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La moda peligrosa que sacude Estados Unidos, en exclusiva para suscriptores
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La moda peligrosa que sacude Estados Unidos, en exclusiva para suscriptores

Adelantamos las primeras páginas de 'Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas', el polémico libro de la periodista estadounidense Abigail Shrier

Foto: Abigail Shrier. (EC Diseño)
Abigail Shrier. (EC Diseño)
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Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género ―la sensación de grave incomodidad en el sexo biológico propio― era muy infrecuente. Se daba en menos del 0,01 por ciento de la población, aparecía durante los primeros años de infancia y afectaba de manera casi exclusiva a los hombres. Pero hoy en día, en las universidades, los institutos e incluso las escuelas primarias grupos enteros de amigas afirman ser 'transgénero'. Son niñas que nunca han experimentado incomodidad alguna con su sexo biológico hasta que alguien da una conferencia en su escuela sobre su experiencia trans, descubren la comunidad de influencers trans en internet o alguien les dice que serán más populares entre sus amigos y en sus redes sociales si se declaran transexuales. Esa es la premisa de la que parte 'Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas', el polémico libro publicado por la Editorial Deusto de la periodista estadounidense Abigail Shrier.

Padres que hasta entonces no habían sospechado nada descubren que sus hijas están enganchadas a estrellas trans de YouTube. Y educadores y terapeutas 'afirmadores de género' empujan a chicas que aún no han llegado a la edad adulta a adoptar cambios irreversibles que les afectarán de por vida, como dobles mastectomías y bloqueadores de la pubertad que pueden causar infertilidad permanente.

Abigai Shrier, periodista del 'The Wall Street Journal', ha investigado la moda trans, hablado con las chicas, con sus angustiados padres y los consejeros y médicos que llevan a cabo las transiciones de género, así como con las jóvenes que, al acercarse a la edad adulta, se arrepienten amargamente de haberse sometido a ese proceso en su adolescencia. Y con ello ha generado una enorme polémica, recibiendo acusaciones de transfobia y peticiones públicas de que se censure el libro, prologado en España por el periodista de El Confidencial Juan Soto Ivars. Ahora, en exclusiva para suscriptores, les ofrecemos un capítulo en esta nueva entrega del Adelanto Editorial.

¿Una moda?

Su madre juraba que Lucy siempre había sido una chica muy femenina. De niña, se subía a unos tacones altos y se ponía vestidos de volantes para hacer sus tareas. Su habitación estaba llena de peluches Beanie Babies y de una gran variedad de mascotas a las que cuidaba, como conejos, jerbos y periquitos. Disfrazarse era su juego favorito, tenía un baúl lleno de trajes y pelucas que se ponía para representar a un montón de personajes, todos ellos femeninos. Abrazó la niñez de finales de los noventa y le encantaban las películas de princesas de Disney, en particular 'La Sire­nita' y, más adelante, 'Crepúsculo' y sus secuelas.

Lucy fue una niña precoz. A los cinco años ya leía como si fuese a cuarto curso y prometía ser una gran artista, algo por lo que más adelante ganó un premio del distrito. Pero al entrar en el instituto, su ansiedad se disparó. Sucumbió a una depresión tremenda. Sus padres, personas acomodadas —la madre era una destacada abogada del sur—, la llevaron a psiquiatras y terapeutas para que la tratasen y le dieran medicación, pero ningún tipo de psicoterapia ni fármaco consiguió allanar sus obstáculos sociales: grupos de amigas que no la querían y su tendencia nerviosa a meter la pata en las pruebas sociales dirigidas, casualmente, por otras chicas.

Los chicos le dieron menos problemas, tuvo amigos y novios durante toda la secundaria. La vida en casa no era fácil, su hermana mayor cayó en una adicción a las drogas que destrozó como un huracán a la familia y devoró la atención de sus padres. Al final, los altibajos de Lucy se resolvieron en un diagnóstico de bipolaridad. Pero hacer y mantener amigas resultó ser una prueba que nunca concluyó a su favor ni cesó realmente.

