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Demasiado listo para ser de letras, demasiado pobre para ser de ciencias
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'Trinchera cultural'

Demasiado listo para ser de letras, demasiado pobre para ser de ciencias

Cuando mi profesor de matemáticas intentó impedir que me metiese a letras, mi madre se rebeló: no podía consentir que se perpetuase el mito de "los buenos estudiantes, a ciencias"

Foto: Exámenes de Evau en Zaragoza. (EFE)
Exámenes de Evau en Zaragoza. (EFE)
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Cuando tenía catorce años, mi profesor de matemáticas y tutor convocó alarmado a mi madre al enterarse de que me había decantado por el itinerario de ciencias sociales. Le contó que su hijo tenía una gran capacidad para los números (en realidad simplemente era cuadriculado) y que era una pena que desaprovechase su talento. Nunca supe para quién era la pena, si para la sociedad, privada de mi mente obsesiva, o para mi bolsillo.

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Mi madre le respondió que de ninguna manera iba a intentar convencerme. Entre todas las poderosas razones que tenía para negarse había una decisiva: como filóloga y profesora de Lengua con décadas de experiencia, estaba tan cansada de oír una y otra vez lo de "los tontos a letras y los listos a ciencias" que lo último que iba a hacer era imponerle el tópico a su único hijo.

Yo respondería al Héctor de hace un cuarto de siglo que dónde vas, chaval, si no sabes ni ahora lo que quieres, lo vas a saber a los catorce. Y le diría a mi profesor lo mismo que le habría dicho entonces: pues seguramente tenga razón, pero nunca lo vamos a saber. Es posible que la mía fuese una decisión egoísta al preferir ser un mediocre periodista antes que un apañado ingeniero, y no es que no nos sobren los mediocres periodistas. Es posible, también, que de haber optado por el itinerario alternativo hoy viviese montado en el dólar. O que estuviese muerto.

De igual manera que me empujaban a ciencias, a los "malos" se les derivaba a letras

Fue al año siguiente cuando comprobé a qué se refería realmente mi profesor. Mis nuevos compañeros eran los que la sabiduría popular habría calificado de "malos estudiantes", "vagos", "macarras" o "lumpen" (en desafortunadísima expresión de Pablo Iglesias), lo que de paso me sirvió para aprender lo más difícil en esta vida, que es a saber desenvolverme entre gente que no es como yo ('spoiler': la experiencia me cambió más la vida que veinte cursos enteros de Física).

Lo irónico de aquello era la sensación de profecía autocumplida que se desprendía de esa situación en la que, de igual manera que se me animaba a mí a apuntarme a ciencias, probablemente se sugería a mis compañeros que se desviasen al itinerario de letras, creando así la primera gran división de muchas que viviríamos en nuestras vidas.

Fue una de las primeras veces que vi de forma descarnada cómo funciona el engranaje de la sociedad. No, no tomamos las decisiones libremente, como yo pensaba cuando dije que mejor letras que ciencias porque sí, porque yo lo valgo, sino que tomamos nuestros caminos movidos por fuerzas que se escapan a nuestro conocimiento. Quizá lo que pretendía inconscientemente al elegir letras por delante de ciencias era romper ese efecto Pigmalión que llevaba al chaval empollón a una carrera de números (o, simplemente, estaba imitando a mis padres, filólogos clásicos y profesores ambos).

placeholder Vertiginosa Selectividad. (EFE/Nacho Gallego)
Vertiginosa Selectividad. (EFE/Nacho Gallego)

Me he acordado de todo eso al ver la historia de Gabriel, el estudiante que ha sacado la mejor nota de Selectividad en todo Madrid y ha decidido estudiar Filología Clásica, como mis padres hace más de medio siglo. La explicación que daba es la misma que me di yo en su día: prefiere la felicidad al éxito seguro. Ya se dará cuenta de que tal vez ni estudiar Filología le haga feliz, ni haber estudiado una ingeniería le hubiese llevado al éxito, pero es algo que uno tiene que aprender por su cuenta.

