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Ibán Yarza: "El pan que nos venden en los supermercados es una mierda"
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el historiador y experto publica 'pan de pueblo'

Ibán Yarza: "El pan que nos venden en los supermercados es una mierda"

A medio camino entre la guía y el libro de recetas Grijalbo Ilustrados ha publicado esta obra que pone nombre a los panaderos que todavía mantienen las tradiciones

Foto: El obrador de Mariano Herráez, en Ávila. (Ibán Yarza)
El obrador de Mariano Herráez, en Ávila. (Ibán Yarza)

Hogaza, panete, molete. Pan de rizo, de cruz, de cuatro veras o de cantos. Cateto, macho, garibaldino. Pan de Alfacar, de rescaños, de Cea. Lechugino, bolla, cabezón. Puede tener muchos nombres, pero son pocos los que perdonan que en la mesa falte un pedazo de pan con el que acompañar un buen plato. Una costumbre ancestral que ha sido posible gracias a millones de panaderos y panaderas anónimos que, durante siglos, se han levantado cada noche para hacer pan. Hombres y mujeres que entre harinas y masas ponían y ponen en marcha una especie de coreografía, calculada y perfeccionada con el paso de los años. La rutina diaria que termina poco después del amanecer con el habitual baile de clientes, ansiosos por recoger su ración diaria de levadura, harina, sal y agua.

Para poner nombre y lugar de residencia a todos esos profesionales trabajan para mantener con vida las costumbres en torno al pan, que en muchos casos aprendieron de sus antepasados, Ibán Yarza se lanzó a la carretera. Y durante seis meses, este referente nacional del pan artesano recorrió los lugares de la geografía española en los que los panes tradicionales sobreviven. A pesar de las adversidades y de la dichosa barra de pan. El resultado, 1.150 fotografías, 25.000 kilómetros y muchas horas sin dormir después, es ‘Pan de pueblo’ que ha editado Grijalbo Ilustrados. Un viaje por la memoria de las costumbres panaderas de nuestro país, que recoge la cultura de este alimento a través de todas las provincias españolas.

Foto: Naomi Klein. (EFE)

Yarza, un periodista bilbaíno que cambió los ordenadores por los hornos, empezó a hacer pan “por el placer del proceso”. ‘Pan casero’ fue su primer manual, y cuatro años después de publicarse se encuentra en su decimosexta edición. El último capítulo de esa primera guía, de la que han aprendido profesionales y aficionados al pan, fue el germen de su última obra, que como él mismo aclara “no se trata de una guía de los mejores de España. Si esto fuera gastronomía Ferrán Adriá no estaría aquí”.

"'Pan de pueblo’ es una recapitulación de los panes tradicionales para sacar, y eso es muy importante, quién hace los panes, los panaderos” explica Yarza en una entrevista a El Confidencial. “Añadido al pan, yo creo que como ningún otro alimento, está la vida. Todo ha girado siempre en torno al pan” prosigue el autor con pasión. “Cuando tú hablas con un panadero te encuentras la vida. La historia, la cultura, las penurias, lo bueno, lo malo” enumera antes de explicar que su creación no es ni un libro de viajes, aunque para su confección hayan sido necesarios varios, ni un libro de recetas, aunque cada panadero comparta la suya.

placeholder Pa ronyó en el horno (Ibán Yarza)
Pa ronyó en el horno (Ibán Yarza)

Tradición e historia

En sus viajes por España el autor pudo descubrir las usos y tradiciones de cientos de lugares. Rutinas como las de los vecinos más mayores de Navares de Enmedio (Segovia). Allí cada vez son menos los que saben por qué algunos clientes le piden al panadero que les enseñe el culo de los panetes, en los que claramente se pueden apreciar sus huellas. “Pones a fermentar una masa de pan, pones la tela y otra masa encima, entre otras cosas, para ahorrar espacio. La de arriba aplasta a la de abajo y cuando el panadero las mete al horno, como la de arriba está sobre la tela es fácil cogerla, pero para la de abajo hay que meter la mano. Entonces dejas sus huellas. La gente mayor del pueblo, me decía “la de abajo está más apretadita, la miga es más prieta”, que es lo que gusta en Castilla, el candeal.”

