo entre nosotros en forma de espíritu invisible (que es otro de los sueños noveleros del señor Tamames que, por suerte para nosotros, es, como casi todos sus sueños, absolutamente irrealizable) son cosas que nos han olido a cuerno quemado durante demasiados años.

"El auto-Tamames-for-president y el papel de las masas como comparsa vestida de lagarterana son cosas que nos han olido a cuerno quemado"

Y estas son, en definitiva, las alternativas que plantea en su ficción-político-novelesca Ramón Tamames y que el señor Lara, al parecer, se ha tomado lo suficientemente en serio como para pagar por ellas una cantidad que imagino respetable. Pero, claro, el dueño de Planeta es un hombre listo y sabe bien que no ha comprado la novela, porque por la novela a secas nadie hubiera dado cinco céntimos ni para guion de un tebeo de Florita o Azucena.

El señor Lara ha pagado por todas las cosas que hay por detrás de novela y novelista. Por todo eso, quién lo duda, ha pagado bien poco.

Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, Barcelona, Seix Barral, 1977; 447 páginas, 400 pesetas

No creo que Vargas Llosa haya pretendido hacer con este libro una "obra menor" de más de 400 páginas y llena de reflexiones sobre cómo la vida se vuelve literatura, sobre cómo el propio autor también llega a ser, en sus obsesiones, literatura. Habría que referirse, más bien, a una obra fallida. A dos obras penosamente ensambladas: la tía Julia; el escribir. La primera es una obra juvenil autobiográfica, que, personalmente, he soportado muy a duras penas: difícilmente puede uno imaginar que se encuentra frente a un texto del autor de Conversación en la catedral. En el segundo y paralelo nivel de narración asistimos a la elaboración de una serie de capítulos de radionovela por parte de un escritor-modelo-de-escritores que deviene progresivamente loco. Un personaje cuyo antecedente habría que buscar, quizá, en el don José Ido del Sagrario de Galdós. También, como siempre en Vargas, Flaubert está presente. Los mejores capítulos son, precisamente, los de ese segundo nivel, en el que el lenguaje teóricamente bastardo del radio-romance se eleva por encima del lenguaje autobiográfico del autor. Un libro cuyo valor principal estriba en haber sido firmado por Vargas Llosa, un escritor en vías de bajar la guardia, dejándose sorprender por el aburrimiento y la repetición de un mundo juvenil cada vez más vacío. De no ser por esa firma, a lo mejor, ni hablábamos de él.

placeholder El escritor Mario Vargas Llosa el pasado mes de febrero en Málaga (EFE)
El escritor Mario Vargas Llosa el pasado mes de febrero en Málaga (EFE)

Juan Benet, En el estado, Madrid, Alfaguara, 1977; 221 páginas, 350 pesetas

Aquí está Benet. Viene del brazo de Gombrowicz. Helo aquí. Es el señor Benet, esforzándose en mostrarnos que es culto, irónico, que tiene tanto ingenio... y que sabe escribir. Que puede ser refinado. Vamos: que lo es; pero que puede, también, ¿cómo no?, ser vulgar. Benet sube al trampolín (dos vueltas en el aire), sube al trapecio, sube a la cuerda floja (¡qué valor!), practica de écuyère sobre un bonito caballo blanco, se abanica, se quita la boa. Benet. Y el lector se aburre, se aburre, se aburre de tanto narcisismo porque no es listo, ni sutil, ni inteligente ni sabe entender el libro de Benet. Porque el libro de Benet es bueno. Es de Benet. Y el lector bosteza y acaba por no acabar el libro, pero es porque no tiene gusto: ¡es tan conmovedor ver a Benet, vestidito de blanco, bailando de puntillas ante el espejo! ¡Qué loco! ¡Qué cielo! ¡Qué travieso! ¡Qué cosas tiene este Juan!

La princesa y el cocinero bailaron juntos. Democracia en el Planeta

¡Cuántos vendedores de latas de sardinas quisieran tener ese talento tuyo, José Manuel! (Mercedes Salisachs, Premio Planeta 1975, en su presentación en Madrid)

Don José Manuel Lara, dueño de Planeta, ha entregado el premio de este año, consistente en cuatro millones de pesetas, al señor Semprún, escritor y exmilitante del PCE.

Me pregunto por qué, cuando parece que llegan tiempos mejores (?), tenemos todos (?) tanta prisa por volvernos peores. Me pregunto por qué el señor Lara ha derrotado a Semprún por cuatro talegos a cero. O si debo decir aquí que, meses atrás, alguien —un escritor amigo— me contó cómo Semprún había arrojado de su casa, muy dignamente, a un lacayo del señor Lara que le ofrecía el premio. ¿Descolgó, minutos después, el teléfono para decir Diego donde había dicho digo? ¡Qué más dará!

