Es noticia
¿Traidor a la verdad? No, Feyerabend no ha sido el peor enemigo que ha tenido la ciencia
  1. Cultura
tribuna

¿Traidor a la verdad? No, Feyerabend no ha sido el peor enemigo que ha tenido la ciencia

El muy repetido lema de "todo vale" del filósofo de la ciencia suele malinterpretarse como si fuera su propuesta epistemológica fundamental, lo que no dejaría de ser absurdo

Foto: Paul Feyerabend
Paul Feyerabend

Explico todos los años a mis alumnos de Filosofía de la Ciencia las ideas de Paul Feyerabend, el autor del Tratado contra el método o La ciencia en una sociedad libre. Me gusta hacerlo, porque en esas clases siempre surge algún tema interesante de discusión. Tengo cierta simpatía por el pensamiento de Feyerabend (seguramente me la transmitió mi profesor, y después colega y amigo Pascual Martínez Freire, que ha trabajado mucho su obra) y me parece desmedida la hostilidad que despierta todavía en muchos. En 1987 la revista Nature publicó un artículo en el que calificaban a Popper, Kuhn y Feyerabend como “traidores a la verdad” y a Feyerabend lo llamaban “el peor enemigo de la ciencia”, algo que no le hizo mucha gracia. Como es natural y esperable con cualquier filósofo, no todo lo que defendió Feyerabend me parece de igual calidad o digno de la misma consideración.

Feyerabend era un físico que se pasó, con la ayuda de Popper, a la filosofía de la ciencia. En un principio sus trabajos fueron los de un realista científico, crítico, por tanto, con las tesis del Círculo de Viena, pero lo que afianzó su carrera, después de su marcha a la Universidad de California en Berkeley en 1958, fue una crítica mucho más caustica a la filosofía de Popper (que, sin embargo, le había influido más de lo que le gustaba reconocer). En estas críticas no estuvo solo. A comienzos de los años 60 la filosofía neopostivista tuvo que encarar los embates de Popper, Hanson, Toulmin, Kuhn y Lakatos. Kuhn y él fueron los que llevaron la crítica más lejos y a ambos se debe la controvertida tesis de la inconmensurabilidad de las teorías científicas. Pero tampoco su amigo Kuhn se libró de recibir su puya. Feyerabend decía que su visión de los paradigmas y las revoluciones científicas podía aplicarse igualmente bien al crimen organizado.

Conviene aclarar, no obstante, que, si bien Feyerabend defendió un relativismo epistemológico bastante fuerte y, en mi opinión, nada asumible, lo suavizó bastante en los últimos años de su vida. En su autobiografía intelectual, titulada Matando el tiempo y publicada poco antes de su muerte, escribía: “he llegado a la conclusión de que cada cultura es en potencia todas las culturas, y que las características culturales especiales son manifestaciones intercambiables de una sola naturaleza común”. Este libro, por cierto, merecería, una reedición.

Defendió un relativismo epistemológico bastante fuerte y nada asumible que suavizó bastante en los últimos años de su vida

Su muy repetido lema de “todo vale” suele malinterpretarse como si fuera su propuesta epistemológica fundamental, lo que no dejaría de ser bastante absurdo. Con esa expresión no quiso decir, como él mismo se ocupa de explicar, que toda tesis, toda idea, toda teoría, tenga igual valor que cualquier otra, o que en la ciencia se acepte cualquier cosa como válida sin importar su contenido o sus garantías. Lo que quiso decir fue que no hay normas metodológicas o criterios de racionalidad con validez universal, pero que, si uno se empeña en encontrar alguno, como se empeñaban los racionalistas popperianos, el único sería (y debería el lector notar la ironía): “todo vale”. O sea, que no los hay, y este tampoco lo podría ser.

