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El silencio de los intelectuales ante la atrocidad de la guerra
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Inédito de una intelectual esencial

El silencio de los intelectuales ante la atrocidad de la guerra

En este texto no publicado en español y con evidentes paralelismos con la actualidad, la gran escritora estadounidense se ocupa del papel de los literatos en tiempos de guerra

Foto: Susan Sontag
Susan Sontag

Se me suele preguntar después de regresar de una estancia en Sarajevo por qué otros escritores conocidos además de mí no han pasado tiempo allí. Tras ella está la cuestión más general de la extendida indiferencia en los prósperos países vecinos europeos (sobre todo Italia y Alemania) frente a un crimen histórico atroz, nada menos que un genocidio (el cuarto genocidio de una minoría europea sucedido en este siglo). Pero a diferencia del genocidio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial y de los judíos y los gitanos a finales de los años treinta y principios de los cuarenta, el genocidio del pueblo bosnio ha sucedido bajo el deslumbramiento de la cobertura mundial de la prensa y la televisión. Nadie puede aducir ignorancia de las atrocidades cometidas en Bosnia desde que la guerra comenzó en abril de 1992. Sanski Most, Stupni Do, Omarska y otros campos de concentración con sus mataderos (para una carnicería manual, artesanal, en contraste con el asesinato en masa industrializado de los campos nazis), el martirio de Mostar oriental y Sarajevo y Gorazde, la violación por órdenes militares de decenas de miles de mujeres por toda la Bosnia conquistada por los serbios, la masacre de al menos ocho mil hombres y niños tras la rendición de Srebrenica: esta es solo una parte del catálogo de la infamia. Y nadie puede no estar enterado de que la causa bosnia es la causa europea: la democracia, y una sociedad integrada por ciudadanos, no por los miembros de una tribu. ¿Por qué estas atrocidades, estos valores, no han provocado una respuesta más vigorosa? ¿Por qué casi ningún intelectual de rango y notoriedad se unió para denunciar el genocidio bosnio y defender la causa de los bosnios?

La guerra bosnia no es por supuesto el único espectáculo de horror que se ha desplegado en los últimos cuatro o cinco años. Pero hay acontecimientos –acontecimientos paradigmáticos– que parecen compendiar las principales fuerzas opuestas de la propia época. Un acontecimiento así fue la guerra civil española. Como la de Bosnia, la lucha fue emblemática. Pero los intelectuales –los escritores, gente de teatro, artistas, profesores, científicos conocidos por expresarse sobre importantes acontecimientos públicos y cuestiones de conciencia– han brillado tanto por su ausencia en el conflicto bosnio como brillaron por su presencia en la España de los años treinta. Por supuesto, casi habla demasiado bien de los intelectuales sostener que constituyen algo así como una clase perenne, parte de cuya vocación es defender las mejores causas; así como es improbable que solo casi cada treinta años más o menos haya alguna guerra en algún lugar del mundo que debiera inducir incluso a los aspirantes a pacifistas a tomar partido. Sin embargo, el criterio de disenso y activismo asociado a los intelectuales es una realidad. ¿Por qué tan escasa respuesta a lo que sucedió en Bosnia?

placeholder 'Obra imprescindible' de Susan Sontag (Random House)
'Obra imprescindible' de Susan Sontag (Random House)

Es probable que haya varias razones. Los crueles lugares comunes históricos ciertamente figuran en la mezquindad de la respuesta. Está la tradicional mala reputación de los Balcanes como un lugar de conflicto eterno, de antiguas rivalidades implacables. ¿Acaso aquellos pueblos no se han masacrado entre ellos siempre? (Esto equivale a responderse ante la realidad de Auschwitz: Bueno, ¿qué cabe esperar? El antisemitismo tiene una larga historia en Europa.) No se puede menospreciar, tampoco, el dominante prejuicio antimusulmán, un acto reflejo hacia un pueblo cuya mayoría es tan secular y está tan impregnada por la cultura de la moderna sociedad de consumo como sus vecinos del sur de Europa. Para reafirmar la ficción de que el origen más profundo de esto es una guerra religiosa, el marchamo musulmán se emplea invariablemente para calificar a las víctimas, a su ejército y a su Gobierno; aunque a nadie se le ocurriría calificar a los invasores de ortodoxos y católicos. ¿Acaso muchos intelectuales «occidentales» seculares, de quienes se podía esperar que levantaran la voz para defender Bosnia, comparten estos prejuicios? Por supuesto que sí.

Certezas del siglo XX como la identificación del fascismo o el imperialismo ya no ofrecen un marco (simplista) para la reflexión y la acción

Y no estamos en los años treinta. Ni en los sesenta. De hecho estamos viviendo en el siglo XXI, en el que certezas del siglo XX como la identificación del fascismo o el imperialismo o las dictaduras al estilo bolchevique con el principal «enemigo» ya no ofrecen un marco (a menudo simplista) para la reflexión y la acción. La lucha contra el fascismo era lo que volvía evidente la toma de partido en pro del Gobierno de la República española, fueran cuales fuesen sus defectos. Oponerse a la agresión estadounidense (que relevó los esfuerzos fracasados de Francia de mantenerse en Indochina) contra Vietnam tenía sentido como parte de una lucha mundial contra el colonialismo euroestadounidense.

