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Los 'comehombres' de Leningrado: hambre y frío a 42 bajo cero (y un chiste de la División Azul)
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Los 'comehombres' de Leningrado: hambre y frío a 42 bajo cero (y un chiste de la División Azul)

Adelantamos uno de los capítulos de 'Leningrado', de Anna Reid, un clásico de la Segunda Guerra Mundial que Debate publica ahora por primera vez en español

Foto: Dos mujeres entre los escombros durante el Sitio de Leningrado en 1941-1942 (Debate)
Dos mujeres entre los escombros durante el Sitio de Leningrado en 1941-1942 (Debate)

En el resto del mundo no hubo ojos que vieran el sufrimiento de Leningrado y aún menos corazones que lo sintieran. Una vez desaparecida la amenaza inmediata a la ciudad, los Aliados se volcaron en primer lugar en la batalla de Moscú y después en la avalancha de pérdidas en el Lejano Oriente y otros lugares. El primer mes de mortandad en Leningrado, diciembre de 1941, coincidió con la caída de Hong Kong; el segundo, con enormes pérdidas de barcos en el Atlántico a manos de los U-boote alemanes; el tercero, con la toma de Singapur por parte de Japón, junto con setenta mil militares británicos y de la Commonwealth. Con respecto a la Unión Soviética, el objetivo del Reino Unido y Estados Unidos era simplemente evitar que se desmoronara en bloque o que pactara una paz por su cuenta, al tiempo que obviaban las demandas cada vez más insistentes de Stalin (y de la izquierda británica) para abrir un segundo frente.

El primer convoy que se envió por el Ártico con tanques, cazas Hurricane y otras dotaciones militares, procedentes del programa de la Ley de Préstamo y Arriendo, llegó a Arjánguelsk a finales de agosto y fue el preludio a cuatro largos años de diplomacia enconada. «El Gobierno soviético —escribió Churchill más tarde—, áspero, rencoroso y avaricioso, tenía la impresión de que nos estaban haciendo un favor enorme al luchar en su propio país por sus propias vidas».

placeholder 'Leningrado', de Anna Reid (Debate)
'Leningrado', de Anna Reid (Debate)

A lo largo de todo el Frente Oriental, la Wehrmacht hizo un alto en enero de 1942. Los analistas se han mofado de la tendencia que mostraron los generales nazis después de la guerra a achacar la derrota en el este al clima, a las carreteras y a las bravatas de Hitler; de hecho, a cualquier factor menos a sus propios errores o a la superioridad rusa en el campo de batalla. Sin embargo, no es justo: incluso para los rusos, el invierno de 1941-1942 fue muy severo. Los ejércitos alemanes lo acusaron mucho, sobre todo el Grupo del Ejército Norte. En la cena del 12 de enero en la Guarida del Lobo, Hitler estalló: el descenso repentino de la temperatura fue "una catástrofe imprevista que lo ha paralizado todo. En el Frente de Leningrado, con una temperatura de -42 °C, ni un fusil, ni una ametralladora, ni un cañón de campaña ha obrado en nuestro favor".

Incluso para los rusos, el invierno de 1941-1942 fue muy severo

Los aviones descansaban en tierra, los motores de los tanques y de los camiones se negaban a arrancar y los caballos se hundían en la nieve hasta la panza, de modo que, para ir de un lugar a otro, durante el día las tropas tenían que palear el camino que los vehículos recorrerían por la noche. Los soldados robaban ropa y mantas a los campesinos (las caricaturas soviéticas se burlaban de los 'Fritzes de Invierno' caracterizándolos con pañoletas en la cabeza y bombachos con volantes) o caían presas de los sabañones y la congelación. La División Azul, enviada por Franco para ayudar en la guerra contra el comunismo, llevaba ese nombre, según se mofaba la prensa, no por el color de las camisas, sino por el de las caras.