Si tuviera que elegir una idea suya que considero insalvable incluso en la interpretación más benévola me decantaría por su defensa de la libertad entendida no como la libertad de los individuos en sociedades democráticas, sino como la concesión de iguales derechos e igual posibilidad de acceso a la educación y a otras posiciones de poder a todas las tradiciones culturales, sean cuales sean sus principios y valores. Hoy día sabemos el peligro que encierra conceder a las “tradiciones culturales” un poder así sobre los individuos que supuestamente deberían conformarlas.

Inspiración

En cambio, el pensamiento de Feyerabend sigue siendo inspirador en muchos otros temas. Menciono solo tres. En primer lugar, su pluralismo metodológico (la idea de que no hay un método científico único) es hoy día ampliamente aceptado en la filosofía de la ciencia, pese a que cuando lo propuso parecía una frivolidad anticientífica. En segundo lugar, es muy atendible su idea de que, incluso en la ciencia, el progreso exige a veces oponerse a la “Razón”. Con el ejemplo de la discusión entre Galileo y los aristotélicos acerca del movimiento de la Tierra, Feyerabend nos muestra cómo lo que consideramos racional es a menudo el resultado de la aceptación de viejos dogmas que solo pueden ser derribados si nos oponemos incluso a los hechos evidentes, según son interpretados desde esas teorías dominantes. Desde la perspectiva metodológica de aquel momento, la “Razón” estaba en realidad de parte de los aristotélicos, cuando estos negaban el movimiento de la Tierra esgrimiendo el argumento de la torre, puesto que ese argumento estaba basado en la única teoría física entonces vigente, que era la de Aristóteles.

Galileo venció a la larga, pero fue porque se opuso a esa forma de racionalidad vigente y fue capaz de poner los cimientos de una nueva racionalidad. No fue un debate entre la “Razón” (Galileo) y el oscurantismo (los aristotélicos), sino entre dos formas rivales de entender lo que había de considerarse como aceptable racionalmente. En tercer lugar, fue pionera su llamada de atención (y este sería, según creo, el mensaje principal de su obra) acerca de la necesidad de pensar con seriedad en la articulación del desarrollo científico/técnico y el ejercicio de la democracia, incluyendo el papel que debe darse a los expertos, y esto es algo que en los últimos años ha empezado a suscitar un interés creciente. Entre los filósofos de la ciencia, el que ha tomado ese testigo con más notoriedad ha sido Philip Kitcher, con dos libros tan sólidos e influyentes como Science, Truth, and Democracy (2001) y Science in a Democratic Society (2011).

Otras ideas suyas son mucho más polémicas y son en mi opinión claramente rechazables

Otras ideas suyas son mucho más polémicas y, como he dicho, son en mi opinión claramente rechazables. Feyerabend sostiene que, al igual que tras la Revolución Francesa fuimos capaces de separar Iglesia y Estado, el siguiente paso en el camino de la emancipación debería ser el de separar ciencia y Estado. Llega por ello a afirmar que los padres deberían tener derecho a decidir si en el colegio público sus hijos van a ser educados en física, química y biología o en vudú, alquimia y magia. Del mismo modo que el Estado no puede imponer una religión para sus hijos, tampoco debería poder imponer la enseñanza de la ciencia en vez de la enseñanza de otras tradiciones culturales.

Llegados a este punto les suelo preguntar a los alumnos qué podríamos replicarle a Feyerabend, ya que todos (al menos eso supongo) pensamos que se equivoca en este punto, es decir, qué argumentos podríamos aducir para defender que el Estado debe imponer en las escuelas la enseñanza de las ciencias en lugar de las pseudociencias u otras “disciplinas alternativas”.

Aquí lo importante son las preguntas que suscitan las ideas de Feyerabend e importa mucho que los alumnos tengan una respuesta clara para ellas. ¿Por qué debe enseñarse en las escuelas la cosmovisión científica en lugar de otras? ¿Tendría sentido decir, como se dice habitualmente con la enseñanza de la filosofía, que el alumno debe aprender estas materias por su valor intrínseco, o por su valor cultural, o por su valor histórico? ¿Es la superioridad epistémica de la ciencia la que motiva su enseñanza o es más bien su valor instrumental, como base de la tecnología actual? ¿O quizás la razón hay que buscarla en la cohesión social que proporciona, o en la propia supervivencia del Estado, aliada fuertemente con ella? ¿Qué pasaría si unos padres se oponen a que su hijo estudie biología porque le van a enseñar una teoría sobre el origen del ser humano contraria a sus creencias religiosas? ¿Tienen derecho a que se exima a ese estudiante del aprendizaje de esa ciencia?

