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Un artista de los mundos flotantes
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Un artista de los mundos flotantes

Un artista del mundo flotante. Mis dos mundos, Sergio Chejfec. Sin duda se trata de un título sumamente interesante que nos descubre a un autor notable que

Un artista del mundo flotante. Mis dos mundos, Sergio Chejfec.

 

Sin duda se trata de un título sumamente interesante que nos descubre a un autor notable que escribe en nuestra lengua y que, no obstante, nunca había sido publicado en España. Lo cual nos vuelve a hacer reflexionar sobre esta situación (que cambia lentamente) en la que el mundo hispanohablante vive culturalmente de espaldas a sí mismo. De todos modos, Chejfec es distinto a todos. Además de vivir al margen de la vida literaria –que nada tiene que ver con la literatura–, su escritura tiene mucho de germánica y muy poco de narrativa. Esta es una novela para lectores fascinados por los recovecos del pensamiento en cierto modo hegeliano, que se despliega y desenvuelve. Y la novela es más una sucesión enlazada de procesos mentales que narración al uso. Algo que encaja muy bien con la anécdota, el paseo del narrador por el parque de una ciudad ajena.

Y es que su estilo es parsimonioso como un paseo; en la caminata, al igual que en el relato, le “gana una sensibilidad digital, desplegante”, en la que cada paso (o cada párrafo) es un eslabón que le lleva al siguiente paso o pensamiento. Es un divagar, lleno de digresiones por “vínculos flotantes y disparatados”, pues admite que su forma de pensar el mundo ha variado desde la aparición de Internet. Toda la novela transpira decepción y nostalgia, pues de hecho es el relato de la crisis de la “mediana edad literaria” de un escritor, y aunque caminar es “un componente esencial” de sí mismo de ello ya sólo queda un “antiguo entusiasmo”. El mundo ha cambiado y ha dejado atrás algunas cosas que el narrador consideraba importantes –el paseante en su sentido clásico y romántico ya no pertenece a este mundo-. Ahora todo es demasiado rápido, demasiado cargado, con “una uniformidad visual y económica”.

Ello le genera un “sentimiento de inutilidad y de tedio inminente”, aunque reconoce que puede ser una desviación propia, el haber perdido la actitud previa. Como ocurre con un miembro fantasma, aún siente la necesidad de pasear, aunque ya no pueda hacerlo como antes. Habiendo perdido la capacidad de sorpresa, languidece. Pero también ocurre que no encuentra significados externos; el paseo no genera estímulos por el espectáculo, sino que es la propia acción de caminar, el dinamismo del movimiento, aunque pausado, la que genera la reacción, que siempre es íntima. En el fondo, no está más que haciendo eso tan contemporáneo que es exteriorizar el fuero interno, al contrario que los antiguos, que interiorizaban el exterior.

Aunque la lectura de una novela de esta índole requiere una actitud lectora especial –la actitud misma del paseante– resulta inagotable en su esbeltez. La cantidad de temas que abraza y desarrolla, su autoironía –que a veces roza la brillantez, como el monólogo ante carpas y tortugas– y su admirable estilo la convierten en una novela de difícil pero grata lectura. El lenguaje es duro y preciso, como si lo tallara en mármol, y manifiesta un empeño explícito por encontrar la palabra adecuada (“Creo que se llama vértice”) y frustración cuando no es posible (“Debe haber un modo de llamarlo mejor”); ello es debido a su educación, pues en su casa se hablana yiddish, y el castellano lo aprendió después. La sensación de ansiedad que ello genera es otra manifestación del desarraigo que acompaña al paseante, quien repite varias veces el adjetivo “flotante”, muy descriptivo tanto del narrador como de su percepción del mundo que le rodea.

Mis dos mundos. Ed. Candaya. 128 págs. 14 €. Comprar libro.

 

 

La fiebre, señora del mundo. El sueño de la fiebre, Miguel-Anxo Murado.

Quién no ha asistido asombrado a las fantasías de la fiebre, esas figuraciones del cerebro alterado por la enfermedad y el hervor, que se viven como una pesadilla de especial intensidad y de la que nos vemos incapaces de despertar. La calentura es mucho más que un aumento anormal de la temperatura del cuerpo, y más que una mera alteración del estado natural de consciencia. La fiebre está cargada de recuerdos y “tiene ese poder de evocar porque nos lleva al mismo rincón oscuro en el que estuvimos de niños, de jóvenes, de adultos. La fiebre es un lugar”. En el caso de este premiadísimo volumen de cuentos de Miguel Anxo Murado, ese lugar es El Cairo, donde le sorprende la enfermedad y ésta arrastra hacia él, como en una crecida, recuerdos de su propia vida y “cuentos que no había concluido y ahora regresaban para atormentarme”.