Una tragedia horripilante

La unidad ciclista de Fritz Hockenjos —que entrenaba para convertirse en unidad de esquí— recibió la orden de trasladarse a la aldea de Zvanka, situada en la ribera oeste del río Vóljov. Sus miembros tomaron como base de operaciones un monasterio abandonado en lo que antaño fuera la hacienda de Gavriil Derzhavin, poeta de la corte de Catalina la Grande. Desde el puesto de observación, en lo alto del campanario cubierto de nieve, los brezales y los bosques se extendían hasta el horizonte en todas direcciones, rotos solo por la ancha vía que formaba el río helado, por una hilera de postes telegráficos que señalaban la línea de ferrocarril de Moscú a Leningrado y por el tráfico de aviones procedente de una lejana pista de aterrizaje rusa. Enfrente, en la otra ribera del río, estaba el recién formado 2.º Ejército de Choque ruso, del cual se esperaba que atacase en cualquier momento. Detrás, en el bosque congelado y cristalino, vagaban los pocos supervivientes de las unidades derrotadas en las luchas recientes. Escribió Hockenjos:

placeholder Cuerpos en el sitio de Leningrado en 1941
Cuerpos en el sitio de Leningrado en 1941

"Todos los días somos espectadores y actores en esta tragedia horripilante que ha venido representándose las últimas semanas en los bosques blancos, a saber, cómo toca fondo un regimiento ruso. […] La batalla en el bosque del 30 de diciembre parece haber sido su última y desesperada acometida, y entre los muertos se contaba el comandante del regimiento. Los supervivientes depusieron las armas y se comieron los últimos mendrugos de pan hace tiempo. Ahora deambulan sin rumbo por el bosque como animales separados de la manada, animales ciegos y apáticos. Ya ni siquiera piensan en romper nuestra línea, y eso que es más que delgada. Tampoco piensan en rendirse; solo caminan y caminan como para calmar el hambre y sacudirse el frío. El bosque está lleno de sus huellas; no pasa un día sin que una patrulla nuestra encuentre a unos cuantos y les dispare. Una helada noche de luna, una patrulla los vio de repente ahí mismo, a treinta pasos del camino: una larga fila de sombras silenciosas al trote. Dispararon con todo lo que llevaban. Unos cayeron en la nieve; otros continuaron trotando en silencio, desviándose apenas hacia la espesura. […] Los que esquivan las balas caen presas del hambre y el frío, uno tras otro. Se arrastran por el sotobosque, se acurrucan, y ese es el fin. Unos erran a la luz del día por la linde del bosque, otros pasan sin pensar por delante del centinela de nuestro puesto de mando como si no lo vieran. Casi no pueden levantar las manos, negras y congeladas, ni mover los labios. La sangre les gotea por las grietas del rostro. Para ellos una bala es un acto de misericordia".

"A veces ocurre lo siguiente: el centinela, en su dialecto suabo, grita al interior del búnker: "¡Ahí viene otro!". En respuesta, el Obergefreite K. pregunta: "¿Quién de vosotros, los jóvenes, todavía no tiene botas de fieltro?". Unos cuantos levantan la mano y K. dice: "Karle, ¡sal y cógelas!". Karle baja de la litera de madera, coge un fusil y sale. Se oye un tiro y vuelve con un par de botas de fieltro bajo el brazo".

Les cortaban las piernas a los rusos y las descongelaban en la estufa del búnker

La unidad también les quitaba la ropa a los cadáveres: "Por desgracia, tenemos que cortar las botas de fieltro para sacarlas de los pies, pero pueden volver a coserse. Aún no estamos tan mal como los del Segundo Batallón, que les cortaban las piernas a los rusos y las descongelaban encima de la estufa del búnker". En febrero, observó Hockenjos con cierto orgullo, sus hombres y él se habían convertido en unos buenos Frontschweine. Sucios y barbudos, habían aprendido a llevar los pantalones enguatados de algodón por fuera de las botas para que no les entrara la nieve y a no abotonarse el cuello del abrigo para poder sacar más deprisa las granadas de mano. Se envolvían la cabeza en chales de lana bajo el casco y se protegían la nariz con apósitos para prevenir los sabañones. Los brazaletes evitaban que se confundieran con el enemigo. Hockenjos se conmovió cuando encontró, en un paquete procedente del frente interno, unos manguitos de terciopelo pasados de moda. "Desde luego —reconoció—, ya no parecemos en absoluto soldados alemanes".

