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Demasiado sentido y común
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Demasiado sentido y común

Con los zapatos del revés. La rebelión del sentido común. Emilio Mariat. Es este un libro extraño y paradójico, cuyo paso por la imprenta desmiente parte de

Con los zapatos del revés. La rebelión del sentido común. Emilio Mariat.

 

Es este un libro extraño y paradójico, cuyo paso por la imprenta desmiente parte de su contenido. Un contenido que es la voz misma de una parte, cada vez mayor, de ciudadanos. Una manifestación del descontento, de la desconfianza creciente ante la falta de respuestas eficaces, o el desacuerdo con las propuestas, en un mundo sujeto a permanente cambio, ante retos a veces nuevos, a veces de dimensiones sin precedentes. Es extraño por muchas cosas, también porque su título ocupa menos espacio en la cubierta que la frase: “¿es usted un fanático?”. Un fanático es, para Emilio Mariat, el convencido por el discurso progresista -el autor considera igualmente progresistas a PP y a PSOE-, aquel que cree a pies juntillas que vivimos en “el menos malo de los sistemas posibles”. Este sería el discurso único, el emblema de una tiranía vaporosa, inasible, pero contundente, que nos es disparada a quemarropa desde los medios de masas.

Es cierto que la libertad de expresión en la democracia contemporánea es relativa, si bien es mayor que en cualquier otro sistema conocido; y no es menos cierto que los agentes del sistema ofrecen imágenes y discursos engañosos, como denuncia Marat, si bien la vida en sociedad siempre ha dependido de las imágenes que se proyectan -ahí están los grandes escenarios de poder: el Coliseo romano, Versalles, el National Mall; ahí estamos nosotros, sacando la vajilla buena para generar buena impresión-. Muchas de las quejas de Marat son comprensibles, exigen solución, pero el tratamiento de los conflictos es superficial, en función de generalizaciones vagas y conforme a una argumentación casi inexistente. Si ya en la cubierta, denosta a quien intenta convencer tildándole de fanático, la consistencia del discurso se encuentra en grave peligro.

El desarrollo tampoco va a contribuir, ni a afianzar su evaluación del estado de cosas, ni a persuadir de la solución propuesta, el retorno al sentido común clásico como forma de enfrentarse a la crisis de valores actual -los valores están siempre en crisis, en mayor o menor medida-. Es un discurso emocional, frágilmente argumentado a través de “ejemplos” insistiendo en la “tozudez de los hechos”, como si los hechos fueran inocentes, o como si se pudiera inferir una ley de un número limitado de casos. El autor utiliza la definición de sentido común como “facultad sencilla para distinguir lo verdadero de lo falso o el bien del mal”. La definición funciona, pero las variables cambian. El sentido común es una facultad social, producto de unas determinadas condiciones sociales e históricas, y pretender imponer una de sus formas pasadas en un mundo ya bien distinto sólo puede llevar al desastre. Recordemos la España del XVII, empeñada en mantener valores y conductas de la centuria anterior, cómo se tensionó hasta resquebrajarse y hundirse de modo formidable, traumático.

Cada época genera sus estructuras adaptativas propias, en función de los ritmos y problemas que la sujetan. Y si el sentido común presente es diferente en mayor medida de lo que lo fueron, entre sí, el romano y el medieval, no se debe al “progresismo”, dado que éste es, de nuevo, una respuesta -una de las posibles-. Pero no sólo es discutible la solución propuesta, también el análisis del problema. Tomando el todo por la parte define al sistema por sus fallos; en cuanto creación humana tiene, por supuesto, fallos. Mas todo sistema está ahí para responder a una serie de necesidades, y pervivirá mientras no se proponga otro más eficiente. Pero ese no va a ser un sistema previo, ya desechado, ni sus herramientas correspondientes. Estamos inmersos en sistemas sociales muy complejos, y no basta con reinstalar el Windows XP cuando Vista resulta un incordio.

 

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La rebelión del sentido común. Ed. Actas. 123 págs. 14 €. Comprar libro.

 

Pequeña gran literatura. Cazadores de letras. Ana María Shua.

Aún hoy, la mayoría de quienes toman en sus manos un libro de minicuentos se hacen la misma pregunta: ¿y esto qué es? Sobre este género tan contemporáneo se ha escrito más que en él. Se han formulado teorías de todo tipo, convocado congresos y reuniones, pronunciado disquisiciones bizantinas sobre algo que no importa demasiado. Dejando a estos sexadores de pollos al margen, los demás estamos para disfrutar de la lectura, sea cual sea su impronta. Por decir algo, los minicuentos son comparables a los platos de la nueva cocina. Ya saben, esas raciones minúsculas perdidas en la inmensidad del plato, pero plenas de sabores delicados, insinuantes, compactos. Que a más de uno le parecen una tomadura de pelo. Algo parecido le ocurre al microrrelato. Aunque si no tienen prejuicios, o si quieren ponerlos a prueba, en este grueso volumen podrán encontrar una magnífica aproximación. En él se recogen los cuatro libros de Ana María Shua inscritos en el ratonil género, más un quinto inédito. La escritora porteña es una consumada maestra del género; diría que es “la” maestra, pero no me atrevo.

