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José Manuel Lara Hernández, el marqués de los libros
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José Manuel Lara Hernández, el marqués de los libros

Continuamos el serial de historia 'Doce relatos sobre hacedores de empresas' con uno de los grandes promotores de la cultura del pasado siglo XX

Foto: José Manuel Lara Hernández
José Manuel Lara Hernández

No existen las biografías sin misterio. En el caso de José Manuel Lara Hernández (1914-2003), propietario de Planeta, la incógnita salta a la vista: ¿Cómo es posible que el primer editor de España no cuente con un relato de su vida? Pudiera pensarse que esta carencia se debe a un proverbial sentido de la humildad. La vanidad, sin embargo, es uno de los motores del mundo. En 1970, el magnate sevillano, hombre de fortuna en la Barcelona del tardofranquismo, celebra una entrevista en su despacho. Detrás suya aparece una estantería con libros de cubierta rígida, adornados con volutas de pan de oro. Todos alineados. Sillas de cuero para las visitas. El empresario luce un traje gris, corbata oscura, camisa clara. Tiene un rostro bonachón que recuerda al director de una sucursal bancaria de provincias. Escritorio de madera oscura con falsos tinteros castellanos. Sobre la mesa, una estilográfica y la escultura de un águila imperial con las alas abiertas. Es un comerciante. Alguien poco sofisticado que, sin embargo, domina las relaciones sociales y sabe hacer dinero en un país con un analfabetismo cercano al 56% vendiendo libros. Mucha gente no los lee pero los ve como signo de distinción social.

Lara fundará una estirpe que dominará el ámbito editorial español y una industria cultural que abarca televisión, radio, periódicos, agencias de comunicación, inversiones financieras y un equipo de fútbol. Como todos los hombres hechos a sí mismos, predica en función de su experiencia: “Cada uno tenemos un destino señalado, hagamos lo que hagamos”. Es la Providencia. Morirá a los 88 años a causa de una enfermedad degenerativa, aunque sus días hubieran podido acabar antes por el balazo perdido que le rozó la frente en la Guerra Civil, dejándole una señal de la que presumía ante las visitas.

Hijo de un médico rural, prefirió la jarana a los estudios y el fútbol y las chicas a hacer carrera

De complexión alta y naturaleza afable, meridional superlativo, el editor ejercía como indiano en su pueblo –El Pedroso (Sevilla)–, aunque su fortuna la hizo en Barcelona, donde acudían a pedir merced paisanos desconocidos instalados en el arroyo con el salvoconducto de una carta del cura del pueblo, donde se le rendía vasallaje. En cierto sentido, los emigrantes andaluces le recordaban a él mismo, aunque nunca fuera un bracero hambriento: hijo de un médico rural, prefirió la jarana a los estudios y el fútbol y las chicas a hacer carrera. Fue vendedor de galletas en la España del hambre y bailarín de claqué en la compañía de variedades de Celia Gámez. Su ingenio natural consistía en ser capaz de vender cualquier cosa. En 1935 hizo el servicio militar como legionario. La Guerra Civil le cogió en Sevilla como capitán: “En 1939 yo era igual que una fiera violenta. Quien me cambió el carácter fue María Teresa”.

María Teresa Bosch Carbonell, una señorita de la burguesía catalana, lo conoció en 1940 en Barcelona, donde el soldado pelirrojo entraría con el tercio fascista del general Yagüe. Un año después se casaron en la iglesia de Sant Josep Oriol, donde 62 años más tarde se celebraría su funeral. De su unión nacerían cuatro hijos, sus herederos. Primero trabajó en una empresa de neumáticos y después abrió, junto a su esposa, tres academias para impartir clases de bachillerato. La cosa no tiraba, así que gracias a los anuncios de La Vanguardia empezó a intermediar en pequeños acuerdos de compraventa, entre ellos los libros a domicilio. Nunca fue un homme de lettres, pero sus dotes comerciales le hicieron triunfar mientras la aristocracia editorial de Barcelona iba hundiendo los sellos que fundaron o heredaron de sus ancestros. Casi todos terminaron en sus manos: “Un negocio que no sirve para levantarse a las once, ni es negocio ni es ná”, decía.

Nace Planeta

En 1944 compra la editorial Tartessos, que refunda como Editorial Lara. Duró dos años. Cinco más tarde nace Planeta: libros populares, sobre todo best-sellers extranjeros, alejados de la grandeur crepuscular que practicaba su competencia. María Teresa se dedica a leer los manuscritos. Él cultiva las redes clientelares del régimen franquista y preside el sindicato vertical de artes gráficas. Un año después, su mujer lee una novela norteamericana –Foxes of Harrow– de Frank Garby Yerby. Le cambian el título por Mientras la ciudad duerme. Primer éxito. En la década de los cincuenta, César González Ruano le presenta a José María Gironella. Había ganado en 1946 el Nadal pero no encontraba editor para una trilogía sobre la Guerra Civi: Los cipreses creen en Dios. Salió al mercado en 1952. En dos meses vendió 50.000 ejemplares. La trilogía alcanzó los seis millones de ejemplares.