Suicidios en masa

Las privaciones sufridas por los asediantes de Leningrado, sin embargo, no eran nada comparadas con las que padecían sus defensores. Una de las revelaciones menos conocidas que se han descubierto en los archivos es la hambruna existente en el seno del Ejército Rojo. Las raciones eran escasas; el pan era "semejante al asfalto en color y densidad"; a la kasha la llamaban "metralla". Dentro del cerco del asedio, los soldados no solo desertaban, se disparaban en la mano o en el pie, o se suicidaban en proporciones altísimas, sino que también morían de hambre. La causa fue (aparte del asedio en sí) la mala organización, los robos y la corrupción. Aunque la ración militar era en teoría suficiente para sobrevivir —como mínimo eran de quinientos gramos de pan y ciento veinticinco de carne al día para un soldado de primera línea, y trescientos gramos de pan y cincuenta de carne para la retaguardia—, a la hora de la verdad muchos hombres recibían bastante menos.

Uno de ellos fue Semión Putiakov, un soldado de infantería de treinta y seis años destinado a un aeródromo en un sector tranquilo del frente finlandés, justo al noroeste de Leningrado. Desde que lo reclutaron confió a su diario una larga serie de quejas: falta de entrenamiento, fusiles "de museo", un teniente "tan corto que hasta los soldados con poca formación se sorprenden ante sus órdenes", la grosería de los oficiales superiores y el uso de vehículos militares para llevar a sus amiguitas. A principios de diciembre se dio cuenta de que los oficiales robaban comida de los soldados: ordenaban al personal de cocina que dividiese en ocho las raciones para seis y ellos se llevaban lo que sobraba. A final de mes Putiakov ya estaba constantemente azotado por el hambre y se metió en problemas por quejarse.

placeholder Sitio de Leningrado
Sitio de Leningrado

"Ayer, mientras nos servíamos la comida, le pregunté a un comisario político por qué no nos estaban dando las raciones completas. Pensaba que era un hombre justo y que querría que las raciones llegaran enteras a nuestro estómago. Pero empezó a gritar que en nuestras normas no estaba la de comprobar las raciones. Entonces le pregunté en qué norma figuraba que nos dieran menos de lo que nos correspondía. Se puso como loco. Tengo que averiguar cómo se apellida. Y su cara asquerosa tiene mejor lustre de lo que debería".

Para celebrar el Año Nuevo, Putiakov se afeitó, contempló una fotografía de su mujer y sus hijos, y recordó las comidas familiares de antes. El 8 de febrero ya tenía problemas para andar: "He roído unos huesos de caballo cuando he ido a cortar leña. Hambre, hambre. Tengo la cara hinchada y no mejora. Dicen que habrá un aumento de las raciones, pero no me lo creo. […] El diablo sabrá qué estoy escribiendo y para qué". Furioso, echó pestes del sargento y del subteniente de su pelotón, ambos corruptos ("No son personas, son bestias con forma humana"). Otros soldados de la unidad ya habían muerto de hambre ("Qué maldición, morir de hambre. […] Sería mejor morir en la batalla contra los fascistas"). Unos días después de que intentara presentar una queja formal ante un médico militar lo arrestaron. Acusado de "expresar decepción frente al suministro de comida del Ejército Rojo", lo ejecutaron el 13 de marzo de 1942.

He roído unos huesos de caballo cuando he ido a cortar leña. Hambre, hambre

Es imposible estimar la mortalidad total a consecuencia del hambre en los ejércitos de Leningrado, pero la experiencia de Putiakov no fue un caso aislado. Los soldados contaban historias parecidas en las cartas que escribían a casa: "Tenemos mucha hambre —escribió uno—. No queremos morir de hambre. A algunos los han mandado al hospital. Otros han muerto. ¿Qué va a pasar? ¿En qué benefician estas muertes a la madre patria?". "Cada día estamos más débiles —escribió otro—. No nos dan nada de carne ni de grasa, y solo trescientos gramos de pan. No hay nada sólido en la sopa: ni patata, ni col… Es agua sucia y salada. […] Hemos perdido muchísimo peso, parecemos sombras. Roemos tortas de prensa, que es lo que les dan a los caballos en vez de avena. Nos llenamos la panza de agua". Un tercero ya estaba "harto de la vida. O me muero de hambre, o me pego un tiro. No aguanto más". Vasili Churkin, emplazado en la línea del frente justo al sur del lago Ládoga con su batería de artillería, se quejaba de que un politruk perezoso obligaba a sus compañeros soldados, que en algunos casos estaban tan débiles que no podían tenerse en pie, a construirle un búnker de lo más cómodo en cada parada que hacían, mientras que ellos dormían a la intemperie, en la nieve. Ese hombre "no valía para nada, era una carga inútil". En la ciudad, los leningradenses se sorprendían ante la inanición extrema de los soldados que veían en los hospitales o marchando por las calles.