Intelectuales 'limitados'

Si los intelectuales de los años treinta y sesenta a menudo se mostraron demasiado crédulos, demasiado proclives a las peticiones de idealismo para asimilar lo que sucedía en determinadas sociedades amenazadas, de reciente radicalización, que hubieran o no visitado (brevemente), los intelectuales de hoy, morosamente despolitizados, con su cinismo siempre a mano, su adicción al espectáculo, su renuencia a molestarse por cualquier causa, su devoción a la seguridad personal, parecen al menos igualmente deplorables. (No puedo enumerar las muchas veces que se me ha preguntado, cada vez que vuelvo de Sarajevo a Nueva York, cómo puedo ir a un lugar tan peligroso.) Por lo general, el puñado de intelectuales que se tienen a sí mismos por gente de conciencia pueden ser movilizados en la actualidad solo para acciones limitadas –contra, digamos, el racismo o la censura– en el seno de sus propios países. Solo los compromisos políticos nacionales parecen ahora verosímiles. Entre los intelectuales otrora interesados en lo internacional, las complacencias nacionalistas gozan de renovado prestigio. (Debería señalar que esto parece más cierto entre los escritores que entre los médicos, los científicos y los actores.) Se ha verificado una implacable decadencia de la propia noción de solidaridad internacional.

Se ha verificado una implacable decadencia de la propia noción de solidaridad internacional

No solo el global pensamiento bilateral (un «ellos» contra un «nosotros») característico del pensamiento político a lo largo de nuestro breve siglo XX, de 1914 a 1989 –fascismo contra democracia, el imperio estadounidense contra el imperio soviético– se vino abajo. Lo que ha seguido a la estela de 1989 y el suicidio del imperio soviético es la victoria definitiva del capitalismo y de la ideología consumista, lo cual implica el descrédito de «lo político». Todo cuanto tiene sentido es la vida privada. El individualismo y el cultivo del ego y del bienestar particular –destacando, sobre todo, el ideal de «salud»– son los valores que los intelectuales son más propensos a suscribir. («¿Cómo puede pasar tanto tiempo en un lugar donde la gente fuma tanto?», le preguntó alguien aquí en Nueva York a mi hijo, el escritor David Rieff, respecto de sus frecuentes viajes a Bosnia.) Es esperar demasiado que el triunfo del capitalismo consumista no hubiera dejado su huella en la clase intelectual. En la era de las compras, debe de ser más difícil para los intelectuales, que son todo menos marginales y pobres, identificarse con otros menos favorecidos. George Orwell y Simone Weil no abandonaron precisamente cómodos apartamentos y casas de campo de la alta burguesía cuando se alistaron como voluntarios para ir a España y luchar en pro de la República, y ambos casi consiguen que los maten. Quizá la distancia actual entre «allí» y «aquí» es demasiado amplia para los intelectuales.

Durante varios decenios ha sido un lugar común periodístico y académico afirmar que los intelectuales, en cuanto clase, son obsoletos: un ejemplo de análisis que se quiere un imperativo. Y en la actualidad hay voces que proclaman asimismo la muerte de Europa. Acaso sea más cierto afirmar que Europa aún está por nacer: una Europa que asuma la responsabilidad de sus minorías desamparadas, y que defienda los valores que encarna a pesar suyo (Europa será multicultural, o no será). Y Bosnia es su aborto por ella misma provocado. En palabras de Émile Durkheim, «una sociedad es sobre todo la idea que se forma de sí misma». La idea que la próspera, pacífica sociedad de Europa y Norteamérica se ha formado de sí misma –por medio de las acciones y manifestaciones de todos los que se podrían llamar intelectuales– es de confusión, irresponsabilidad, egoísmo, cobardía… y la búsqueda de la felicidad.

La nuestra, no la suya. Aquí, no allí.

*Traducción de Aurelio Major

Se me suele preguntar después de regresar de una estancia en Sarajevo por qué otros escritores conocidos además de mí no han pasado tiempo allí. Tras ella está la cuestión más general de la extendida indiferencia en los prósperos países vecinos europeos (sobre todo Italia y Alemania) frente a un crimen histórico atroz, nada menos que un genocidio (el cuarto genocidio de una minoría europea sucedido en este siglo). Pero a diferencia del genocidio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial y de los judíos y los gitanos a finales de los años treinta y principios de los cuarenta, el genocidio del pueblo bosnio ha sucedido bajo el deslumbramiento de la cobertura mundial de la prensa y la televisión. Nadie puede aducir ignorancia de las atrocidades cometidas en Bosnia desde que la guerra comenzó en abril de 1992. Sanski Most, Stupni Do, Omarska y otros campos de concentración con sus mataderos (para una carnicería manual, artesanal, en contraste con el asesinato en masa industrializado de los campos nazis), el martirio de Mostar oriental y Sarajevo y Gorazde, la violación por órdenes militares de decenas de miles de mujeres por toda la Bosnia conquistada por los serbios, la masacre de al menos ocho mil hombres y niños tras la rendición de Srebrenica: esta es solo una parte del catálogo de la infamia. Y nadie puede no estar enterado de que la causa bosnia es la causa europea: la democracia, y una sociedad integrada por ciudadanos, no por los miembros de una tribu. ¿Por qué estas atrocidades, estos valores, no han provocado una respuesta más vigorosa? ¿Por qué casi ningún intelectual de rango y notoriedad se unió para denunciar el genocidio bosnio y defender la causa de los bosnios?

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