Lara reorientó la editorial hacia los nuevos autores españoles. Carecía de paladar literario, pero descubrió que un libro podía convertirse en un objeto de consumo como cualquier otro. Empezó a vender libros a crédito, convirtiendo la editorial en un inmenso negocio financiero: Planeta facturaba colecciones literarias en bloque, mediante suscripciones. Después pasó a hacerlo con las enciclopedias y a obras divulgativas, como el Larousse. El imperio se expandió: Lara vendía a particulares, instituciones y bibliotecas –gracias a sus contactos políticos– y decide crear el Premio Planeta (1952) como escaparate de alto impacto social. Su fórmula: tiradas masivas y una inversión millonaria en publicidad. Gracias a las generosas dotaciones económicas atraía a grandes autores de editoriales rivales.

Planeta facturaba colecciones literarias en bloque, mediante suscripciones

La veta de la Historia de España, testada con Los cipreses creen en Dios, le hizo crear en 1973 una colección –Espejo de España– dirigida por Rafael Borrás para explicar la Segunda República, la Guerra Civil, el franquismo y la Transición. Ensayos históricos, memorias políticas y testimonios de protagonistas de los hechos de uno y otro bando se sucedían en su catálogo, donde convivían escritos de ministros de Franco con las memorias de Carrillo o la Pasionaria. En esos años Lara incorpora a sus hijos a la empresa: las hijas, como accionistas; los hijos, en puestos directivos. Su primogénito, Lara Bosch, que terminaría siendo su sucesor debido a la muerte prematura de su hermano Fernando, alcanza la dirección general, potenciando las primeras inversiones en prensa, –como el semanario Por favor– y la división de fascículos y coleccionables.

Los ojos de Planeta se dirigieron a partir de mediados de los 70 a los países de la América hispana, donde aplicaba el mismo modelo: libros de autores nacionales apoyados con un premio promocional, el Planeta América. La fórmula funcionaba: gracias a su rentabilidad económica, Lara fue haciéndose –uno a uno– con muchos sellos históricos de Barcelona, Madrid, México y Buenos Aires. En 1982 compró Seix Barral y Ariel. Dos años más tarde adquirió Sudamericana, dueña de los derechos de Cien años de Soledad, de García Márquez. En México compró la editora Mortiz y en Espasa Calpe, la editorial de la gran enciclopedia en español y propietaria de la red de librerías de la Casa del Libro. Destino, dueño de los derechos de toda la obra de Josep Pla, también se sumó a la escudería Lara. La editorial se había convertido en una galaxia: Crítica, Paidós, Emecé, De Agostini, Editis. Además de libros y productos editoriales, tenía intereses en el ámbito de la educación, el sector financiero, la televisión, la radio y periódicos de líneas editoriales dispares –La Razón o Avui–.

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En 1994 el Rey le otorga el título de marqués del Pedroso, concediendo un reconocimiento nobiliario de carácter hereditario a aquel chico que huía de los fotógrafos como de la peste y declaraba haber tenido siempre un miedo atroz a la soledad, pero ante cuya capilla ardiente desfilaron en 2001 empresarios, editores, escritores, libreros, políticos y jerarcas de las finanzas. Su patrimonio empresarial sumaba más de sesenta editoriales. Sus negocios facturaban 1.500 millones de euros. Planeta era la octava editorial más grande del mundo, con presencia en 20 países, 4.000 empleados y una sede en el edificio histórico de Banca Catalana en la Diagonal, la misma avenida por la que el legionario Lara Hernández entró, fusil en mano, un lejano día de enero de 1939, con la ira condensada en sus ojos y sus pupilas abiertas al mundo.

No existen las biografías sin misterio. En el caso de José Manuel Lara Hernández (1914-2003), propietario de Planeta, la incógnita salta a la vista: ¿Cómo es posible que el primer editor de España no cuente con un relato de su vida? Pudiera pensarse que esta carencia se debe a un proverbial sentido de la humildad. La vanidad, sin embargo, es uno de los motores del mundo. En 1970, el magnate sevillano, hombre de fortuna en la Barcelona del tardofranquismo, celebra una entrevista en su despacho. Detrás suya aparece una estantería con libros de cubierta rígida, adornados con volutas de pan de oro. Todos alineados. Sillas de cuero para las visitas. El empresario luce un traje gris, corbata oscura, camisa clara. Tiene un rostro bonachón que recuerda al director de una sucursal bancaria de provincias. Escritorio de madera oscura con falsos tinteros castellanos. Sobre la mesa, una estilográfica y la escultura de un águila imperial con las alas abiertas. Es un comerciante. Alguien poco sofisticado que, sin embargo, domina las relaciones sociales y sabe hacer dinero en un país con un analfabetismo cercano al 56% vendiendo libros. Mucha gente no los lee pero los ve como signo de distinción social.

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