Como suele ocurrir estos días, la Facultad de Artes Liberales en la Universidad Northeastern comenzó con una invitación a decir cuál era su nombre, su orientación sexual y su pronombre de género. Lucy comprendió que aquello suponía una nueva oportunidad para ser aceptada socialmente, un primer sentimiento de pertenencia. Cuando más tarde ese otoño se agravó su ansiedad, decidió, junto con algunas de sus amigas, que su angustia tenía una causa de moda: la 'disforia de género'. En menos de un año, Lucy empezó a tomar testosterona. Pero su verdadera droga, la que la enganchó, fue la promesa de una nueva identidad. Una cabeza afeitada, ropa de chico y un nuevo nombre fueron las aguas bautismales de un renacimiento de mujer a hombre.

El siguiente paso, si lo daba, sería la 'cirugía superior', un eufemismo para una doble mastectomía voluntaria.

"¿Cómo sabes que no se trataba de disforia de género?", le pregunté a su madre. "Porque nunca mostró ningún indicio. Nunca la oí expresar sentirse incómoda con su cuerpo. Le vino la regla cuando estaba en cuarto curso, algo que le dio mucha vergüenza porque era muy pronto. Pero nunca la oí quejarse de su cuerpo".

Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género era muy infrecuente. Se daba en poco menos del 0,01% de la población

Su madre hizo una pausa mientras buscaba un recuerdo adecuado. "Cuando tenía cinco años le hice cortar el pelo cortito y lloró a lágrima viva porque pensaba que parecía un niño. Lo odiaba". Y luego: "Ha salido con chicos, siempre ha salido con chicos".

Este libro no trata de adultos transgénero, aunque mientras lo escribía entrevisté a muchos, tanto los que se presentan como mujer como los que se presentan como hombre. Son amables, considerados y educados. De algún modo parece mentira, pero describen el incesante fastidio que supone tener un cuerpo con el que uno no se siente a gusto. Se trata de una sensación que les persigue desde que tienen uso de razón.

Lo cierto es que su disforia nunca les hizo ser populares; la mayoría de las veces fue fuente de malestar y vergüenza. Al crecer, ninguno de ellos conocía a otra persona trans y todavía no existía internet, donde poder encontrar un mentor. Pero no querían ni necesitaban ninguno: sabían cómo se sentían. Simplemente, les es más cómodo presentarse como alguien del sexo opuesto. No pretenden que la gente les felicite por la vida que han elegido. Quieren 'pasar' por una persona del sexo del que se sienten y, en muchos casos, que les dejen en paz.

Con algunos hablé de forma oficial y con otros a micrófono cerrado. Con facilidad se ganaron mi admiración por su honestidad y valor. Me hice amiga de uno. Que el activismo trans pretenda hablar en su nombre no es culpa de ellos, ni tampoco su intención. Tienen muy poco que ver con la actual epidemia trans que afecta a las adolescentes.

Los juicios de Salem por brujería del siglo están más cerca de la realidad. También los trastornos nerviosos del siglo XVI y la epidemia de neurastenia del XIX. La anorexia nerviosa, la memoria reprimida, la bulimia y la tendencia a cortarse del siglo XX. Todos tienen en común la misma protagonista, famosa por magnificar y difundir su dolor psíquico: la adolescente.

Su angustia es real. Pero, en cada caso, sus autodiagnósticos son erróneos; más que una necesidad psicológica, son el resultado de estímulos y sugerencias.

Hace tres décadas, estas chicas podrían haber anhelado una liposucción al tiempo que se consumía su forma física. Hace dos décadas, los adolescentes trans de hoy en día podrían haber 'descubierto' un recuerdo reprimido de un trauma infantil. La locura de diagnóstico actual no es la posesión demoníaca, sino la 'disforia de género'. Y su 'cura' no es el exorcismo, los laxantes o las purgas. Es la testosterona y la 'cirugía superior'.

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Se supone que no se debe elegir una enmienda favorita, porque es una tontería, pero yo tengo una, la primera. Mi compromiso con la libertad de expresión me llevó al mundo de la política transgénero por la puerta trasera.

En octubre de 2017, mi estado, California, promulgó una ley que amenazaba con la cárcel a los trabajadores sanitarios que se negasen a utilizar los pronombres de género que pidieran los pacientes. Nueva York había adoptado una ley similar que se aplicaba a empresarios y dueños de propiedades o negocios. A simple vista y del todo, ambas leyes son inconstitucionales. Durante mucho tiempo, la primera enmienda ha protegido el derecho a decir cosas mal vistas o poco aceptadas sin que el Gobierno interfiera. También garantiza nuestro derecho a negarnos a decir cosas que el Gobierno quiere que se digan.