Más allá del valor nutritivo de las panaderías, Yarza también plasma en su libro el papel social de los establecimientos. Lugares tan imprescindibles hace unos años en cualquier pueblo como la iglesia, la consulta del médico o la escuela. “Si tú vas a la panadería te relacionas no solo con el panadero sino con los demás vecinos, hay una cohesión social descomunal que se pierde. Me sorprendió mucho en la Comunidad Valenciana, lo vi bastante”. Allí el autor descubrió que además de los panes, también sobreviven las bolsas del pan, o talegas. “Todas son distintas y el panadero conoce: esta es de Paquita, esta es de Mariano, Mariano tiene hipertensión, el pan es sin sal, y un “pitufo” para su nieto. Eso hace barrio, hace cultura, como quieras llamarlo”. En Extremadura, la nostalgia tuvo un carácter más político y un panadero compartió con él las noches en las que la gente del pueblo iba a la panadería a “escuchar las emisiones ilegales de Radio Pirenaica, de los comunistas, desde París. Ahí estás hablando de algo que es mucho más que una panadería, de un vinculante social” recalca el autor.

placeholder Julia Barberena y Yurena Pérez, panaderas en Bizkaia. (Ibán Yarza)
Julia Barberena y Yurena Pérez, panaderas en Bizkaia. (Ibán Yarza)

En este viaje por la memoria histórica y social del pan también aparecen aquellos que no intervienen en la fabricación del alimento pero son esenciales para el mismo. Como las harineras, “que han sufrido una concentración descomunal y cada vez quedan menos pequeñas empresas de este tipo” o el negocio de los Pacheco. En Alcantarilla (Murcia), dentro de lo que fue un convento Carmelita, se fabrican las palas para hornos “El Gamo” que “están en todos los pueblos” según ha comprobado Yarza. Una especialización que alcanza todos los rincones del país. “Cuando le contaba al panadero de turno que había estado con Pacheco me hablaba de lo caras que son las palas, 130 euros, más luego la pértiga. Y yo les decía “te juro que no es caro, no está pagado”. Hacen las palas con madera remachada que han dejado envejecer dos años” explica.

En lo personal, Yarza, además de reconocer que ha engordado “una barbaridad”, también ha descubierto que el agasajo nacional cuando se acaba la hornada es el cerdo, con una liturgia en la que comparten la matanza casera. “Te están dando lo mejor” reconoce el autor, al que le resulta imposible elegir una variedad de pan con la que quedarse. Sin embargo, merecen un lugar especial en su memoria “la torta de pimiento molido de Murcia, los panes de maíz y los de trigo duro que disfruté en Málaga o en Cádiz”.

placeholder Elaboración de una cañada en Zaragoza. (Ibán Yarza)
Elaboración de una cañada en Zaragoza. (Ibán Yarza)

El pan de España

“Si extendiésemos una masa de cereal por España, el trigo ocuparía todo el país” responde Yarza cuando se le pregunta por el cereal que define nuestro país. Pero como todo lo que tiene que ver con el territorio español, la mancha no es uniforme. “La costa norte tiene una mancha amarilla de maíz, en el noroeste está la mancha del centeno, en el sur y el levante está la mancha del trigo duro”, aclara. En el caso de la variedad panadera, la uniformidad es mayor y “desde Álava hasta Cádiz” el pan que triunfa en España es el candeal, “una masa dura que se presta a formas muy caprichosas”.

Es innegable que la llegada de la barra y la aparición de las masas congeladas han contribuido a que la cultura del pan desaparezca, especialmente en las grandes ciudades. “El pan no por ser congelado es malo. Pero el 99% del pan congelado es una mierda. No por ser congelado. Era una mierda antes de congelarlo. Mucho del pan que se vende en los supermercados es una mierda”, opina Yarza acerca de la eterna duda entorno a la calidad de este tipo de proceso. Sobre aquellos que compran el pan en el chino, el autor cree que “no hay que criminalizarlos, pero es como todo, si no valoras lo que tienes desaparecerá”.

"El pan no por ser congelado es malo. Pero el 99% del pan congelado es una mierda. No por ser congelado. Era una mierda antes de congelarlo"

En la actualidad vivimos el momento de la Historia en el que se consume menos pan. “La media nacional son 130 gramos al día, hace 50 años era de 300 y hace un siglo comíamos medio kilo de pan diario”, detalla antes de explicar que “la barra triunfó porque es un pan acorde a una vida más ciudadana. Pero también se prestó al deterioro de la calidad”. Para Yarza esto estuvo determinado por el cambio de aspecto, y la esponjosidad, que la barra introdujo en las cocinas españolas, acostumbradas a los panes oscuros de la posguerra.

placeholder Panes del Bierzo (León). (Ibán Yarza)
Panes del Bierzo (León). (Ibán Yarza)

Confianza, más que reconocimiento

Con ‘Pan de pueblo’ el autor trata de reivindicar todas esas variedades que “un complejo de inferioridad” y la dichosa barra, han dejado de lado. El escritor bilbaíno se pregunta en su libro por qué, con la gran variedad de cocas de las que disfruta la panadería española, “hay pizzerías por todos lados pero no hay 'coquerías'”. La bollería le plantea un interrogante similar. “Un cruasán está muy bien, pero es que la bollería manchega es una desconocida. Hacen unas infusiones con anís, matalauva y canela. En época de cosecha se hacen bollos con mosto, teñidos de violeta”, explica con pasión. “Y eso lo hacen en Albacete y no se conoce”.