'Comehombres'

Igual que los civiles que morían de hambre, hubo soldados que recurrieron al canibalismo. Hockenjos encontró lo que llamó "un campo de comehombres" en el bosque situado detrás de Zvanka. Había extremidades cortadas, lo que confirmaba el relato que habían contado dos jóvenes enfermeras del Ejército Rojo a las que habían tomado prisioneras y que habían puesto a trabajar en el hospital de campaña del batallón. Vasili Yershov (el mismo que dijo haber visto a niños repartiendo panfletos antigubernamentales en un puesto de control) era el oficial superior de la reserva de la 56.ª División de Fusileros del 55.º Ejército, apostado en Kólpino, justo al sur de Leningrado. Entre sus responsabilidades se contaba la de abastecer un hospital militar alojado en la antigua fábrica Izhorski. Albergaba entre dos y tres mil enfermos y heridos, tumbados en el suelo de cemento, cubierto con paja, de los talleres con techo de cristal. A los doscientos o más que morían cada día los enterraban en el patio de las fábricas. Había bastantes médicos, pero sin cualificar y además muy delgados, pese a recibir, en teoría, la "ración de la retaguardia" militar. "Un día", relata Yershov:

"El sargento Lagún advirtió que un médico militar, el capitán Chepurni, estaba en el patio cavando en la nieve. El sargento, que lo miraba a escondidas, vio cómo cortó un pedazo de carne de una pierna amputada, se la metió en el bolsillo, volvió a enterrar la pierna en la nieve y se alejó. Al cabo de media hora, Lagún fue a la habitación de Chepurni como si tuviera algo que preguntarle y vio que comía carne de una sartén. El sargento estaba convencido de que era humana. […] De modo que dio el aviso, y en la investigación consiguiente se descubrió que no solo los enfermos y heridos comían carne humana, sino también unos veinte trabajadores, desde médicos y enfermeras hasta externos del hospital. Se alimentaban sistemáticamente de cadáveres y piernas amputadas. Los fusilaron a todos por una orden especial del Consejo Militar".

Vio cómo cortó un pedazo de carne de una pierna amputada, se la metió en el bolsillo, volvió a enterrarla en la nieve y se alejó

El verdugo fue un tal capitán Borísov, alegre y vulgar, del Departamento Especial, el ala militar del NKVD, a cuyos miembros Yershov proporcionaba la ración especial de vodka destinada a los escuadrones de fusilamiento (seiscientos mililitros, un tercio antes y dos tercios después). "Tengo que remarcar —añade Yershov— que el propio capitán Borísov disparaba al 50 o al 60 por ciento de la gente. […] No podía pasar un día sin alcohol y por eso intentaba llevar a cabo personalmente todas las ejecuciones que podía".

Yershov también registró el asesinato a manos de soldados hambrientos de los porteadores que dos veces al día cargaban con garrafas herméticas de sopa, amarradas a la espalda con tirantes de cuero, desde las cocinas de campaña hasta la línea del frente:

"A principios de enero de 1942, el comandante de la división empezó a recibir llamadas urgentes de los comandantes de los regimientos y los batallones, que le decían que este o aquel grupo de soldados no había comido, que el porteador no había aparecido con la garrafa y que al parecer lo habían matado francotiradores alemanes. Comprobaciones minuciosas revelaron que estaba ocurriendo algo inconcebible: los soldados abandonaban las trincheras a primera hora de la mañana para encontrarse con los porteadores, los mataban a cuchilladas y cogían la comida. Comían todo lo que podían, enterraban al porteador en la nieve, escondían las garrafas y regresaban a las trincheras. El asesino volvía dos veces al día al lugar del crimen, primero para terminarse el contenido de la garrafa y luego para cortar trozos de la carne del porteador y comérsela también. Para que se hagan una idea de as cifras, puedo decirles que en mi división, en el invierno de 1941- 1942, solo en la línea del frente —sin contar las unidades de la retaguardia— hubo unos veinte casos como este".