No se trata de un tema de matiz constitucional, es muy sencillo. En el caso de la Junta de Educación del estado de Virginia occidental contra Barnette (1943), el Tribunal Supremo ratificó el derecho de los estudiantes a no saludar la bandera. El magistrado Robert H. Jackson escribió en representación de la mayoría de la corte: "Si hay alguna estrella fija en nuestra constelación constitucional es que ninguna autoridad, del rango que sea, puede prescribir lo que es ortodoxo en política, nacionalismo, religión u otras cuestiones de opinión, ni puede forzar a los ciudadanos a confesar, de palabra o de obra, sus convicciones de conciencia".

Si el Gobierno no puede obligar a los estudiantes a saludar la bandera, tampoco puede obligar al personal sanitario a utilizar un determinado pronombre. En Estados Unidos, el Gobierno no puede obligar a la gente a decir cosas, ni siquiera por cortesía. Ni por ninguna razón en absoluto.

Escribí un artículo sobre esto en 'The Wall Street Journal' con el título 'The Transgender Language War', y una lectora —una destacada abogada sureña, la madre de Lucy— lo vio y en él encontró algo: esperanza. Contactó conmigo bajo un seudónimo y me pidió que escribiera sobre su hija, que durante la adolescencia había anunciado ser transgénero a pesar de que durante su niñez no había mostrado nunca ningún signo de disforia de género. Dijo que Lucy había descubierto esta identidad con la ayuda de internet, que ofrece un sinfín de mentores y mentoras transgénero que enseñan a las adolescentes el arte de adoptar una nueva identidad de género: cómo vestir, cómo caminar o qué decir. También les muestran qué empresas de internet venden las mejores fajas de pecho (prenda que se lleva bajo la ropa para comprimir los senos) y qué organizaciones la envían gratis y garantizan un embalaje discreto para que los padres no se enteren. También les explican cómo persuadir a los médicos para que les prescriban las hormonas que desean, cómo engañar a los padres o cómo romper por completo con ellos si se resisten a su nueva identidad.

La madre me explicó que bajo la influencia de la testosterona y el hechizo de la transgresión, Lucy se volvió arisca y agresiva, y se negó a explicar esta nueva identidad y a responder a ninguna pregunta al respecto. Acusaba a su madre de 'controladora' así como de 'tránsfoba'. Según descubrió más tarde la madre, la historia inventada por Lucy de que 'siempre había sabido que era diferente' y de que 'siempre había sido trans' la había copiado literalmente de internet.

Abigai Shrier, periodista del 'The Wall Street Journal', ha investigado sobre la moda trans y, con ello, ha generado una enorme polémica

En su nuevo estado extremadamente temperamental, Lucy montaba en cólera si sus padres usaban su nombre legal —el que le habían puesto al nacer— o no utilizaban su nuevo pronombre. En poco tiempo, los padres apenas la reconocían. Les alarmó la repentina esclavitud de Lucy por una ideología de género que, desde un punto de vista biológico, parecía pura palabrería. La madre dijo que parecía que Lucy se hubiera unido a una secta; temía que nunca liberaran a su hija.

La disforia de género —antes conocida como 'trastorno de identidad de género'— se caracteriza por una disconformidad grave y persistente con el sexo biológico. Suele comenzar en la niñez temprana, entre los dos y los cuatro años, aunque puede agravarse en la adolescencia. En la mayoría de los casos —casi el 70 por ciento—, la disforia de género infantil se resuelve. Históricamente afectaba a una pequeña parte de la población (alrededor del 0,01 por ciento) y casi en exclusiva a los chicos. De hecho, antes de 2012 no había literatura científica sobre chicas de once a veintiún años que hubieran desarrollado disforia de género.

Esto ha cambiado en la última década y de forma drástica. El mundo occidental ha sido testigo de un repentino aumento de adolescentes que afirman tener disforia de género y se autoidentifican como 'transgénero'. Por primera vez en la historia de la medicina, las chicas de nacimiento no sólo están presentes entre quienes se identifican de esa manera, sino que constituyen la mayoría.

¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha llegado a ser mayoritario un grupo de edad que siempre había sido minoritario entre los afectados (los adolescentes)? Y, lo que es más importante, ¿cómo ha cambiado el coeficiente de género y ha pasado de ser una abrumadora mayoría de chicos a la preponderancia de chicas adolescentes?

La madre de Lucy, la abogada sureña, me cayó bien y me interesó muchísimo su historia; pero yo era columnista de opinión, no periodista de investigación, así que se la pasé a una compañera y le aseguré a la madre de Lucy que estaba en buenas manos. Mucho tiempo después de dedicarme a otros temas para 'The Wall Street Journal' y de eliminar a la abogada de mi bandeja de entrada, su historia aún rondaba obstinadamente por mi cabeza.

Tres meses más tarde, volví a ponerme en contacto con la madre de Lucy y con todos los contactos que me había enviado en un principio. Hablé con médicos, endocrinólogos, psiquiatras y psicólogos de renombre mundial especializados en identidad de género. Hablé con psicoterapeutas. Hablé con adolescentes y adultos transgénero para hacerme una idea de la interioridad de su experiencia, del tirón liberador de la identificación con el sexo opuesto. También hablé con desistidoras, aquellas que en algún momento se identificaron como transgénero, pero que luego dejaron de sentirse así, y con detransicionadoras, aquellas que se habían sometido a procedimientos médicos para alterar su apariencia, pero se arrepintieron y luchan por revertir el tratamiento. Cuanto más aprendía sobre los adolescentes que de repente se identifican como transgénero, más me obsesionaba una pregunta: ¿qué les ocurre a estas chicas?

En enero de 2019, 'The Wall Street Journal' publicó mi artículo 'When Your Daughter Defies Biology'. Provocó casi mil comentarios y cientos de respuestas a esos comentarios. Una escritora transgénero, Jennifer Finney Boylan, escribió de inmediato una refutación en un artículo de opinión que apareció en 'The New York Times' dos días después. Su escrito suscitó cientos de comentarios y otros cientos de reacciones a esos comentarios. De pronto, me inundaron los correos electrónicos de lectores que habían experimentado con sus hijas el fenómeno que yo había descrito o que habían sido testigos de otros casos en el colegio de sus hijas: grupos de adolescentes de un mismo curso que de repente descubrían juntas la identidad transgénero, suplicaban tomar hormonas y estaban desesperadas por operarse.

placeholder Abigai Shrier, periodista del 'Wall Street Journal'.
Abigai Shrier, periodista del 'Wall Street Journal'.

Cuando los activistas transgénero me atacaron online, les ofrecí la oportunidad de contarme también sus historias. Varios aceptaron la oferta y hablamos. También contactaron conmigo las detransicionadoras. Abrí una cuenta de Tumblr e invité a personas transgénero y a detransicionadoras a hablar conmigo; muchas lo hicieron. Envié las mismas invitaciones en Instagram, donde los hashtags #testosterona y #chicotrans vinculan a cientos de miles de seguidores. Reiteré una y otra vez mi deseo de escuchar a cualquiera que tuviera algo que decir sobre el tema. Las respuestas que recibí sirvieron de base para este libro.

Se trata de una historia que los estadounidenses necesitan escuchar. Tanto si tienes una hija adolescente como si no; o tanto si tu hija ha caído en esta locura transgénero como si no. Estados Unidos se ha convertido en un terreno fértil para este entusiasmo masivo por razones que tienen que ver con nuestra fragilidad cultural: se menoscaba a los padres, se confía en exceso en los expertos, se intimida a los disidentes en ciencia y medicina; la libertad de expresión claudica ante nuevos ataques; las leyes sanitarias del Gobierno conllevan consecuencias ocultas y ha surgido una era intersectorial en la que el deseo de escapar de una identidad dominante anima a los individuos a refugiarse en asociaciones de víctimas.

Para contar la historia de estas jóvenes he realizado casi doscientas entrevistas y hablado con cerca de cincuenta familias de adolescentes. En parte me he apoyado en los relatos de los padres. Dado que la disforia tradicional comienza en la primera infancia y se caracteriza desde hace tiempo por una sensación "persistente, insistente y constante" de disconformidad y malestar del niño en su cuerpo (algo que un niño pequeño no puede ocultar con facilidad), la posición de los padres suele ser la mejor a la hora de saber si la disforia pasional de la adolescencia comenzó en la niñez temprana. En otras palabras, son quienes mejor pueden saber si la angustia que aflige a tantas adolescentes representa la disforia de género tradicional o un fenómeno distinto.

