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Voy muy pedo y he escrito la gran novela americana
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Por qué beben los escritores

Voy muy pedo y he escrito la gran novela americana

'El viaje a Echo Spring' examina la relación entre creatividad y alcohol en seis grandes escritores bebedores: Fitzgerald, Hemingway, Williams, Beeyman, Cheever y Carver

Foto: Hemingway.
Hemingway.

30 de agosto de 1973. Un avejentado John Cheever llama a la puerta de la habitación 240 del hotel Iowa House, justo debajo de la suya, y se presenta. "Disculpa. Soy John Cheever. ¿Podrías prestarme un poco de whisky?". El joven Raymond Carver, encantado de conocer a uno de sus héroes literarios, y de compartir con él afición, le tiende tembloroso una botella de Smirnoff. Los dos intiman rápido, comienzan a tirarse los días juntos en el bar Mill largando de literatura y mujeres y, dos veces por semana, se acercan con el Ford Falcon de Carver a aprovisionarse de whisky en la tienda de licores. Después se lo beben en la habitación de Cheever y, entre botella y botella, acuden a la Universidad de Iowa a impartir sus clases en el mítico máster de Literatura Creativa. "No hacíamos más que beber", contó Carver más tarde en 'The Paris Review'. "Quiero decir, cumplíamos con la obligación de dar nuestras clases, por así decirlo, pero estábamos allí todo el tiempo. No creo que ninguno de los dos llegáramos a quitar la funda a nuestras máquinas de escribir".

John Cheever y Raymond Carver no fueron la excepción sino la norma. El alcohol destruyó también las vidas de Ernest Hemingway, William Faulkner, Tennessee Williams, Patricia Highsmith, Truman Capote, Dylan Thomas, Marguerite Duras, John Berryman, Jack London, Raymond Chandler... Cuatro de los seis escritores estadounidenses que han ganado el Nobel de Literatura eran alcohólicos. "Por eso quería estudiar a los escritores que bebían, aunque Dios sabe que no hay ninguna sección de nuestra sociedad que sea inmune a la tentación del alcohol. Después de todo, los escritores son, por su propia naturaleza, quienes describen mejor que nadie la aflicción".

La escritora y crítica literaria Olivia Laing (Brighton, 1977) examina en las páginas de 'El viaje a Echo Spring. Por qué beben los escritores' (Ático de los Libros, 2016) las biografías de seis de los más grandes escritores -y borrachos- del pasado siglo. Se trata de una investigación en movimiento, desde Nueva York a Port Angeles, en Washington, última residencia de Raymond Carver, con el propósito de reunir las ciudades y los paisajes en los que se descorcharon las botellas y se emborronaron los folios. Un recorrido inquieto, duro, hermoso por los caminos no tan obvios que van de la creatividad a la adicción y que tantas veces acaban en el precipicio.

Las dos botellas abiertas de Tennessee Williams

Encontraron el cadáver de Tennessee Williams rodeado de papeles, pastillas y con dos botellas de vino abiertas sobre su mesilla en una suite del Elysée, un pequeño hotel a tiro de piedra de Broadway, en Nueva York. El informe del forense determinó que se había atragantado con el tapón de plástico de una botella de colirio que solía colocarse bajo la lengua cuando se aplicaba el líquido en los ojos. Esta autopsia fue rectificada más tarde: el cuerpo de Tennessee guardaba restos del barbitúrico fenobarbital y sus amigos sospechaban que la historia del tapón era en realidad una tapadera para ocultar el colofón final a una vida desnortada por el alcohol y las drogas.

Williams fue un escritor infatigable. El autor de 'La gata sobre el tejado de zinc' y 'Un tranvía llamado deseo' se sentó cada mañana, durante décadas, a escribir a solas y a cuestas con su apocalíptica resaca y su mala salud de hierro. En un viaje a París anduvo por los bulevares a punto de volverse loco, asustado, como daría fe más tarde, de la velocidad de su pensamiento. El póquer, el alcohol y la escritura se disputarían el resto de su vida. La bebida era el perfecto antídoto contra una timidez congénita, pero, con el tiempo, empezó a afectar a su trabajo, aunque nunca dejó de escribir sus claustrofóbicas piezas teatrales en donde irrumpen los fantasmas obsesivos de su madre y su hermana. "No fui a la luna", asegura Tom, un trasunto del propio Williams en 'El zoo de cristal', "fui mucho más allá, pues el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares".

Fraude y honestidad de John Cheever

Mary Cheever se dio cuenta por primera vez de que su marido no era del todo heterosexual mientras veía con él en Broadway 'Un tranvía llamado deseo', según afirma Blake Bailey en su biografía del escritor. Cheever gastaba, según Olivia Laing, "una mezcla indefensa de fraude y honestidad". Aunque fingía proceder de orígenes patricios, su educación en Quincey, Massachusetts, fue económica y emocionalmente insegura. Finalmente consiguió todos los oropeles de un rico y acomodado ciudadano blanco, anglosajón y protestante, pero nunco pudo deshacerse del todo de cierta sensación de vergüenza y repulsión hacia sí mismo.