A pesar del estado lamentable de los ejércitos de Leningrado, Stalin los incluyó en una ofensiva general al final del invierno, planeada mientras aún se libraba la batalla de Moscú, en noviembre y diciembre. Era muy ambiciosa: pensaban retomar Smolensk, el Donbass ucraniano y Crimea, además de liberar Leningrado y, en general, privar a los alemanes de todo margen para prepararse de cara a futuros ataques en primavera.

La responsabilidad de romper las líneas alemanas alrededor de Leningrado recayó principalmente en el Frente del Vóljov —a cargo del general Meretskov—, que se enfrentó al 18.º Ejército del Grupo de Ejércitos Norte a lo largo de una línea que partía desde el sureste, en el lago Ládoga, y se prolongaba hacia el sur por el río Vóljov hasta Nóvgorod. Mientras los ejércitos que estaban dentro del círculo del asedio debían impeler lo que pudieran al enemigo hacia el sur y el este, los del Frente del Vóljov abrirían camino hacia el oeste y cruzarían el río, separando a las fuerzas alemanas emplazadas alrededor de Liubán, Tosno y Mga. En principio debían destinarse a la operación 326.000 soldados, con lo cual en teoría tendrían el 50 por ciento de superioridad en hombres, el 60 por ciento en armas y morteros, y el 30 por ciento en aviación.

El terror de Meretskov

Sin hacer caso de los ruegos de Meretskov, que pedía más artillería, reservas y tiempo para concentrar a las tropas y coordinar la logística, Stalin se empeñó en que la ofensiva se lanzase la primera semana de enero. Para que Meretskov (probablemente aterrorizado) estuviera a la altura de la situación, envió a Leningrado al despreciable Lev Mejlis, cabeza de la Directiva Política del Ejército Rojo y uno de los organizadores de las purgas del ejército de 1937-1938. Las cosas fueron mal desde el principio: los días 4 y 5 se libró una batalla encarnizada cerca de Kírishi que duró cuarenta y ocho horas, y solo consiguieron ganar cinco kilómetros de terreno; el día 6, un ataque con ametralladoras sobre el hielo del Vóljov les hizo perder a más de tres mil hombres en los primeros treinta minutos. "Ataques continuos del enemigo —escribió con desdén el general Halder en su diario—, pero nada a gran escala". Mal coordinada, la ofensiva prosiguió de manera intermitente hasta entrado febrero. Hockenjos regresó a Zvanka el día 20 y encontró el monasterio medio destruido por los bombardeos procedentes de la ribera opuesta del Vóljov: el claustro, lleno de cráteres; la bóveda de la capilla, hundida; los pinos y los robles de las laderas que descendían al río, reducidos a "miserables palos de escoba". Una semana después rechazaron un segundo ataque soviético sin problemas.

placeholder Soldados soviéticos en el sitio de Leningrado
Soldados soviéticos en el sitio de Leningrado

"Ivan llenó los edificios y sus alrededores con un lote de bienvenida compuesto de artillería variada: cañones antitanque, explosivos y lanzagranadas. El punto culminante llegó en pleno mediodía, cuando quince rusos con parkas de nieve, al parecer muy animados por el vodka, salieron a campo abierto. El teniente de artillería Vogt y yo los observábamos desde una trinchera de comunicación en la ladera más avanzada. Primero se acercaron a un grupo de bultos oscuros que estaban en medio del Vóljov desde el último ataque ruso y los registraron en busca de comida. Por los prismáticos los vimos coger unas latas de las mochilas de los cadáveres. Después deambularon por la nieve en dirección a nuestra linde del bosque, que se acerca al río desde la parte norte del montículo del monasterio. Cuando los tuvimos a unos doscientos metros, les disparamos con la artillería pesada. Tuvimos buena puntería: tumbamos casi a los quince. Me habría gustado dejar que se acercaran más a los centinelas para dispararles con los fusiles, o incluso hasta la linde del bosque, donde mis hombres llevaban un buen rato esperando tendidos. Pero los de la artillería pesada no querían perderse una presa tan fácil".

"Por la noche dos de los rusos daban aún señales de vida, pero mi atento centinela les disparó. Otros siete [sic] Russ menos".

