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Esta sopa nuestra (un relato del coronavirus)
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Esta sopa nuestra (un relato del coronavirus)

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro; nuestro invitado de hoy es Guillermo Aguirre. Relájense y disfruten

Foto: Una mujer con mascarilla en el mercado cerrado de Huanam. (EFE)
Una mujer con mascarilla en el mercado cerrado de Huanam. (EFE)

Nuestro viandante pulsó el interruptor del ascensor del hotel y pensó en sus Dalias. Las había desenraizado por el invierno y tenía los tubérculos a buen recaudo, boca abajo en la pequeña fresquera de latón. Ya estaban secos, así que había llegado la hora de meterlos en cajas y cubrirlos de arena para su regreso en primavera, pero como no tenía cajas ni arena había decidido ir al mercado de Huanan, del que le habían hablado, para comprarle a algún tendero las cosas necesarias y, de paso, ver los reptiles, las aves, quizá tomarse una de sus famosas sopas. Al salir del ascensor, nuestro viandante se encontró con la señora Miao, que volvía de la calle y luchaba con un montón de bolsas cargadas hasta arriba de sobres rojos, farolillos de papel, carteles auspiciosos y frutos secos. Nuestro viandante se agachó para recoger del suelo el pequeño arbolito de mandarinas (que Miao había dejado mientras ordenaba atolondradamente sus bolsas en los brazos), lo miró largamente, y sonrió al devolvérselo.

-¡Oh! Gracias, gracias. ¿Su madre? ¿Ya se encuentra mejor de ese catarro? –dijo Miao intentando equilibrar el arbolito con la ingente cantidad de bolsas.

-¿Catarro? –preguntó nuestro viandante inconscientemente antes de caer en la cuenta de que su madre inventaba todo tipo de excusas con tal de librarse de ciertas conversaciones –Sí, claro. Está mejor, mejor. El clima, la época del año.

La calle estaba atiborrada de furgones cargados de cajones de fruta, motocicletas con varios pasajeros y gente mirando los escaparates. Nuestro viandante pensó que estaría bien comprar el último modelo de Iphone para toda la familia por Seollal, y quizás sacar entradas para eso de los Idol Star, donde seguro que sus hijos podrían disfrutar un poco. Los carteles del evento de K-Pop iluminaban verticalmente algunas fachadas por encima de las tiendas de ropa, telefonía de última generación y electrónica, que estaban atestadas de clientes. Nuestro viandante pensó que también estaría bien comprar algunos pasteles de arroz dulce para la comida, y con esa idea se internó en la pastelería Sun Hee, cuya puerta de metal hizo clin, y clin clin al cerrarse tras él.

El velo se le había escurrido de la punta de la nariz e iba estornudando en el reverso de su mano con unos grandes ojos verdes y llorosos

Dentro de la pastelería nuestro viandante esperó la cola ordenadamente y con la vista en el suelo de baldosas blancas. Las personas iban pasando por la pequeña recepción conforme el gigantesco Bahar los atendía, envolvía los dulces y, de vez en vez, entablaba conversación. No pudo evitar mirar los ojos verdes de una mujer que se cruzó con él al salir, aunque nuestro viandante supiera que allí estaba mal mirar a la mujer ajena: el velo se le había escurrido de la punta de la nariz e iba estornudando en el reverso de su mano con unos grandes ojos verdes y llorosos. Nuestro viandante se tocó el ala de su sombrero, quizás a modo de saludo, quizás como gesto de recato. Al llegar su turno, compró unos Zoolbia y un poco de helado Bastani, que Bahar metió en un recipiente de plástico con la cucharilla de metal y manos peludas, bregando con los dedos rechonchos entre los pastelitos y los dulces.

-¿Su madre? ¿Ya está bien la señora? –preguntó luego con una amplia sonrisa a lo que nuestro viandante asintió doblemente:

─Sí, no es nada. Ya sabe, achaques.

Pagó contando las pequeñas monedas y estas saltaron de su mano a la de Bahar que devolvió otras monedas. Nuestro viandante las miró, rascó algo de mugre seca de una de ellas y se las llevó al bolsillo del tejano. Después se tocó el pómulo, la ceja. La puerta volvió a hacer clin, y clin clin antes de que nuestro viandante se encontrara frente a una scooter que iba a velocidad suicida por la pequeña callejuela y que cargaba con dos muchachos en chándal.

