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La muerte vino del Támesis: la epidemia de cólera de 1854 y el mapa que salvó Londres
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agotados de esperar el fin (III)

La muerte vino del Támesis: la epidemia de cólera de 1854 y el mapa que salvó Londres

Como este verano es un momento de pandemia e incertidumbre, en esta serie recuperaremos algunos de aquellos momentos en los que el mundo parecía a punto de acabarse

Foto: 'Muerte sobre el Támesis' (Alegoría)
'Muerte sobre el Támesis' (Alegoría)

No es la primera vez que una pandemia, una catástrofe natural o una sucesión de acontecimientos azarosos producen la sensación generalizada de que el mundo va a terminar o, en cualquier caso, va a transformarse radicalmente. Antes, a estos sucesos se les buscaba una explicación religiosa —la ira de Dios, habitualmente, que castigaba nuestros pecados—; ahora, más bien, se acude a la ciencia para obtener una explicación, pero la superstición sigue propagando sus mensajes confusos e histéricos. En todo caso, el mundo no se ha acabado nunca, y por lo general solo ha cambiado de manera gradual. Como este verano es un momento de pandemia e incertidumbre, en esta serie recuperaremos algunos de sus precedentes. Como el gran brote de cólera de Londres en 1854.

Friedrich Engels y Charles Dickens eran hombres muy distintos. El primero era prusiano, tenía poco más de veinte años y con el tiempo cofundaría la doctrina socialista que sería conocida por el nombre de su socio, Karl Marx. El segundo era la quintaesencia de lo inglés, tenía poco más de treinta años y era un conservador compasivo. Pero ambos estaban horrorizados por lo mismo: la acumulación de cadáveres en el centro de Londres.

Los cuerpos se hacinaban en los cementerios situados dentro de la ciudad. En uno solo de ellos, el de Islington, con capacidad para tres mil fallecidos, había ochenta mil. Se les veía sobresalir de la tierra, mal enterrados, corrompidos a la intemperie. Provocaban una peste insoportable en la ciudad, además de una enorme sensación de vergüenza.

placeholder Cementerio de Bunhill Fields, Finsbury, Londres, 1866
Cementerio de Bunhill Fields, Finsbury, Londres, 1866

Por eso, cuando se declaró una misteriosa enfermedad que nadie sabía cómo se transmitía, ambos creyeron que era consecuencia de ese hedor que inundaba las calles. No solo ellos. Lo creían la reina Victoria, los editores de la revista científica 'The Lancet' y los políticos reformistas. Sin embargo, el olor nauseabundo no era lo que estaba matando a los londinenses. Era otra cosa. Y nadie sabía cuál.

placeholder 'El mapa fantasma'
'El mapa fantasma'

Habían estallado varios brotes en los años previos, y habían muerto decenas de miles de personas, cuando el 28 de agosto de 1854 una niña de apenas seis meses, que vivía con sus padres hacinada en un piso del centro de Londres que albergaba veinte inquilinos, se puso a vomitar y a defecar “heces aguadas de color verdoso que desprendían un olor acre”, cuenta 'El mapa fantasma', un libro fascinante del divulgador científico Steven Johnson sobre la pandemia de cólera que arrasó Londres a mediados del siglo XIX, recién publicado por la editorial Capitán Swing. La pobre madre lavaba una y otra vez los pañales en un cuenco de agua tibia y, cuando la niña se dormía, aprovechaba para bajar a tirar el agua sucia al pozo negro que había frente al sótano de la casa. “Y así —dice Johnson— es como empezó todo”.

¿Por el aire o por el agua?

