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Ángeles y demonios a la conquista del mundo
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Ángeles y demonios a la conquista del mundo

Más vale tarde que nunca significa conceder a un vasto tratado el tiempo que merece, la atención al frondoso detallismo, hasta poder afirmar que se ha

Más vale tarde que nunca significa conceder a un vasto tratado el tiempo que merece, la atención al frondoso detallismo, hasta poder afirmar que se ha dominado la enfermedad con éxito y aprovechado el manjar libresco. Al libropésico le interesa todo texto impreso, pero no por ello deja de inclinarse hacia ciertas temáticas, quizá teñidas por la vieja pátina de la leyenda. Una historia legendaria que brota de fantásticas pinturas de lanzas y asedios, o de fascinantes relatos de Contreras, Estebanillos o Alatristes, o de mancos con mano firme para escribir el alma humana después de haber conocido altas ocasiones y celdas de moros y de cristianos.

 

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Ante la estampa reseca y desangelada del otoño castellano cabe preguntarse, como hiciera Elliott, cómo fue posible que un país pequeño y pobre, situado en el confín del mundo, pudiera sostener uno de los mayores “imperios” que el mundo ha conocido y ser la nación hegemónica en Europa durante un siglo, más que ninguna otra después -o antes, sin contar con el Imperio Romano-. Muchos creen que fue gracias a sus soldados, bajitos, renegridos, horteras y pendencieros, pero también orgullosos, leales, valientes y firmes, la infantería más prestigiosa y temida. Dejando de lado que, evidentemente, no sostuvieron ellos solos aquel aparente milagro imperial, queda por resolver la misma cuestión, cómo una tierra pobre y falta de gente pudo armarse hasta el punto de contener las agresiones de franceses, turcos, berberiscos, ingleses y holandeses. La respuesta ya la sabemos: desgastándose hasta la extenuación, que llegó en la segunda mitad del siglo XVII. En este prolijo y amplio volumen, de más de mil páginas, se describe exhaustivamente este aparato defensivo sin que, a la luz de los abundantes datos que aporta, puedan descartarse favores divinos como causa última del nacimiento y duración del llamado Imperio español.

El ejército de los Austrias españoles era un conglomerado confuso y multiforme, enfocado más a la defensa que al ataque, cuya organización supuso un reto descomunal para su época. Sostenido siempre de forma agónica, en última instancia su pervivencia se debió los hombres que lo componían. “Al soldado español se le han imputado grandes defectos -en lo que estaría en la línea de los demás coetáneos- y muchas virtudes -en lo que, tal vez, tenga alguna ventaja sobre los demás-, y unos y otras se le achacan con humor, con odio, con rabia, con afecto, con envidia... Por eso, unas veces puede parecer un personaje odioso y diabólico, próximo al infierno, y otras, heroico o abnegado, muy cercano al cielo. En definitiva, una imagen que sólo es capaz de ofrecer el ser humano... Y aquellos soldados fueron profundamente humanos, como humanos fueron los ejércitos en los que combatieron.” (p. 1015). Una preocupación por el soldado, en cuanto ser vivo y carnal, que ya expresó el autor en su regular novela El castellano de Flandes, didáctico relato de la vida de Sancho Dávila, paradigma del soldado de los tercios.

Mas la hueste que se desangraba en la interminable guerra de los Ochenta Años, siendo la más conocida y afamada, no era la única bajo la bandera del Rey. El ejército del Rey se desplegó por todo el mundo, incluyendo por descontado España. De hecho, uno de los aspectos más valiosos de esta monografía es que repara el desconocimiento del “ejército interior”, las fuerzas y milicias peninsulares, aunque intencionadamente deja de lado a las fuerzas de ultramar y a la Marina, partes ambas del edificio militar de la Monarquía poco o mal conocidas.  A lo largo de toda la obra, y sea cual sea el ámbito que se describe -los presidios africanos, la estepa castellana, la costa cantábrica o el mismo Flandes- se repiten los mismos males endémicos que la administración de la Monarquía nunca supo corregir, aunque insistió en intentarlo. El fondo del precario éxito de este aparato bélico a lo largo de dos siglos, así como de su postrero fracaso, es la debilidad de la Hacienda Real para acometer el gasto que le supone el despliegue militar. Esta Hacienda, por descontado, incide sobre el pueblo, que es quien debe correr con los gastos entregando su esfuerzo para la defensa de tierras que jamás verá, por beneficios que jamás disfrutará. Así vemos el desgaste permanente de Castilla, cuyo fisco equilibra otros más deficitarios, pues en realidad la mayoría de las Haciendas de la Monarquía lo eran. Desgaste al que se debe añadir el aporte de capital humano, principal alimento de los ejércitos. Una pescadilla que se muerde la cola, porque cuantos más hombres se sacan de un territorio, menos riqueza puede éste producir, lo que incide negativamente en las posibilidades demográficas del lugar.

Otro de los elementos constantes es el fraude y la corrupción, que las autoridades tratan de limitar aumentando los filtros y recorridos, con lo que, además de no conseguirse nada, se ralentiza todo el proceso burocrático. También habría que pensar si no es corrupción y fraude, y aún peor, que el rey retuviera los sueldos de sus soldados, que a veces pasaban años sin recibir paga alguna. Hecho éste que tenía terribles y fácilmente imaginables consecuencias, al existir hordas de hombres desharrapados y hambrientos, pero armados, protegidos por un fuero propio, entremezclados con una población que tenía el deber de acogerles en sus propias casas. Los motines del Ejército de Flandes, con el saco de Amberes a la cabeza, son el ejemplo más tristemente célebre, pero no el único, del resultado de esta mala administración española.

Unos temas repetidos que sugieren que el volumen podría haberse adelgazado algo, idea que se afirma con la repetición casi literal de algunos pasajes, y aún de algunas citas de considerable longitud, en diversas partes del libro. No obstante, el lector puede encontrar aquí prácticamente todo  lo referido a los ejércitos españoles de la época moderna, y si algo está meramente apuntado se señala en cambio la bibliografía adecuada para desplegar su curiosidad. Su estructura, amplia y exhaustiva, funciona muy bien para el propósito pretendido, con un avance bien organizado. No se trata de una obra reivindicativa, aunque encontramos algunas puntuales (p. 29 y ss.); no pretende el autor alabar ni recriminar nada, tan sólo describir, con los datos que se conocen, el estado del aparato defensivo hispánico, que abarcaba todo el mundo y que, pese a los constantes ataques a lo largo de dos siglos y de la tan cacareada decadencia, se mantuvo en pie de forma casi milagrosa dejando como herencia para la nueva dinastía borbónica un vastísimo imperio que aún habría tiempo de aumentar.

 Los soldados del rey. Enrique Ruiz Martínez. Ed. Actas. 1047 págs. 45 €. (Comprar libro).

Más vale tarde que nunca significa conceder a un vasto tratado el tiempo que merece, la atención al frondoso detallismo, hasta poder afirmar que se ha dominado la enfermedad con éxito y aprovechado el manjar libresco. Al libropésico le interesa todo texto impreso, pero no por ello deja de inclinarse hacia ciertas temáticas, quizá teñidas por la vieja pátina de la leyenda. Una historia legendaria que brota de fantásticas pinturas de lanzas y asedios, o de fascinantes relatos de Contreras, Estebanillos o Alatristes, o de mancos con mano firme para escribir el alma humana después de haber conocido altas ocasiones y celdas de moros y de cristianos.