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Si los perros hablaran: lo que piensa un pastor alemán de la Ley de Maltrato Animal
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Si los perros hablaran: lo que piensa un pastor alemán de la Ley de Maltrato Animal

Ante mi asombro, aparece un perrazo que sujeta una correa atada al collar de un señor que camina a cuatro patas entrando por la Puerta de América del Retiro

Foto: Un pastor alemán (EFE)
Un pastor alemán (EFE)

Cruzo el parque del Retiro un par de veces al día. Los árboles revientan de nidos tropicales de unos pajarracos verdes selváticos que llenan de terror mis pasos y me llevan a Hitchcock o a una terraza de Gijón, observado por gaviotas gordas insaciables que desean picotearme desde los ojos hasta el alma. Unas señoras dan de comer a los gatos que han colonizado la zona de Chirbes, y apesta a pis felino y comida de lata mientras me adelantan corredores embriagados de endorfinas alimentando el mono que sacian entallados caminito del infarto. Esta moda es peor que la del caballo. Al menos no tiran a las ancianas al suelo, aunque más de uno comience a piar desde lejos, avisando como si fueran cotorras invasoras al grito de ¡paso, derecha, paso derecha, paso derecha! Y claro, uno, o se aparta a la izquierda o le barren. Peor cuando lo hacen en manada, que simulan un grupo de fibrosos ñus cruzando un río en el Serengueti, así de compañeros de oficina o de morfina, como prefieran llamarlo.

Foto: ¿Qué dice tu perro? (Unplash/Matt Nelson)

Ante mi asombro, aparece un pastor alemán que sujeta una correa atada al collar de un señor que camina a cuatro patas entrando por la Puerta de América. Lo acojonante es lo erguido que camina el cánido y lo poco que le gusta a su mascota el agua, que trata de esquivar molestando notoriamente el paseo de su pastor. Como yo salgo con Saba, mi labrador negro, que no son tan listos como los pastores alemanes, me mira un poco incrédula mientras ellos caminan hacia nosotros, con el humano moviendo las caderas ilusionado como echando en falta el rabo que perdimos alguna vez.

Buenas tardes, me saluda el pastor alemán. Buenas tardes, le contestó desconfiado. ¿Le importa que suelte a mi mascota? ¿No muerde, verdad?. No, no, por favor. Es un tío cojonudo. Me ha tocado con la separación de Natalia, su exmujer. Usted me entenderá, ha sido un divorcio complicado. Sí, sí claro, le contesto. Todos los divorcios son complicados… Rocky, me llamo Rocky. Encantado, yo Alfonso, es un placer. ¿Y suele pasear a su perra a menudo por esta zona, Alfonso? Bueno, sí, por todo el parque, la verdad. (Siempre he pensado que cuando alguien dice la verdad te está diciendo una mentira, al menos, eso le dije al pastor alemán) Parece que no se llevan mal, me comenta. Saba me mira atónita. ¿Y cómo se llama su…? Se llama Antonio, Antonio Frisón, pero yo le llamo Antonio sólo. Lo que más le cuesta es lo de hacer sus necesidades en el parque. Está muy malacostumbrado, como comprenderás, Alfonso. Ya me imagino. ¿Y Natalia?, se llamaba así, ¿no? Sí, Natalia aguantó lo que pudo pero no te imaginas lo duro que ha sido para ella todo el proceso. Nos turnamos a Antonio dos semanas yo, una ella, así va respirando poco a poco. El juez estaba con nosotros como no podía ser de otra manera.

Ni pelotas ni gatos

De pronto se eriza el pelo de Rocky, su mirada está clavada tras mi nuca y pega un ladrido que hace a Saba meterse entre mis piernas a las cotorras salir volando replicando el susto. A mí también me ha alterado un poco y Rocky, que es muy sensible, se ha dado cuenta de mi estupor también. Perdona, Alfonso, no soporto las pelotas ni los gatos. Pues no sabes la colonia que se está montando en la zona de la puerta de Niño Jesús, Rocky. Definitivamente, no podrías pasearte por allí. Cada semana se multiplican por diez las camadas, además de muchos niños que juegan al balón. Saba, mi perra, sigue pegada a mi pierna. Antonio está tumbado sobre el césped muy contento.