Unos pocos kilómetros río arriba, enfrente del pueblo de Miasnói Bor ('Bosque de Carne'), la ofensiva soviética tuvo más éxito. Su fuerza más impresionante era el recién formado 2.º Ejército de Choque. Pese a que lo comandaba un secuaz de Beria, el jefe del NKVD e inepto en asuntos militares, y que se componía de reclutas de la desarbolada estepa del Volga, rompió las líneas alemanas el 17 de enero y penetró hasta el fondo de la retaguardia. A finales de febrero, cien mil hombres defendían un área de unos cincuenta kilómetros cuadrados cuyo límite norte quedaba solo a diez kilómetros de uno de los objetivos clave de la ofensiva: el pueblo ferroviario de Liubán.

No debe haber derramamiento de sangre para reducir al enemigo en los cenagales; podemos dejar que mueran de hambre

No obstante, el territorio tomado impresionaba más sobre el papel que en la realidad. Los esfuerzos para ensanchar el hueco entre las líneas enemigas se vieron malogrados por la rapidez con que acudían los refuerzos del enemigo. Liubán permanecía fuera del alcance soviético y el territorio ganado consistía, aparte de unos cuantos villorrios, en bosque llano y casi deshabitado, depósitos de turba y cenagales. Hitler, al constatar la vulnerabilidad del 2.º Ejército de Choque, el 2 de marzo ordenó a Georg von Küchler (que había asumido en enero el mando del Grupo de Ejércitos Norte, después de Von Leeb) que planificara la operación Raubtier ('Depredador') para aislarlo del resto del Frente del Vóljov. "Se solicita concentración de fuerzas aéreas en aquel sector —escribió Halder en su diario— para el periodo del 7 al 14 de marzo. […] Después de eliminar el saliente del Vóljov, no debe haber derramamiento de sangre para reducir al enemigo en los cenagales; podemos dejar que mueran de hambre". El ataque por tierra se lanzó el día 15 al alba, y en cinco días habían cortado las dos vías que conectaban el área defendida por los soviéticos (apodadas Erika y Dora). A finales de mes, después de un tira y afloja de luchas desesperadas alrededor de Miasnói Bor, los soviéticos mantuvieron un corredor de solo un kilómetro y medio de ancho por el que arrastraban las provisiones con trineos por la noche.

El deshielo

En abril empezó el deshielo; al silencio destellante lo sustituyeron la llovizna y el sonido del correr del agua. Todavía acuartelado en Zvanka, Hockenjos contemplaba cómo cambiaba el paisaje y fotografiaba los primeros trocitos de tierra que emergían, oscuros y salpicados por briznas de paja, sentado durante horas en lo alto del campanario del monasterio.

"Juncales, balsas anchas de agua entre tramos de hierba amarillenta, páramos negros y restos de nieve aquí y allá, todo dominado por un cielo alto de primavera con nubes claras como lana de oveja, un mar de gorjeos de alegría de las alondras y trinos de las avefrías. A la derecha, en el bosque pantanoso, hay jilgueros en todos los arbustos. […] Por todas partes los hombres se sientan delante de los búnkeres sin camisa, con el torso blanco. […] Silban y cantan. Seguro que estos sonidos alegres llegan a los rusos, pero no los voy a prohibir".

Las provisiones no llegaban y no podían evacuar a los heridos. Los caballos morían y se los comían