A veces los microcuentos resultan ser impresiones, ocurrencias, estampas o chistes. También aquí hay algo de eso, pese al indudable magisterio de Shua. Nadie está libre de pecado, porque este género es siempre engañoso, siempre juguetón y traidor. La línea que separa al microcuento de otros textos de similar brevedad es tan difusa que no merece tan perfecta denominación euclídea. En palabras de la autora, los microcuentos: “no tienen entidad suficiente para caer dentro de las redes de la lógica, los atraviesan las balas de la razón. Breves, esenciales, despojados de su carne, vienen aquí a mostrarse, vienen para agitar ante los observadores sus húmedos sudarios”. Y continúa: “el experto observador de fantasmas sabe que debe optar por una mirada indiferente, nunca directa, aceptar esa percepción imprecisa, de costado, sin tratar de apropiarse de un significado evanescente que se deshace entre los dedos: textos translúcidos, medusas del sentido”. Porque el microcuento hay que aprender a leerlo. No hay tiempo -o espacio, pero ya sabemos que es lo mismo- de conectar al modo tradicional, ni tenemos la mano tendida del personaje que nos ayude. Es una forma de leer más parecida a la de la poesía, pero el ritmo es bien distinto, es narrativo.

No es el único carácter que comparten con la poesía. Algunos bizantinos sostienen que estas son las dos creaciones literarias más genuinas, por su inmediatez -aunque eso habría que verlo: cada poema, al menos antaño, era resultado de una paciente limadura-. Algo que es muy evidente en el primer tomo, La sueñera, publicado en 1984. Pocas musas tiene mejores la literatura que Insomnio. Millares de páginas han sido escritas bajo su trance divino, y entre ellas las doscientas cincuenta de este primer libro muy encorsetado en una atmósfera onírica en la que todo es posible, siempre y cuando no lo sea. El absoluto control del género, con todas sus variantes, lo alcanza con Botánica del caos, desde el mundo surrealista del sueño a la referencialidad. Este es ya un libro mayúsculo, que todo aficionado al microrrelato, en realidad a la buena literatura, debe leer. Si la excusa que suele ofrecer para evitar la lectura es la falta de tiempo, acaba de ser abatida: cada una de estas piezas -más de ochocientas- apenas lleva unos minutos. No hay tiempo que perder.

No sólo de personajes vive la novela. No hay que morir dos veces. Francisco González Ledesma.

El policía Méndez, que nunca llegará a comisario, está ante varios casos, aparentemente inconexos, cuya relación puede cambiar el curso de la historia de España. Él, un policía de los viejos tiempos, acostumbrado a las calles del Barrio Chino, a los delincuentes de poca monta, se encuentra sin saberlo, en los márgenes de una conspiración terrorista. Aunque sólo quiere recorrer sus calles e interesarse por sus pequeñas existencias, y si acaso que alguien le preste un libro, se va a encontrar de morros con los problemas del gran mundo. Para quienes crean que la novela negra es mero entretenimiento, encontrarán una de las maneras más claras en que el escritor pone su voz a un personaje, y lo dota de su propia visión de la realidad. El narrador recuerda los viejos tiempos, maneja valores antiguos y hasta un lenguaje gastado. Narrador y personaje se expresan “como en los viejos tiempos”; frases como mascadas por Humphrey Bogart, y escupidas con las mascaduras de tabaco, sin racanear nicotina.

Ambos, también, usan la ironía como herramienta de crítica social. Así, los vecinos “están en todo”, en vez de ser declarados meramente unos cotillas. Una ironía, a decir de Lorenzo Silva, tierna; y compasiva, o más bien comprensiva. Méndez, socarrón, cínico y duro, se identifica con buena parte de aquellos a quienes debe combatir, a quienes considera maltratados por la vida, empujados a la delincuencia: “Méndez, el malhablado, el maleducado, el mal follado, el malnacido, sintió que masticaba una piedad que no todo el mundo siente, que es la piedad de la calle”. El narrador, no obstante, siempre va un paso por delante de sus personajes, lo que a veces es un poco frustrante por lo que anticipa de la trama. Trama que, por otra parte, hace un uso abusivo de las casualidades para hacer encajar todas las piezas. El atractivo nostálgico de Méndez no es, en esta ocasión, suficiente.

No hay que morir dos veces. Ed. Planeta. 392 págs. 19,90 €. Comprar libro.

Con los zapatos del revés. La rebelión del sentido común. Emilio Mariat.