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El libro más triste del mundo
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El libro más triste del mundo

Roland Barthes, uno de los pensadores más resbaladizos de la fecunda segunda mitad del siglo XX francés, vivió la que posiblemente fue la experiencia más terrible de

Roland Barthes, uno de los pensadores más resbaladizos de la fecunda segunda mitad del siglo XX francés, vivió la que posiblemente fue la experiencia más terrible de su vida con la muerte de su madre cuando él contaba con 62 años. El semiólogo, que nunca se separó del hogar materno -el padre Louis Barthes había fallecido en la guerra dejando una viuda de 23 años- se encargó cuidar de su querida Henriette casi hasta la extenuación mientras duró su agonía ("Durante meses, fui su madre", p. 66). Tras su muerte cayó rendido ante la inevitabilidad del acontecimiento y lo plasmó como siempre había hecho: escribiendo.

Sólo pasó un día hasta que comenzó a redactar pequeñas notas en cuartillas 'normalizadas' en las que a veces con una intensidad lírica parecida a la de un haiku, otras a modo de diagrama de ideas, plasmaba los incontrolables sentimientos que le provocaba la ausencia de la que posiblemente fue la persona más importante de su vida. Paidós lo acaba de publicar dentro de su biblioteca dedicada al autor. Nadie como el propio Barthes lo podría definir mejor: "Un sujeto devastado que es presa de la presencia de espíritu" (p. 40)

En la mente del hijo siempre está presente la reflexión sobre lo que ocurrirá con la muerte de la madre. Barthes constata que todos estos pensamientos no son, sin embargo, más que proyecciones ideales que tienen poco que ver con la situación real. Cuando ésta se presenta lo hace para cambiar las cosas y que no vuelvan a ser igual nunca jamás, aunque "ese 'nunca jamás' no es eterno ya que tú mismo moriás un día" (p. 21). Barthes se aferra al análisis del lenguaje, que siempre ha sido su herramienta, para tratar de organizar su incomprensión, pero deja en quien ahora lo lee una terrible sensación de inquietud ("En la frase 'Ella ya no sufre', ¿a qué, a quién remite 'ella'? ¿Qué quiere decir ese presente?", p. 25).

Barthes se enfrenta a su dolor y -no sin horror- también a la idea de que el tiempo no lo mitigará.

Como en otros, en el caso de Barthes el duelo tiene mucho que ver con el secreto y arrastra también por tanto algo de sagrado. Más allá de los rituales, el intelectual se siente empujado fuera de un tiempo -el de los seres humanos- que sigue corriendo a su alrededor; percibe una vez más la decadencia de los ambientes sociales y acusa en los otros una "sensación deprimente de estereotipo social y de temporada" (p. 139). Con el paso de los meses tras la desaparición va descubriendo, en cualquier caso, aspectos más liberadores: si antes de la muerte la pérdida se había convertido en auténtica obsesión ante la inminente llegada del acontecimiento, una vez que éste deviene se acaba obteniendo una especie de recompensa, la liberación de esa neurosis, "como si se hubiese llevado de mí la mala parte" (p. 140).

Es necesario superar cierto complejo obsceno a la hora de enfrentarse a estas anotaciones, sobre todo en los momentos en los que su autor muestra el signo más expresivo del duelo, las irrefrenables lágrimas ("Horrible jornada. Cada vez más desgraciado. Lloro". p. 55). Barthes se ve enfrentado a su dolor y -no sin horror- también a la idea de que el tiempo no lo mitigará. Lo único que para él parece pasar es la emotividad del duelo, quedando como solitaria cicatriz la acidia, la pereza y una aflicción que acaba convertida casi en virtud, en "bien esencial íntimo". Sólo eventualmente comprende que tiene miedo de una catástrofe que ya tuvo lugar y ante la que nada se puede hacer. El único problema, podríamos decir, es que a pesar de todo y como reza la última anotación, fechada el 15 de septiembre de 1979 (sólo unos meses antes del accidente que le costaría la vida, de lo que hará 30 años el próximo marzo), "hay mañanas tan tristes...".

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En torno al 'barthesianismo'

Como si de un homenaje a este autor profusamente editado por Paidós se tratara, la publicación de Diario de duelo coincide con la de Por qué me gusta Barthes, de Alain Robbe-Grillet. El librito, 'una joya' para la editorial (por su bello continente y el efervescente contenido, cabría añadir), recoge los testimonios recopilados por Olivier Corpet sobre la intensa amistad intelectual que se forjó entre el autor de Lo obvio y lo obtuso y uno de los padres de la Noveau Roman, a quien debemos el adjetivo de 'resbaladizo' utilizado para calificar a Barthes al comienzo de este texto. 

 Diario de duelo. Ediciones Paidós. 272 páginas. 25€

Roland Barthes, uno de los pensadores más resbaladizos de la fecunda segunda mitad del siglo XX francés, vivió la que posiblemente fue la experiencia más terrible de su vida con la muerte de su madre cuando él contaba con 62 años. El semiólogo, que nunca se separó del hogar materno -el padre Louis Barthes había fallecido en la guerra dejando una viuda de 23 años- se encargó cuidar de su querida Henriette casi hasta la extenuación mientras duró su agonía ("Durante meses, fui su madre", p. 66). Tras su muerte cayó rendido ante la inevitabilidad del acontecimiento y lo plasmó como siempre había hecho: escribiendo.

Sólo pasó un día hasta que comenzó a redactar pequeñas notas en cuartillas 'normalizadas' en las que a veces con una intensidad lírica parecida a la de un haiku, otras a modo de diagrama de ideas, plasmaba los incontrolables sentimientos que le provocaba la ausencia de la que posiblemente fue la persona más importante de su vida. Paidós lo acaba de publicar dentro de su biblioteca dedicada al autor. Nadie como el propio Barthes lo podría definir mejor: "Un sujeto devastado que es presa de la presencia de espíritu" (p. 40)