Así se entrevera el propio relato de su fiebre cairota, a veces un breve ensayo cultural sobre la fiebre, acerca de la fiebre en la antigua Roma, o en la historia de la literatura, con viejas leyendas para contar alrededor del fuego, como Los otros, pero dotadas de una dimensión ulterior. Así, los lobicanes de O Negro hacen referencia al lado oscuro del corazón -el corazón de O Negro que devoran-, a la venganza, al odio, con la Guerra Civil en el horizonte. Es decir, Los otros es una leyenda de miedo al uso, pero también una alegoría, condición que se hace aún más evidente en Soldado, soldado, si cabe. Aunque la ubicación geográfica es variable –Palestina, Guinea– son relatos muy galaicos, de emigrantes y criaturas fantásticas; son cuentos de terror, de misterio, de aparecidos, en los que no es raro que se evoque a Cunqueiro.

Todos ellos se benefician de la eufonía del gallego, lo que les hace atractivos estilísticamente;  la preocupación por el detalle aporta solidez y profundidad al relato; y el conjunto aparece unificado por la fiebre, que aparece de forma explícita, o como atmósfera, o encarnada, por ejemplo, en una serpiente. Sin embargo, de no ser por los preludios en cursiva, el conjunto habría perdido mucho. Son cuentos que tienen de atrayente su carácter legendario y oral, pero al mismo tiempo se ven lastrados por su sencillez: son perfectamente previsibles, porque sus tramas son tradicionales.

El sueño de la fiebre. Ed. Lengua de Trapo. 176 págs. 18,50 €. Comprar libro.

El mal es insistir en el estilo. Mi nombre es Legión, António Lobo Antunes.

La narrativa de António Lobo Antunes tiene dos preocupaciones esenciales: la experiencia literaria de la violencia y la consecución de un estilo propio. Huelga decir que hace tiempo que cumplió ambos objetivos con creces, pero puede que haya entrado en su Caribdis particular, en la que el estilo fagocita tramas y personajes. Esta es la sensación que deja su última novela, Mi nombre es Legión, en la que el estilo Lobo Antunes, que ciertamente es ya un patrimonio para la cultura portuguesa, copa el relato de modo absoluto, ahogando al resto de elementos narrativos. La novela, que quiere ser coral, narra la destrucción de un barrio de chabolas en las afueras de Lisboa, así como el desamparo de sus habitantes, volcados en la miseria y el crimen, y el mismo de Gusmão, el policía que recibe el encargo de localizar y aniquilar a una banda de mestizos y negros que se esconde en el Barrio tras la comisión de sus delitos.

El autor conoce bien estos ambientes, dado que se crió en un barrio pobre y conoció la violencia total durante la guerra de Angola. Este es el ambiente que ansía llevar al papel, el desarraigo y la marginación y sus consecuencias nefastas, y además el fracaso de la familia como institución educativa y aglutinadora: padres e hijos se hallan tan disgregados como los ricos de Lapa y los mestizos del Barrio. De lo que trata en el fondo es de los desheredados, de cómo se les empuja a la desesperación, de cómo responden y, finalmente, cómo se les destruye o aparta aún más lejos. Como si quemar sus chabolas o tirotear a niños delincuentes resolviera el problema. Pero este relato ya lo ha llevado adelante con éxito en novelas anteriores, como en Buenas tardes a las cosas de aquí abajo. En este caso estilo interfiere constantemente con la narración y oculta la profundidad de una reflexión de la que de cuando en cuando se ven rastros, como atisbos de una ciudad disimulada tras la niebla.

El exceso de estilo muestra que, o bien el autor es prisionero de su propia trayectoria, o bien que ansía, todavía, demostrar que es capaz y no se ha conformado, como otros eminentes autores, con una senecta relajación. Quizá ambas cosas. Con los sucesivos cambios de narrador (siempre en primera), el estilo no cambia, no se ajusta a la nueva voz. La precaria fantasía se quiebra, y ya sólo escuchamos a Lobo Antunes, un escritor de amplia visión, perceptivo ante el desastre social de una época en la que grupos humanos comienzan a moverse preludiando cambios significativos, ese momento de crisis que precede a una edad de oro o a la ruina total. Pero que a pesar de ello no ha confeccionado, en esta ocasión, una gran novela. A veces, la altura moral es insuficiente. Aunque los personajes tienen alma y el autor les considera, comprende y, dentro de lo posible, les dignifica, el estilo es un disfraz que impide reconocerles. El estilo, lejos de servir al relato, pretende dominarlo. Y sólo alcanza a humillarlo.

Un artista del mundo flotante. Mis dos mundos, Sergio Chejfec.