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Radio 3 se hace el haraquiri con el visto bueno de la izquierda
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Radio 3 se hace el haraquiri con el visto bueno de la izquierda

La sociedad española asiste estos días impasible -nada extraordinario- a uno de los mayores genocidios culturales de los últimos años. Probablemente, desde el advenimiento de la

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Radio 3 se hace el haraquiri con el visto bueno de la izquierda

La sociedad española asiste estos días impasible -nada extraordinario- a uno de los mayores genocidios culturales de los últimos años. Probablemente, desde el advenimiento de la democracia: la muerte de Radio 3.

Radio 3, como muchos recordarán, nació al final de los 70 dentro de la programación RNE con un formato similar al que existía en la cadena joven de la BBC, y desde sus orígenes ha tenido claro que debía conectar con el pensamiento de vanguardia de la sociedad. El término vanguardia tiene una acepción militar que no viene a cuento en estos momentos; la otra acepción, según la Real Academia (por cierto, cada vez menos fiable), se refiere a cualquier movimiento ideológico, artístico o literario que tiene como razón de ser situarse unos pasos más adelante de lo que transpiran los poros sociales que, por razones probablemente inevitables -vinculadas a la condición humana- tienden a homogeneizarse. Sobre todo en plena globalización. Estar en la vanguardia, por lo tanto, es adelantarse a los acontecimientos sociales, como el siglo XX ha demostrado hasta la saciedad. Para lo bueno y para lo malo.

Habrá quien piense, desde luego con argumentos de peso, que la existencia de vanguardias financiadas con el erario público es un auténtico despropósito. Un verdadero dislate, y desde luego que no les falta razón. Es más evidente que Radio 3 no tendría ningún sentido si el objetivo último de su programación fuera la eficiencia económica. Radio 3 es deficitaria y seguirá siéndolo, gobierne quien gobierne. Salvo que alguien con arrojo decida cerrarla. Tampoco el Museo del Prado, que se sepa, da dinero y nadie está por labor de echar la cancela y darles las llaves a Fernando Martín o Enrique Bañuelos, que sin duda sabrían como rentabilizar el viejo caserón construido por Villanueva con fondos privados de Fernando VII.

Habrá, igualmente, quien piense que el papel de las vanguardias es irrelevante en un mundo en el que lo descollante es la rentabilidad a corto plazo. Nada que objetar si el mundo fuera una cuenta de resultados. Imaginémoslo. En un lado de la cuartilla: las pérdidas; en el otro, las ganancias. Así de fácil.

Los herederos

Desde luego que el mundo sería más sencillo si la clase política, y, desde luego, nosotros mismos (lo cual es bastante más importante) pensáramos así. De hecho, si no fuera porque un puñado de ricos herederos creyeron en su día en el dadaísmo, en el surrealismo, en el cubismo o el expresionismo, personajes como Picasso, Bracque, Miró, Picabia Magritte o el mismísimo Dalí habrían tenido que quemar sus propios lienzos para seguir pintando y llevarse algo a la boca.

La vanguardia es, por lo tanto, un mal necesario para cualquier sociedad que se precie. Lo que desde luego no es sinónimo de tirar el dinero en un mundo en el que las necesidades abundan, y en el que el sistema fiscal descansa, precisamente, en los asalariados, que en última instancia son quienes soportan los gastos del Estado.

Por eso sorprende que el expediente de regulación de empleo en RTVE -consensuado con los sindicatos, no hay que olvidarlo- haya decidido hacer de su capa un sayo y ni corto ni perezoso haya entrado como un puñal en el corazón de Radio 3. Resulta que los santones de la emisora joven de RNE se jubilan. Y no porque ya no sepan hacer la ‘o’ con un canuto, sino simplemente por el imperdonable error (la verdad es que eso no se hace) de haber cumplido 52 años. Una edad, como se sabe, fronteriza con la senectud. Gentes como Jesús Ordovás, Iñaki Peña, Sabas Martín o Carlos Faraco son hoy las muñecas rotas de nuestro tiempo.

La sociedad española asiste estos días impasible -nada extraordinario- a uno de los mayores genocidios culturales de los últimos años. Probablemente, desde el advenimiento de la democracia: la muerte de Radio 3.