"Me pregunto por qué el señor Lara ha derrotado a Semprún por cuatro talegos a cero"

Érase una vez en que Semprún era un militante clandestino e iba de miedo y noche en noche y miedo. Érase una vez en que el señor Lara se codeaba con la buena sociedad franquista. Era un tiempo en el que la cultura española se hacía a pesar y en contra de editoriales como Planeta. Era un tiempo en que Semprún trabajaba por elaborar parte de esa cultura. Érase un tendero. Era un militante.

Era un escritor que escribía para la izquierda, para los antifascistas. Un editor que vivía de vender a la derecha: que era EL EDITOR DE LA DERECHA. Era el maldito tiempo de los camaleones.

Jamás, jamás pudo soñar, aquel Lara-cortada del libro, que podría llegar tan lejos en su poder, que su plumaje de salón podría teñirse en gotas de un libro de Semprún. Hoy luce con orgullo, en el extremo de sus alas, un rojizo destello que se llena de ganas de llorar. A Semprún lo conozco, solamente, a través de sus libros (espléndidos). Y no deja de dolerme verlo derrotado, en cuclillas, repasando sonriente las uñas del enemigo vencedor. Porque Semprún y el Planeta no se han unido en terreno de nadie: don dinero une, siempre, en el terreno de ellos; es decir, derrota. El contexto determina. En el transcurso de ir y venir hacia, de, hasta, para, por los cuatro fajos, Semprún ha arrojado el ancla en el terreno de la derecha (¡Tanto luchar para que ganen ellos!) y sirve de promotor al señor Lara (con una sola r ¿eh?), quien cada año necesita su escandalito para vender.

placeholder El escritor Jorge Semprún (Getty)
El escritor Jorge Semprún (Getty)

Semprún insinuándonos desde la pantalla de TVE que las revelaciones van a ser de órdago, que al señor Carrillo no le parecerá imparcial la novela. A nosotros, se nos detuvo la hueva de caviar en el ángulo labial, sonreímos y brindamos con champán toda la noche.

—No es mala adquisición este Semprún, ¿verdad, Anastasia?

—¡Y tan guapo!

Cambian los tiempos, cambian los temas premiados. Permanece el mecanismo: el señor Lara debe ganar siempre. Si antes se premiaba a la Salisachs no era por el bodrio que había escrito, sino por estar emparentada con las, por entonces, autoridades de Barcelona; luego le tocó el turno de finalista al sueño de la razón de un euro encarcelado; ahora llega el anti-euro (que no será solo anti-euro, ya verán): discusiones entre la izquierda para consumo de la burguesía. A vender, a vender. Nada más. Lo de siempre.

"Discusiones entre la izquierda para consumo de la burguesía. A vender, a vender. Nada más. Lo de siempre"

Queda un perdedor: Manuel Barrios, a quien se había prometido ganar y que no se avergüenza de decirlo en público, olvidando que el señor tiene siempre todos los derechos —incluido el de patada en la boca— con sus siervos.

Queda un jurado desprestigiado: me han dicho que José María Valverde —también él ha perdido al final— escribe, como crítico literario, en Opinión, revista del señor Lara. No lo sé. Es una revista que no leo.

Quedamos un pueblo, con las pesetas en la mano, esperando la aparición del libro. Eso es, al fin y al cabo, lo único que le preocupa a don José Manuel Lara.

Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, Barcelona, Planeta, 1977; 347 páginas, 400 pesetas

Un año más, el señor Lara, dueño de Planeta, se permite engañar y trampear al lector español. Esta vez lo hace concediendo su ya absolutamente desprestigiado premio de novela a un libro que en absoluto es una novela. Dentro de la moda de memorias políticas y del anticomunismo, publica un texto escrito por alguien que no puede olvidar su descendencia nobiliaria y que arremete desde las alturas contra un poder —la burocracia del PCE— del que un día fue arrojado. El hedor llega hasta más allá de lo imaginado por quien escribe estas líneas, que no carece de cierta imaginación. La burguesía, con su habitual coprofilia, pagará sus cuatrocientas pesetas con placer para verlos hacer porquerías sobre el escenario. Nosotros nos hemos deprimido profundamente al descubrir que todo lo hacen (Semprún, estos y aquellos) por nuestro bien. Habrá que volver in extenso sobre el librejo.

Si Franco hubiera perdido la guerra no sé si hubiera habido Laras, Planetas y otras zarandajas por el estilo, pero, en cualquier caso, si hubiera un poco más de vergüenza y menos falsas dignidades y mecenas empresarios que no saben leer, alguien diría que la novela de Jesús Torbado es una incitación a desear que Franco ganase la guerra, porque ¡qué aburrimiento, señor!, ¡qué falta de imaginación!, ¡qué mediocridad! Hemingway tomaba copitas en un cafetín, Girón fue guerrillero en los pinares de Valladolid y la Celia Gámez se pasó a los rojos. Esa es la tesis política de la novela: ni más ni menos. Y esa, también, es toda la psicología de los personajes, que aparecen y desaparecen sin que nadie se entere de nada porque ninguno interesa. No echamos a ninguno de menos. Cuatro millones: cuatro millones, cuatro. ¿O han sido cinco? Allá ellos.

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