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De Marías para sus fans
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De Marías para sus fans

Los lectores empedernidos de Javier Marías están de enhorabuena. Al fin Tu rostro mañana, su novela más amplia, puede leerse de manera natural, sin años de

Los lectores empedernidos de Javier Marías están de enhorabuena. Al fin Tu rostro mañana, su novela más amplia, puede leerse de manera natural, sin años de dilación entre tomo y tomo. Con Veneno y sombra y adiós se cierra el periplo londinense de Jacobo -o Jacques o Jack o Jaime o Iago o Yago- Deza, el profesor que se inventaba etimologías en la oxoniense Todas las almas, su fase de espía o intérprete de rostros y carácteres -esa cualidad la comparte con el Marías de carne y hueso, cuya prueba dejó escrita en Miramientos-. Es un regalo para sus fans tanto como para sí mismo, pues en esta novela en tres tomos y 1.600 páginas desgrana gran parte de sus reflexiones, sus fobias y manías, además de incluir los entrañables homenajes a su padre, maestro de tantas cosas, y a “Sir Peter Russell, que nació Peter Wheeler”.

Nos había acostumbrado el autor a unos comienzos fulgurantes, que marcaban la memoria del lector y se convertían en la enseña de la novela -así el de Corazón tan blanco “No he querido saber, pero he sabido que...”-, algo que mantuvo en 1. Fiebre y lanza y 2. Baile y sueño -“No debería uno contar nunca nada...” y “Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera...”-. No así en 3. Veneno y sombra y adiós, con un arranque menos definitorio e intenso, que hace comenzar a la novela in medias res de una manera más clara que Baile y sueño. Y es que ahora, por fin -hay 900 páginas detrás-, estamos de lleno en la acción, los personajes ya están definidos y la trama definitivamente encauzada. Hagamos memoria.

El primer tomo comienza con el sonido de unos pasos a la espalda de Jacobo Deza y concluye con el autor de esos pasos llamando al timbre del protagonista. En el segundo sabemos que es Pérez Nuix quien llama, y sube al piso, y entretanto nos hemos enterado de cómo se las gasta Tupra, el jefe de la oficina innominada donde Deza ejerce de agente secreto. Ahora Pérez Nuix explica qué favor requiere, el inoculador de venenos Tupra esparce sus toxinas y Deza regresa a Madrid para comenzar una trama nueva que deberá cerrar por el bien de su familia, pero que le llevará a igualarse a ese Tupra o Reresby de quien poco se distingue, en el fondo. Es una frase de éste de la que mana el discurso principal de estas páginas: “¿Por qué no se puede ir por ahí pegando y matando?”, y él mismo se responde: “Hace falta que algunos no tengamos en mucho a la muerte (...). Conviene que algunos nos salgamos de nuestra época y miremos como en tiempos más recios, los pasados y los futuros”.

Este discurso cínico que justifica toda violencia y que ha alimentado todos los totalitarismos es un veneno, un veneno que lleva a matar, torturar o humillar, generando lo que Deza llama “horror narrativo”. Claro que, al cabo, ambos crean espacios de horror narrativo, de manera voluntaria o impremeditada. No se puede pegar y matar, “porque no podría vivir nadie”, aunque se pega y se mata y la vida continúa -excepto para aquél infeliz ensartado por un estoque taurino o con una lanza tribal por una decadente estrella del rock-, continúa aunque no debiera, de la misma manera que nunca debiera pedirse un favor pero no deja de hacerse. Con esta constatación de la violencia como elemento real, el autor ayuda a “comprender mejor el mundo precisamente porque se asiste a su transcurso” (ver).

Al final de la novela se retoma el hilo de la “conversación imprudente” que copó el primer tomo, Fiebre y lanza. No parece sin embargo afectar demasiado al personaje de Jacobo Deza, pues el individuo castigado por su imprudencia -la de Deza- es muy secundario y aparece casi ad hoc. Lo mismo ocurre con el favor de Pérez Nuix que queda bastante colgado en la narración, pues una vez pedido el personaje de la anglocatalana casi desaparece. Son, en cambio, la violencia y el amor los temas que cobran mayor relevancia para el devenir del personaje, intrincados en este tercer tomo, el amor y la violencia siempre tan cerca, mediando la pasión, como a Luisa que puede que disfrute siendo golpeada durante el sexo -pero se mantiene la incógnita-.

Si bien Tu rostro mañana se publicita como la obra maestra de Javier Marías y él mismo ha llegado a considerarla definitiva -en el sentido que quizá ya no escriba más ficción, esperemos que se retracte-, no es el mejor Marías. Su obra sigue un proceso claro en el que la trama va quedando enterrada en reflexiones e incisos, un camino que empieza a atisbarse en El siglo y alcanza una brillantez absoluta en dos de las mejores novelas del siglo XX -y no sólo en lengua castellana-, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Tras el paréntesis de la sebaldiana Negra espalda del tiempo, Tu rostro mañana supone una radicalización del ‘estilo Marías’, que fascinará a los muchos adictos, pero que probablemente desconcertará al neófito y que deja una sensación de exceso, de insuficiente construcción sobre unas estructuras demasiado endebles. Marías ya no tiene que demostrar nada, por supuesto, y es probable que lo que puede parecer defectuoso sea intencionado o, al menos, asumido; pero Tu rostro mañana no deja de resultar hermética, para iniciados.

Los lectores empedernidos de Javier Marías están de enhorabuena. Al fin Tu rostro mañana, su novela más amplia, puede leerse de manera natural, sin años de dilación entre tomo y tomo. Con Veneno y sombra y adiós se cierra el periplo londinense de Jacobo -o Jacques o Jack o Jaime o Iago o Yago- Deza, el profesor que se inventaba etimologías en la oxoniense Todas las almas, su fase de espía o intérprete de rostros y carácteres -esa cualidad la comparte con el Marías de carne y hueso, cuya prueba dejó escrita en Miramientos-. Es un regalo para sus fans tanto como para sí mismo, pues en esta novela en tres tomos y 1.600 páginas desgrana gran parte de sus reflexiones, sus fobias y manías, además de incluir los entrañables homenajes a su padre, maestro de tantas cosas, y a “Sir Peter Russell, que nació Peter Wheeler”.