-¡Pero qué! –chilló levantando el brazo, aunque la moto, que apenas doblaba ya por la esquina de la calle empedrada, sólo respondió con un pitido ridículo de bocina.

La callejuela trazaba un breve descenso decorada con girnaldas verdes, blancas y rojas de fachada a tejado, de ventana a balconada, de balconada a reja. Algunas pequeñas tiendas ya habían sacado las máscaras de purpurina para los turistas. Nuestro viandante pensó en el agobio que sentiría al llegar abajo, cuando comenzara a seguir el arco que traza el gran canal hasta el mercado de Rialto y el rebaño de visitantes asomara a la paz de la soleada mañana de sábado. Con esas se persignó, se besó la corbata vaquera y cruzó la esquina.

Era inevitable que en ésta o aquella esquina uno se rozara con el de al lado, chaqueta con chaqueta, brazo con brazo, mano con mano

Aunque lo normal era que aquello estuviera a reventar de sujetos y uno tuviera que andar sorteando a través de la plaza la cantidad de personas que de modo poco comprensible se empeñaban en fotografiarse con peluches gigantescos, grotescas imitaciones del oso amoroso, de Pikachu, o del Pato Donald del tamaño de Godzilla, lo cierto era que Sol estaba más relajada de lo acostumbrado. Por lo general era imposible cruzarla a esas horas y era inevitable que en ésta o aquella esquina uno se rozara con el de al lado, chaqueta con chaqueta, brazo con brazo, mano con mano, pero hoy sólo había personas sueltas que andaban rápidas como flechas, con su perro, con bolsas de la compra. Nuestro viandante había llegado ya a Mayor cuando casi se chocó cara a cara con Setién.

-¿Qué raro tú por el centro, no? Con lo que eres del campo y las afueras –dijo Setién y le dio dos besos y después se quedó allí, hablándole muy cerca de la oreja, el vaho de su voz empañándo las gafas de nuestro viandante.

-Voy al mercado de San Miguel. A tomar sopa, creo. –respondió y se quedó como pensativo, mirando a un señor mayor que se sonaba los mocos y tiraba el clínex al suelo antes de acceder al metro.

Una vez acabados los prolegómenos y respondidas las inquietudes de rigor (mi madre bien, bien. Es un constipado de toda la vida, no es nada), nuestro viandante evadió a Setién golpéandose los guantes de cuero y subiendo por la Vorbergstrasse. Hacía frío, y pensó que al llegar al mercado del Borough podría de una vez tomarse esa extravagante y nutrida sopa de puerros para entrar en calor, pero al internarse bajo la gran bóveda acristalada, no pudo más que extrañarse al encontrar el sitio desierto. La amplia galería industrial estaba atizada por la luz del sol, pero todas las tiendas tenían las persianas bajadas y al fondo del largo recinto dos policías minúsculos giraban sobre sí junto a una furgoneta. Vacíos estaban los suelos abrillantados, los pasillos, el recibidor, las papeleras y los escaparates, y había una quietud eléctrica en el aire nacarado sobre el que flotaban abandonadas partículas de polvo, disueltas amenazas en la luz. Alguien se acercó desde el fondo, casi corriendo sobre los adoquines y arrastrando un carrito de la compra. Era un chaval joven que llevaba una mascarilla sobre la cara y que al pasar siquiera se detuvo a atender las preguntas de nuestro viandante: ¿Sopa, dónde puedo tomarme una?

La sopa bajando espesa por la garganta con un sabor lejano a pimienta negra y harina gorda de maíz