Un alumno dio una vez una respuesta que me parece básicamente acertada: el Estado debe obligar a que se estudien las ciencias básicas porque son útiles para el desarrollo del país y para la prosperidad general. Un país que abandone la enseñanza de las ciencias será un país dependiente en poco tiempo de los avances científico/técnicos que hagan fuera de él y, por tanto, perdería en capacidad económica y en bienestar. Es, pues, la promoción del bien común lo que está en juego.

Esta es, sin embargo, una justificación utilitarista. ¿Es todo lo que cabe replicar? ¿No debería enseñarse la ciencia también porque solemos considerarla la mejor forma de conocer la realidad que ha desarrollado el ser humano, la más segura, la mejor contrastada, la más apoyada en los hechos, la más autocrítica, la que hace mayores progresos…?

Si respondemos que sí a esta pregunta, necesitaremos conocer entonces los argumentos que la filosofía de la ciencia (desarrollada no solo por filósofos, sino también por científicos) ha ido desplegando en favor y en contra de esta convicción, que no es tan evidente para todo el mundo como puede parecer, y, de hecho, es hoy cuestionada de diversas formas. Pero si esto es así, vamos a necesitar también la presencia de la filosofía en el sistema educativo, porque es solo desde la reflexión epistemológica desde donde cabe analizar esta cuestión.

En una interesante entrevista que le hizo unos dos años antes de su muerte el periodista científico John Horgan, éste termina con unas frases que me parecen que están bien encaminadas. Dicen así: “Feyerabend atacó a la ciencia no porque realmente creyera que no era más válida que la astrología o la religión. Todo lo contrario. Atacó a la ciencia porque reconoció, y le horrorizó, la gran superioridad de la ciencia sobre otras formas de conocimiento. Sus objeciones a la ciencia eran morales y políticas más que epistemológicas. Temía que la ciencia, precisamente por su enorme poder, pudiera convertirse en una fuerza totalitaria que aplastara a todos sus rivales”.

Lamentablemente, Feyerabend ha sido utilizado en ocasiones de forma tramposa. No para hacer posible una ciencia más humana y más atenta a los intereses de los ciudadanos, que es lo que él explícitamente dijo pretender, sino para sustituir a la ciencia con cualquier fantasía supuestamente liberadora o cualquier especulación sin control. Es lo que hacen algunos partidarios de la anticiencia o de las pseudociencias al invocar su nombre. Pero a quien rechazó la existencia de una Verdad con mayúsculas difícilmente le habría gustado ver su nombre ligado al apuntalamiento de ningún dogma.

Explico todos los años a mis alumnos de Filosofía de la Ciencia las ideas de Paul Feyerabend, el autor del Tratado contra el método o La ciencia en una sociedad libre. Me gusta hacerlo, porque en esas clases siempre surge algún tema interesante de discusión. Tengo cierta simpatía por el pensamiento de Feyerabend (seguramente me la transmitió mi profesor, y después colega y amigo Pascual Martínez Freire, que ha trabajado mucho su obra) y me parece desmedida la hostilidad que despierta todavía en muchos. En 1987 la revista Nature publicó un artículo en el que calificaban a Popper, Kuhn y Feyerabend como “traidores a la verdad” y a Feyerabend lo llamaban “el peor enemigo de la ciencia”, algo que no le hizo mucha gracia. Como es natural y esperable con cualquier filósofo, no todo lo que defendió Feyerabend me parece de igual calidad o digno de la misma consideración.

Filosofía
El redactor recomienda