placeholder Gabriel Vicente, panadero en Fuentes de Oñoro (Salamanca). (Imagen: Ibán Yarza)
Gabriel Vicente, panadero en Fuentes de Oñoro (Salamanca). (Imagen: Ibán Yarza)

La ausencia de una “cultura panadera” que se preocupe por las tradiciones se adivina como la culpable de que las costumbres que han pervivido durante siglos terminen perdiéndose. “No valoras al productor, no valoras el producto, es un ciclo que se retroalimenta”, explica el autor, para el que la estandarización panadera española contrasta con la diferenciación que han logrado otros dos protagonistas imprescindibles en la dieta mediterránea española: el vino y el aceite. Para Yarza, los panaderos “no han sabido dar a entender su esfuerzo, aunque de eso saben mucho. En el momento en el que aprecias y valoras al productor, conoces, aprecias y das valor al producto. ¿Qué estás dispuesto a hacer? Entre otras cosas, pagar más”.

Según el autor, el respeto que imponen los panes franceses son la prueba de que las denominaciones de origen tampoco son la solución a la hora de proteger la tradición panadera. “El pan tiene 4 denominaciones de origen en España", explica antes de detallar que “en Cea (Ourense) el pliego de condiciones es muy bueno. Te lees la última que es la del Payés catalán y te da vergüenza, no hay ningún tipo de control”. E insiste en señalar que “en lo que se refiere al pan, se trata de una confianza total en el productor, más que un reconocimiento formal”, antes de admitir que espera que ‘Pan de pueblo’ lleve a las instituciones locales o autonómicas a editar sus propios libros sobre las costumbres panaderas de la zona porque “es una parte del patrimonio cultural inmaterial y es muy triste que se pierda”. En presente de subjuntivo, porque ya se está perdiendo.

placeholder Pan medio fermentado en Cáceres. (Ibán Yarza)
Pan medio fermentado en Cáceres. (Ibán Yarza)

Pan que se acabó para siempre

Después de verdaderas misiones imposibles, como llegar de Ibiza a La Gomera tras coger tres aviones, Yarza admite que “no he aprendido del pan, he aprendido de la gente”. Además del dialecto local y la jerga de cientos de profesionales que “transportan un saber muy importante”. “Me hubiera gustado tener 3 años para documentar el libro. Pero había una urgencia física, sabía que en ese tiempo iba a haber menos panaderías de las que hay hoy”, explica antes de reconocer con cierta amargura que quizá ‘Pan de Pueblo’ llega un poco tarde para algunos establecimientos tradicionales.

placeholder Ibán Yarza, autor de 'Pan de Pueblo'. (Imagen: Alex Rous)
Ibán Yarza, autor de 'Pan de Pueblo'. (Imagen: Alex Rous)

“Una de sus inspiraciones es 'La tradición del pan artesanal en España' que publicó José María Capell hace 23 años. Yo he ido a panaderías que salen en ese libro que ya está cerradas”, comenta Yarza mientras coge un ejemplar de su libro y señalándolo añade que “a día de hoy hay panaderías que salen aquí que han cerrado. En los tres meses que ha tardado en imprimirse. Y ese pan se acabó para siempre”.

Como la rosca de candeal que Manuel Hita hacía en la localidad toledana de Esquivias. “Cuando llamé a su yerno para decirle el día que les visitaría me dijo que no podía ser porque cerraban cuatro días antes. Les pregunté que si se iban de vacaciones y me dijo que no, que era para siempre porque su suegro estaba mayor y se jubilaba”. Hita aparece en ‘Pan de pueblo’ con la última hogaza de la última hornada de su vida, que Yarza le pidió que guardase hasta su visita.

Hogaza, panete, molete. Pan de rizo, de cruz, de cuatro veras o de cantos. Cateto, macho, garibaldino. Pan de Alfacar, de rescaños, de Cea. Lechugino, bolla, cabezón. Puede tener muchos nombres, pero son pocos los que perdonan que en la mesa falte un pedazo de pan con el que acompañar un buen plato. Una costumbre ancestral que ha sido posible gracias a millones de panaderos y panaderas anónimos que, durante siglos, se han levantado cada noche para hacer pan. Hombres y mujeres que entre harinas y masas ponían y ponen en marcha una especie de coreografía, calculada y perfeccionada con el paso de los años. La rutina diaria que termina poco después del amanecer con el habitual baile de clientes, ansiosos por recoger su ración diaria de levadura, harina, sal y agua.

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