Oye Alfonso, una pregunta, perdona, ¿tú estás castrado? ¿Cómo?, no digo, no sé si sabes que la legislación ahora no te da derecho a ir por ahí entero del todo, mirando a cualquier hembra de tu especie, y, ¿tienes seguro? ¿Seguro de qué? ¿Ah, no sabes que ahora por el mero hecho de pasear debes llevar un seguro? Por si se te ocurre morder a alguien. Pero, Rocky, yo no muerdo a nadie. Ya, vale, eso decía yo también hasta que pasó lo que pasó. ¿Y qué pasó? Pues una denunciante anónima que vio como Antonio me tiraba de la correa un día que fui morder a un gato y nos denunció. ¿Cómo? Sí, sí. Alegó que Antonio me maltrataba porque me pegó un tirón para que no me comiera al gato. La señora que nos denunció dijo que trataba al perro como a un perro y con eso el juez tuvo bastante, vamos que no tragó. No tuvo más remedio que sentenciar a Antonio a pasarse dos años siendo perro y a mí siendo su dueño, pero como se ha mezclado todo lo del divorcio, no hay manera de convencerle para que se cambie el rol.

Ah, ¿no sabes que ahora por el mero hecho de pasear debes llevar un seguro?

Oye, Rocky, ¿no tendrás fuego? ¿Vas a fumar aquí en medio del parque? ¿No sabes que estás a menos de doscientos metros de ese parque infantil que está al aire libre? La actitud cambia de golpe y ahora me mira con creciente interés el cuello, tratando de descubrir si llevo puesto el chip o no. Bueno Rocky, nosotros nos vamos a tener que ir yendo. Nos vemos por aquí cualquier día de estos. Trato de mover a Saba que está inmersa en un trozo de chorizo de Pamplona que se le ha caído a un niño que no se ha inmutado al ver a Rocky hablando conmigo. Justo cuando decido darle un pequeño tirón con la correa para movernos, Saba, que sigue fija en la loncha de chorizo clava sus cuarenta kilos evitando moverse. Rocky presta atención a cada movimiento cuando observo de lejos a dos señoras que me señalan. Comienzo a sudar mientras Saba sólo mira el chorizo, Rocky, las señoras y dos guardas municipales se acercan hacia mí, y Antonio Frisón disimula dejándose acariciar por la dueña de un Jack Russell Terrier que no para de ladrar porque también quiere el trozo de chorizo. Las cotorras pían más fuerte, Rocky ladea la cabeza y los municipales están sacando la placa para detenerme cuando de pronto, empapado y aterrado, despierto. Y ni tan lejos.

Cruzo el parque del Retiro un par de veces al día. Los árboles revientan de nidos tropicales de unos pajarracos verdes selváticos que llenan de terror mis pasos y me llevan a Hitchcock o a una terraza de Gijón, observado por gaviotas gordas insaciables que desean picotearme desde los ojos hasta el alma. Unas señoras dan de comer a los gatos que han colonizado la zona de Chirbes, y apesta a pis felino y comida de lata mientras me adelantan corredores embriagados de endorfinas alimentando el mono que sacian entallados caminito del infarto. Esta moda es peor que la del caballo. Al menos no tiran a las ancianas al suelo, aunque más de uno comience a piar desde lejos, avisando como si fueran cotorras invasoras al grito de ¡paso, derecha, paso derecha, paso derecha! Y claro, uno, o se aparta a la izquierda o le barren. Peor cuando lo hacen en manada, que simulan un grupo de fibrosos ñus cruzando un río en el Serengueti, así de compañeros de oficina o de morfina, como prefieran llamarlo.

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