La sopa no se la trajo nadie, claro, así que nuestro viandante hubo de entrar en la cocina él mismo y hundir el cazo en el puchero frío que descansaba sobre los fogones requemados de antigua grasa. Volcó el contenido sobre un plato tosco de porcelana y luego le lanzó un rápido vistazo mientras llevaba el plato por lo largo del bar, a través de la barra de neones fundidos y hasta una de las mesas vacías de la cristalera: era una sopa amarillenta y con algunos brotes verdes de cebollino arremolinándose en la superficie, y en los brotes de cebollino también flotaba una mosca muerta de alas plateadas, que nuestro viandante apartó con la punta de los dedos y tiró al suelo. Luego hundió la cuchara y de la cuchara a la boca: la sopa bajando espesa por la garganta con un sabor lejano a pimienta negra y harina gorda de maíz. La degustó en perfecto silencio aunque el bar estuviera sin iluminación eléctrica ni música y en la puerta colgara el letrero metálico de cerrado. Nuestro viandante observó con ojos bovinos el parking seco y limpio de coches, la larga carretera que burbujeaba en el sol con la forma nebulosa de la fiebre, y por ella hubo de ver también cómo avanzaba erguida en el mediodía aquella forma misteriosa y verde. Tenía al menos tres metros de altura y los brazos largos y escamosos hasta lo que parecían las rodillas. Era calvo y cabezón y de ojos negros como la brea, y sus largas piernas arqueadas y flacas marchaban por la cuneta polvorienta con el impulso automático de los exiliados. De vez en vez, se llevaba su enorme puño verde de tres dedos a la boca y se sacudía con espasmos. El extraterrestre, seguro, también hubo de ver a nuestro viandante, rumiando su sopa con aspecto monótono tras el cristal de la gasolinera cerrada, el sombrero de cowboy blanco hundido hasta las cejas, la corbata vaquera al cuello de la camisa de pana y las gafas doradas de imitación de Elvis algo caídas sobre el puente de la nariz. Ambos se observaron lenta, pausadamente, y nuestro viandante siguió masticando con laxitud hasta que el marciano estuvo más allá de donde alcanzaba la vista. Al acabar, nuestro viandante dejó el dinero y la propina en un platito de metal que había por allá aunque no hubiera nadie para cogerlo, y se calzó un poco mejor el cinturón antes de salir del local: clin, y clin clin hizo la puerta al cerrarse. Al volver hacia su camioneta Ford, nuestro viandante pensó que hacía un día perfecto para retornar los bulbos de las Dalias a la tierra firme de la granja y sentarse a esperar su futuro de flor incierta. Un gran día, se dijo llenándose los pulmones de aire fresco: grande de no ser por el reciente fallecimiento de su madre y porque esa tos persistente le estaba tocando literalmente las narices.

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'El cielo que nos tienes prometido'

* Nuestro invitado en esta ocasión es el escritor Guillermo Aguirre, autor de 'Electrónica para Clara' o 'Leonardo', ambas en Lengua de Trapo, su última novela es ¡El cielo que nos tienes prometido (Demipage). En sus páginas, un hombre y una mujer, hijos de la España rural y caciquil de los años cincuenta, huyen a lomos de un Ford Sierra azul través del desierto de los Monegros. Amenazados por un misterioso perseguidor, buscarán cobijo en la finca que los vio crecer. Pero, ¿existe refugio donde protegerse del pecado original?

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En el siglo XIV la peste azotó Italia. Giovanni Boccaccio escribiría años más tarde una obra cumbre de la literatura universal: el Decamerón, donde diez amigos huyen de Florencia a una villa campestre y matan el tiempo contándose historias ligeras, picantes y divertidas. El Decamerón nos recuerda qué importante es la evasión cuando el terror de la enfermedad oprime a los hombres, y en El Confidencial no estamos dispuestos a que las noticias sobre el coronavirus sean todo cuanto tenemos que ofrecerles. Les abrimos en esta sección una puerta abierta a otros paisajes. Hemos reclutado a los mejores escritores para que nos brinden historias que nos sirvan como mascarillas del espíritu, para protegernos del virus de la obsesión. Podrán leerlos miércoles, viernes y domingos.

Si lo desean, pueden enviarnos sus historias a decameron2020@elconfidencial.com

Nuestro viandante pulsó el interruptor del ascensor del hotel y pensó en sus Dalias. Las había desenraizado por el invierno y tenía los tubérculos a buen recaudo, boca abajo en la pequeña fresquera de latón. Ya estaban secos, así que había llegado la hora de meterlos en cajas y cubrirlos de arena para su regreso en primavera, pero como no tenía cajas ni arena había decidido ir al mercado de Huanan, del que le habían hablado, para comprarle a algún tendero las cosas necesarias y, de paso, ver los reptiles, las aves, quizá tomarse una de sus famosas sopas. Al salir del ascensor, nuestro viandante se encontró con la señora Miao, que volvía de la calle y luchaba con un montón de bolsas cargadas hasta arriba de sobres rojos, farolillos de papel, carteles auspiciosos y frutos secos. Nuestro viandante se agachó para recoger del suelo el pequeño arbolito de mandarinas (que Miao había dejado mientras ordenaba atolondradamente sus bolsas en los brazos), lo miró largamente, y sonrió al devolvérselo.

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