Al 2.º Ejército de Choque, atrapado, el deshielo solo le acarreó más desgracias. El corredor que lo comunicaba con el resto del frente ruso quedó impracticable, con lo que las provisiones no llegaban y no podían evacuar a los heridos. Los caballos morían y se los comían. Los refugios subterráneos se inundaron y había que transportar los proyectiles a pulso; los hombres se hundían en el agua hasta la cintura o tenían que saltar de matojo en matojo "como conejos", coreados por las burlas de los alemanes: "Rus, kup-kup!". Para resguardarse durante el día construían 'parapetos' de ramas, musgo y hojas secas; por la noche dormían al raso alrededor de hogueras, chamuscándose las empapadas botas de fieltro y las chaquetas enguatadas. Para reanimar la ofensiva, Stalin reorganizó a sus generales: hizo volver a Meretskov, subordinó el Frente de Leningrado al del Vóljov y lo puso a las órdenes del protegido de Zhúkov, Mijaíl Jozin. Andréi Vlásov, un soldado curtido alto y con gafas que había sacado al 37.º Ejército del cerco de Kíev y que en diciembre había encabezado el contraataque frente a Moscú, cogió un avión para encargarse del 2.º Ejército de Choque. El 12 de mayo, tras enterarse los servicios de inteligencia de que los alemanes estaban llevando refuerzos, Jozin ordenó a Vlásov que rompieran el cerco y se reunieran con el resto del Frente del Vóljov. Cinco divisiones y cuatro brigadas consiguieron salir por el corredor de Miasnói Bor y al menos dos mil hombres desertaron, según los informes alemanes; sin embargo, aún quedaban siete divisiones y seis brigadas más, unos veinte mil hombres en total, atrapados en la 'caldera' alemana. "El enemigo empezaba por rodear a una unidad —recordaba un superviviente—, esperaba a que se debilitara por falta de provisiones y comenzaba a atacar".

"Estábamos totalmente indefensos. No teníamos munición, gasolina, pan, tabaco, ni siquiera sal. Lo peor era carecer de ayuda médica. No había medicamentos ni vendas. Uno quería ayudar a los heridos, pero ¿cómo? Hacía tiempo que nuestra ropa interior se había convertido en vendas; todo cuanto nos quedaba era musgo y lana de algodón. Los hospitales de campaña estaban saturados y el escaso personal médico, desesperado. Cientos y cientos de heridos que no podían caminar estaban echados bajo los matorrales. A su alrededor zumbaban los mosquitos y las moscas como abejas en una colmena. Si te acercabas, el enjambre te perseguía, te cubría entero, se te metía en la boca, en los ojos, en los oídos… Era insoportable. Los mosquitos, las moscas y los piojos eran nuestros enemigos más odiados. […] No es que los piojos fueran nuevos, pero había tantos… […] Los diablillos grises nos comían vivos, con ansia, nos cubrían por entero la ropa y el cuerpo. Ni siquiera intentabas aplastarlos; cuanto podías hacer, si tenías un momento, era sacudírtelos para que cayeran al suelo. Te encontrabas seis o siete en un solo botón".

"El problema principal, sin embargo, era el hambre. El hambre opresiva e infinita. Allá adonde fueras, hicieras lo que hicieras, los pensamientos sobre la comida nunca te abandonaban. […] Nuestras provisiones dependían de repartos por aire en U2 [un biplano pequeño y monomotor]. Cada uno cargaba con cinco o seis sacos de sujarí. Pero nosotros éramos miles. ¿Cómo iba a haber bastante para todos? Si un saco aterrizaba bien, sin reventar en el impacto, quería decir que había un trozo de pan seco para cada dos soldados. Si no, te las arreglabas como podías, tenías que comer lo que encontraras: corteza, hierbas, hojas, correas. […] Una vez uno encontró una patata vieja enterrada bajo las cenizas de una cabaña. La cortamos y nos tocó un pedacito a cada uno. ¡Menudo festín! Unos la lamían, otros la olían. El olor me recordó a casa y a mi familia".

*Debate publica 'Leningrado. El asedio más épico de la Segunda Guerra Mundial', de Anna Reid, el 10 de febrero

En el resto del mundo no hubo ojos que vieran el sufrimiento de Leningrado y aún menos corazones que lo sintieran. Una vez desaparecida la amenaza inmediata a la ciudad, los Aliados se volcaron en primer lugar en la batalla de Moscú y después en la avalancha de pérdidas en el Lejano Oriente y otros lugares. El primer mes de mortandad en Leningrado, diciembre de 1941, coincidió con la caída de Hong Kong; el segundo, con enormes pérdidas de barcos en el Atlántico a manos de los U-boote alemanes; el tercero, con la toma de Singapur por parte de Japón, junto con setenta mil militares británicos y de la Commonwealth. Con respecto a la Unión Soviética, el objetivo del Reino Unido y Estados Unidos era simplemente evitar que se desmoronara en bloque o que pactara una paz por su cuenta, al tiempo que obviaban las demandas cada vez más insistentes de Stalin (y de la izquierda británica) para abrir un segundo frente.

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