No se puede confiar del todo en que los padres sepan cómo se sienten sus hijos adolescentes con respecto a su identidad transgénero o conozcan cómo es la nueva vida forjada en su nombre. Sin embargo, los padres sí pueden informar sobre la situación académica o profesional de sus hijas, su estabilidad económica y la formación de una familia o sobre la falta de ella, e incluso, a veces, acerca de sus éxitos y fracasos sociales. Estas adolescentes que se identifican como transgénero ¿siguen en la escuela o la han abandonado? ¿Mantienen el contacto con antiguas amistades? ¿Hablan con algún miembro de la familia? ¿Construyen un futuro con alguna pareja sentimental? ¿Se dedican a subsistir con el sueldo de la cafetería local?

No pretendo captar todas las historias de estas adolescentes, y mucho menos la totalidad de la experiencia transgénero. Las historias de éxito transgénero se cuentan y celebran por todas partes. Marchan bajo la bandera de los derechos civiles. Prometen traspasar la próxima frontera cultural y hacer añicos otra base de la división humana.

Shrier ha hablado con las chicas, con sus padres y médicos, así como con las jóvenes que se arrepienten amargamente de ese proceso

Pero el fenómeno que arrasa entre las adolescentes es diferente. No tiene su origen en la disforia de género tradicional, sino en los vídeos de internet. Representa el mimetismo inspirado en los gurús de la web, un compromiso asumido con las amigas: manos entrelazadas y respiración contenida, ojos cerrados con fuerza. Para estas chicas, la identificación trans ofrece liberarse de la persecución implacable de la ansiedad; satisface la más profunda necesidad de aceptación, la emoción de la transgresión, la seductora cadencia de pertenencia.

Como me dijo Kyle, un adolescente transgénero: "Podría decirse que internet es una de las razones por las que tuve el valor de salir del armario. Fue gracias a Chase Ross, un youtuber. Tenía doce años y lo seguía religiosamente". Chase Ross tuvo la amabilidad de hablar conmigo para ayudarme a entender la situación. En el tercer capítulo presento su historia.

Ésta es la historia de la familia estadounidense, decente, cariñosa, trabajadora y amable. Quiere hacer lo correcto. Pero se encuentra en una sociedad que cada vez más considera a los padres como obstáculos, intolerantes e ingenuos. Aplaudimos mientras chicas adolescentes sin antecedentes de disforia se sumergen en una ideología radical de género que se enseña en la escuela o encuentran en internet. Los compañeros, los terapeutas, los profesores y los héroes de internet alientan a estas jóvenes. Pero aquí el coste de tanta imprudencia juvenil no es un piercing o un tatuaje. Está más cerca del medio kilo de carne. Una pequeña parte de la población siempre será transgénero. Pero tal vez no siempre la locura actual atraiga a jóvenes con problemas sin antecedentes de disforia de género, lo que les lleva a vivir una existencia de dependencia hormonal y cirugías desfigurantes. Si esto se trata de un contagio social, quizá la sociedad pueda detenerlo.

Ningún adolescente debería pagar un precio tan alto por haber sido, por poco tiempo, seguidor de una moda.

Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género ―la sensación de grave incomodidad en el sexo biológico propio― era muy infrecuente. Se daba en menos del 0,01 por ciento de la población, aparecía durante los primeros años de infancia y afectaba de manera casi exclusiva a los hombres. Pero hoy en día, en las universidades, los institutos e incluso las escuelas primarias grupos enteros de amigas afirman ser 'transgénero'. Son niñas que nunca han experimentado incomodidad alguna con su sexo biológico hasta que alguien da una conferencia en su escuela sobre su experiencia trans, descubren la comunidad de influencers trans en internet o alguien les dice que serán más populares entre sus amigos y en sus redes sociales si se declaran transexuales. Esa es la premisa de la que parte 'Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas', el polémico libro publicado por la Editorial Deusto de la periodista estadounidense Abigail Shrier.

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