Su lógica, que era la mía, me recuerda a aquella del optimismo de los años 90, en los que me criaron recordándome que podía ser lo que quisiera, porque era muy listo y muy guapo, y que daba igual que la carrera tuviese salidas o no. Máquina. Al parecer, a muchas personas (perdón: usuarios de Twitter) no les ha convencido la decisión de Gabriel, que le han recordado el mensaje completamente opuesto, el que define nuestra época. En lugar de la euforia meritocrática de los años 90, en la que uno podía obtener lo que se propusiera con el esfuerzo y talento suficiente, hoy vivimos en la futurofobia meritocrática, en la cual si uno ha elegido mal (es decir: ha elegido una carrera de letras) es su culpa no encontrar trabajo. Así que no te quejes.

"Dentro de ocho años, habrá que pasarse por Sol a ver si está indignado"

Es la lógica de la ideología meritocrática pero invertida. En lugar de cumplir todos tus sueños, ahora uno se precipita hacia sus pesadillas. "Luego que si vive peor de su padre"; "Dentro de ocho años, habrá que pasarse por Sol a ver si está indignado"; "Apoyemos la creación de un Ministerio de Letras para que ejerza el muchacho". Mensajes con mala baba que, en realidad, no habríamos oído si no hubiese sido el estudiante con mejor nota de la Selectividad. Si hubiese obtenido la peor, no habría problema en que hubiese estudiado letras. Habría hecho lo que se espera de él. Pero para sus detractores es demasiado listo para ser de letras.

La mala reputación

La gran pregunta que me he hago hoy es si habría podido estudiar una carrera de letras si mis padres no me hubiesen apoyado y me hubiesen empujado a cursar algo "con más salidas". Si mi familia hubiese pasado apuros, ¿me habrían disuadido de estudiar Comunicación Audiovisual? Eso es lo que parecería sugerir la lógica: los alumnos más desaventajados socioeconómicamente deberían optar por aquellas carreras en las que es más fácil obtener un empleo o donde hay puestos mejor retribuidos. Al mismo tiempo, aquellos en una mejor situación económica podrían permitirse un empleo con menor empleabilidad.

Foto: La sede central de Al Jazeera en Doha. (Reuters/Fadi Al-Assad) Opinión

Puede ser al contrario. Hay motivos, más allá de los estereotipos consolidados, por los que a menudo las personas que provienen de entornos socioeconómicos más desfavorecidos optan por carreras de letras. Van desde las más prácticas, como me recordaba el sociólogo José Saturnino Martínez de la Universidad de La Laguna hace unos años ("ante la dificultad de las carreras en las que se puede suspender y perder la beca o pagar una matrícula más cara, el alumnado de orígenes populares tiende a elegir carreras con menos suspensos") hasta las más poéticas, como el prestigio que solía tener la cultura cuando no era fácil acceder a ella o su función social.

La socióloga Delia Langa, de la Universidad de Jaén, publicó un estudio en el que contradecía esa lógica del pobre-que-se-mete-a-ganar-dinero, en el que recordaba que a la hora de elegir una carrera u otra, ciencias o letras, las clases sociales más bajas suelen evitar el riesgo, lo que se traduce en evitar las carreras más difíciles. "Por eso, en aquellas carreras más largas o difíciles, al ser más costosas, están menos presentes que las clases más altas", me contó la profesora en su día. Por el contrario, las clases más altas solían decantarse por las titulaciones con un plus de dificultad ("en inglés, dobles titulaciones, universidades más prestigiosas") para obtener una ventaja en el mercado laboral.

Hay buenos motivos para elegir lo que te dicen que no debes elegir

Al final me he terminado dando cuenta de que, como siempre, estoy atrapado entre dos mundos. Ni muy listo, ni muy tonto, ni muy rico, ni muy pobre, en ese espacio indefinido en el que nos gusta pensar que nuestras decisiones son nuestras, aunque sea mentira, porque resulta tranquilizador. Pero sí hay un buen motivo para elegir lo que te dicen que no debes elegir: para contradecir los estúpidos estereotipos sociales que años, décadas, siglos después seguimos arrastrando, hoy en versión 'troll'.

Cuando tenía catorce años, mi profesor de matemáticas y tutor convocó alarmado a mi madre al enterarse de que me había decantado por el itinerario de ciencias sociales. Le contó que su hijo tenía una gran capacidad para los números (en realidad simplemente era cuadriculado) y que era una pena que desaprovechase su talento. Nunca supe para quién era la pena, si para la sociedad, privada de mi mente obsesiva, o para mi bolsillo.

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