Porque la enfermedad no la transmitía el aire, en forma de miasma desprendida de la acumulación de malos olores, putrefacción y, como creían Dickens y Engels, los cadáveres mal enterrados cerca de donde vivía la gente. La causa era otra. En el centro de Londres aún no había cloacas. Los pozos negros se desbordaban. Y, a falta de una solución mejor, el gobierno de la ciudad decidió que la manera de deshacerse de los desperdicios y las aguas residuales era arrojarlos al Támesis. Y cada vez el volumen era mayor, porque la densidad de población aumentaba sin parar, y con ella los despojos y el número de cadáveres. Cada día y cada noche, centenares de personas recorrían las orillas del río y los túneles subterráneos en busca de algo de valor en mitad de la porquería. Y entre las cosas de valor, podían estar las heces de los perros o los huesos de cadáveres de animales.

Dos compañías tomaban esas aguas contaminadas del Támesis y las suministraban para el consumo humano

“Cada cierto tiempo —dice Johnson en el extraordinario arranque del libro— una bolsa de gas metano inusualmente densa entraba en combustión a causa de una de las lámparas de queroseno que utilizaban [los recolectores de basura] y algún alma desafortunada se incineraba a seis metros bajo tierra, en medio de una corriente de inmundas aguas residuales”. El detalle macabro, el que desató el estallido de cólera de aquel año, fue que dos compañías tomaban esas aguas contaminadas del Támesis y las suministraban para el consumo humano. Pasaban, tras un largo recorrido, de los pañales de la pequeña enferma a la boca de sus vecinos.

Pero, ¿cómo llegó a saberse que el cólera se transmitía por el agua y no por el aire emponzoñado? Esa es la historia principal del libro, cuyos protagonistas son John Snow y Henry Whitehead, dos hombres también muy distintos. El primero era un médico pionero de la anestesia, y una celebridad gracias a sus estudios sobre el uso del éter y el cloroformo en las intervenciones quirúrgicas y, más tarde, en los partos —de hecho, la reina Victoria le pidió que le administrara cloroformo durante el nacimiento de su octavo hijo—, que se puso a investigar la transmisión del cólera como un detective privado. Estudiaba los patrones de los contagios, la arquitectura de los lugares donde se producían, los hábitos sanitarios de los fallecidos. El segundo, Whitehead, era un sacerdote de la iglesia local, que pensaba que la enfermedad se transmitía por medio de las miasmas, pero que gracias a la habilidad de Snow acabó convencido de que la culpable era el agua. No solo eso, juntos terminaron detectando exactamente cuál era la fuente exacta del céntrico barrio de Londres en la que se producía la transmisión. Entre los dos poco menos que inventaron una nueva disciplina de la que hoy oímos hablar a diario: la epidemiología.

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enry Whitehead, el dispensario de la muerte y John Snow (Capitán Swing)

¿Cómo resistió Londres ante esa epidemia? ¿Por qué no llegó el fin del mundo o, al menos, el de la ciudad, que siguió creciendo y durante buena parte del siglo XIX fue la capital global de la economía, el comercio y la industrialización? Porque los descubrimientos de Snow y Whitehead pusieron en marcha una profunda transformación, basada en la ciencia, de las ciudades, la higiene, los cuidados médicos y la propia indagación científica. La lección que podemos aprender en estos momentos del brote de cólera de 1854 es evidente: “Por graves que sean las amenazas a las que nos enfrentamos en la actualidad, tendrán solución si reconocemos el problema subyacente, si tendemos a la ciencia y no a la superstición, si mantenemos un canal abierto para las voces disidentes que realmente pueden sugerir respuestas verdaderas”.

No es la primera vez que una pandemia, una catástrofe natural o una sucesión de acontecimientos azarosos producen la sensación generalizada de que el mundo va a terminar o, en cualquier caso, va a transformarse radicalmente. Antes, a estos sucesos se les buscaba una explicación religiosa —la ira de Dios, habitualmente, que castigaba nuestros pecados—; ahora, más bien, se acude a la ciencia para obtener una explicación, pero la superstición sigue propagando sus mensajes confusos e histéricos. En todo caso, el mundo no se ha acabado nunca, y por lo general solo ha cambiado de manera gradual. Como este verano es un momento de pandemia e incertidumbre, en esta serie recuperaremos algunos de sus precedentes. Como el gran brote de cólera de Londres en 1854.

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