Aquel magnífico contador de historias pagó su primera borrachera con el cheque que le mandó 'The New Republic' cuando le compró, con solo 16 años, el primer relato que les envió. Poseedor de una escritura mucho más extraña y subversiva de lo que su habitual adscripción al realismo permite pensar, Cheever no dejó de beber desde el final de su adolescencia. En las noches del Village podía engullir la increíble cifra de una docena de Manhattans o un litro de whisky. Bebía en casa y en los apartamentos de sus amigos, en fincas y hoteles, o en el Menemsha Bar de la calle 57, donde se refugiaba después de recoger a su hija de la escuela. A los 61 años, al autor de 'Bullet Park' le asaltó un delirium tremens tan violento después de tres días de hospitalización por sus eternos problemas cardíacos que tuvieron que inmovilizarle con una camisa de fuerza. Muió de cáncer, en 1982, después de siete años de abstinencia.

El insomnio infernal de Hemingway y Fitzgerald

El alcohol causa perturbaciones permanentes en el llamado "circuito del sueño". Primero es sedante, pero poco a poco el alcohólico ve socavados sus patrones de sueño, jibarizadas sus reconstituyentes fases REM, abocado a un dormir entrecortado y ligero que nunca le descansa. Tanto F. Scott Fitzgerald como Ernest Hemingway sufrían de insomnio. Se conocieron en mayo de 1925 en el Dingo American Bar en la Rue Delambre de París, cuando Fitzgerald contaba 28 años y Hemingway 25. El primero era ya uno de los escritores de relatos cortos mejor pagados de Estados Unidos y acababa de publicar la inolvidable 'El gran Gatsby'. El segundo vivía, según escribió más tarde, uno de los periodos más felices de su vida, casado con Hadley Richardson, su primera mujer, y con un hijo, el pequeño Bumby.

Ambos se gustaron de inmediato, se ayudaron profesionalmente y bebieron mucho juntos. El alcohol transformaba poco a poco su sueño en "un infierno" que al principio incluso parecía embelesarlos: "Puesto que creamos nuestro propio infierno, sin duda debería gustarnos", le escribe Hemingway a Fitzgerald. Los años pasaban en vela, novelas y copas se sucedían, y los viajes por todo el mundo, y las crisis de Zelda, y el autoengaño: "He bebido demasiado y esto sin duda me está retrasando", se excusaba Fitzgerald en 1934 ante su editor, "Por otro lado, sin bebida no sé si podría haber sobrevivido esta vez". El insomnio y el alcohol acabaron por desgastarlos. Fitzgerald murió de un ataque al corazón en 1940. Hemingway se pegó un tiro en Ketchum, Idaho, en 1961.

La necesidad de Berryman y Carver

"Durante su vida, el poeta John Berryman fue un profesor apasionado y un buen investigador, un marido, un padre, un mujeriego y un alcohólico". Su escritura, señala Olivia Laing, arrancó hermética y tensa, pero la bebida la fue abriendo hasta que floreció en las 'Canciones del sueño', que ganaron el premio Pulitzer. Después de que el suicido de su padre desarbolara su infancia, Berryman comenzó a beber compulsivamente, hasta quedarse medio muerto. Se suicidó, como su padre, el 7 de enero de 1972. El concentrado de su vida ocupa cuatro versos de una de sus canciones:

El hambre era un paseo diario para él,

vino, puros, licor, necesidad necesidad necesidad

hasta que se rompió en pedazos.

Los pedazos se sentaron a escribir.

Con Raymond Carver finaliza 'El viaje a Echo Spring'. A diferencia de su amigo John Cheever, nunca pretendió ocultar sus orígenes humildes. Dejó embarazada a su novia Maryaan a los 16 años y, cuando se fueron a vivir juntos con la pequeña Christine, apenas podían pagarse la comida o calentar sus dos míseras habitaciones. Carver escribió mucho los primeros años, tres volúmenes de poemas y unos 40 relatos, entre ellos 'Quieres hacer el favor de callarte, por favor' o 'Tanta agua tan cerca de casa', pero poco a poco el alcohol fue devorándole, cubriéndole de deudas, transformándole en un tipo violento y paranoico que, en el punto más bajo de su alcoholismo, ya apenas podía escribir. Se desintoxicaba, volvía a beber, regresaba de nuevo a la clínica.

Mientras tanto, su editor Gordon Lish amputaba brutalmente sus relatos, dando así forma al Carver de leyenda que hoy leemos acongojados.

30 de agosto de 1973. Un avejentado John Cheever llama a la puerta de la habitación 240 del hotel Iowa House, justo debajo de la suya, y se presenta. "Disculpa. Soy John Cheever. ¿Podrías prestarme un poco de whisky?". El joven Raymond Carver, encantado de conocer a uno de sus héroes literarios, y de compartir con él afición, le tiende tembloroso una botella de Smirnoff. Los dos intiman rápido, comienzan a tirarse los días juntos en el bar Mill largando de literatura y mujeres y, dos veces por semana, se acercan con el Ford Falcon de Carver a aprovisionarse de whisky en la tienda de licores. Después se lo beben en la habitación de Cheever y, entre botella y botella, acuden a la Universidad de Iowa a impartir sus clases en el mítico máster de Literatura Creativa. "No hacíamos más que beber", contó Carver más tarde en 'The Paris Review'. "Quiero decir, cumplíamos con la obligación de dar nuestras clases, por así decirlo, pero estábamos allí todo el tiempo. No creo que ninguno de los dos llegáramos a quitar la funda a nuestras máquinas de escribir".

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